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Pesadilla

«Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas», escribe Albert Camus en La peste (1947). Confieso que no lo he leído, sin embargo, pienso que, en estos días de encierro, sería una lectura obligada. La obra describe una humanidad que cree vivir dentro de una pesadilla, una pesadilla que parece desaparecer de un momento a otro, pero que no termina por irse; está allí y lo único que desaparece son los individuos, esos que creen que la epidemia es inconcebible a la razón. «¿Cómo podrían pensar que la peste liquida el futuro?», se pregunta el escritor y periodista israelí David Grossman, quien asegura que esta epidemia nos resulta totalmente inconcebible, más fuerte que cualquier enemigo de carne y hueso o un superhéroe inventado por el cine. «…esta epidemia, en su vacío violento, parece amenazar con absorber toda nuestra existencia que de repente parece frágil e indefensa». Grossman se pregunta qué nos pasará cuando la epidemia termine: «Muchos perderán a sus seres queridos. Muchos, sus trabajos, su sustento, su dignidad. (…) puede haber otros que no quieran volver a sus vidas anteriores. Algunos, aquellos que puedan permitírselo, por supuesto, dejarán su lugar de trabajo, donde durante años han sido sofocados y oprimidos». Y el periodista se cuestiona por aquellos que decidirán abandonar a sus familias o separarse de su pareja, o tener un hijo, o salir del clóset, o dejar de creer en Dios. «Quizás la conciencia de la brevedad de la vida y su fragilidad animará a hombres y mujeres a adoptar un nuevo orden de prioridades. Hacer más para distinguir lo esencial de lo accesorio. Comprender que el tiempo, y no el dinero, es su activo más preciado».

Hablando de ese orden de prioridades, ayer recibí una carta de Edith Massun, que tiene que ver precisamente con esta toma de conciencia. Mi amiga húngara se refiere a los noticiarios que ve noche tras noche desde Budapest: “Y enfermeros parisinos que cuentan, sin mostrar la cara, que están obligados a escoger a quién salvar la vida y a quién dejar morir, porque no hay aparatos de reanimación suficientes para todos (…) Parece como si fuera una advertencia de Dios, o de la Madre Tierra que ya basta de tanta inconsciencia, tanta basura, tanto consumismo, tanto materialismo, tanto individualismo y cuántos ismos más! (…) ¡Qué situación tan extraña! Normalmente nunca tenemos tiempo para nada. Pero ahora que toda Europa está en cuarentena, las tiendas de lujo, los lugares de diversión y hasta los parques públicos cerrados, la gente que lo tenía todo se encuentra de repente enclaustrada y empieza, tal vez, a meditar sobre el sentido de la vida».

Meditemos acerca del sentido de la vida, aunque en estos momentos nos parezca una pesadilla. Leemos todos los whats que nos mandan con información, con estadísticas, con declaraciones de la OMS. Leemos largos artículos de cómo «enfrentarse al aislamiento en casa si tienes problemas de ansiedad». Nos aconsejan respirar, evitar la sobreinformación, hacer yoga en el balcón, comer sano y mantener una rutina sin agobios. Todo el mundo opina, todos parecen expertos en coronavirus, pero nadie nos dice cuándo terminará, cuántos muertos habrá en México, ni cuál es exactamente la estrategia de la 4T. Se diría que la pandemia del coronavirus nos cayó del cielo y de allí que tomara al mundo desprevenido. Incluso los epidemiólogos, infectólogos y demás especialistas se ven rebasados. Por otra parte, pienso que habría que ponerse en sus zapatos y ser empáticos con ellos, aunque no nos respondan todas nuestras dudas y miedos. Pienso que es importante sentir miedo, especialmente en estas circunstancias; nos pone alertas, nos avisa que tenemos que quedarnos en casa y lavarnos las manos hasta la saciedad. Entre las muchas frases que encontré del libro de Camus, hay una que habla, precisamente, del miedo: «Hay los que tienen miedo y los que no lo tienen. Pero los más numerosos son los que todavía no han tenido tiempo de tenerlo». No perdamos el miedo, es un escudo que nos protege.

Albert Camus termina su libro La peste a favor de los apestados, «para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio».

No hay duda que esta pandemia nos pondrá a prueba, para bien o para mal.

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