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Harrys Salswach

La experiencia de leer: Narrativa, ensayo, filosofía

 

Pensadores temerarios (Parte II)

Pensar y perder

Llamado «jurista de la corona», Carl Schmitt llegó a ser el consejero legal del Tercer Reich. Su apoyo público fue notorio y se transformó en el defensor oficial del régimen nazi. Su fría fascinación por el nacionalsocialismo lo llevó a publicar un artículo luego de la «noche de los cuchillos largos» en el que, a pesar de que un amigo fue víctima, señalaba que la orden de Hitler «era en sí misma un acto de la más alta justicia». Antiliberal y antisemita, Schmitt le dio cuerpo jurídico al engranaje asesino hitlereano. Nunca se arrepintió de su filiación nazi. Fue apresado por los rusos, por los estadounidenses, sorteó Nuremberg, y se dedicó hasta su muerte a escribir. Por su casa en Plettenburg desfilaron muchos pensadores que podrían encontrarse en el polo opuesto de su humanidad: Raymond Aron, Alexandre Kojève, Joachim Schickel, Jacob Taubes, entre otros. Un liberal, un comunista, un maoísta, y un teólogo judío: las antípodas de Schmitt. Sin embargo, esa equidistancia quizás sea un camino no tan complicado de recorrer. Luego de ser redescubierto por la intelectualidad europea se da un fenómeno que podría ser contradictorio a primera vista: Schmitt es leído, asimilado y admirado por la izquierda, incluso, por pensadores de izquierda judíos. Y el liberalismo lo considera un gran oponente intelectual.

El decisionismo schmittiano es lo que atrae a todos. Lo político se resolverá en el criterio para tomar decisiones. Si la moral es el indicador para distinguir el bien del mal, «la distinción política específica a la que las acciones y los motivos políticos se pueden reducir es sencillamente la distinción entre amigos y enemigos». Ahora se ve claramente por qué la izquierda revolucionaria bebe, se embriaga hasta el desmayo, del pensamiento del jurista nazi. El enemigo público, no un enemigo privado, aclara Lilla. Como pensador total Schmitt contiene el mundo en lo político: «Toda la vida de un ser humano es una lucha y simbólicamente cada ser humano un combatiente». [Una lástima que hayamos tenido que escuchar esto por dos décadas continuas de boca de los comunistas. Todo queda en familia]. La tensión conflictiva era natural para Schmitt, debía darse en la sociedad, el liberalismo para él elude el enfrentamiento, por lo tanto, rehúye la toma decisiones. La naturaleza humana es beligerante. Defiende las dictaduras transitorias (de antiguo origen romano) por sobre el parlamentarismo liberal. Y es aquí donde parece levantar curiosidad en la izquierda: si el parlamentarismo no representa al pueblo sino a una élite, la ecuación está develada: Revolución. Lo que indagará tanto Leo Strauss como Heinrich Meier será por lo menos revelador: la pregunta es por qué Schmitt no vacila en señalar que los hombres fundamentalmente son beligerantes. He aquí que para el «jurista de la corona» esto es un mandato divino: Schmitt es un teólogo. Y este caso explayado por Lilla corresponde al que quizás sea el más subyugante capítulo, el develamiento de la vinculación entre lo político y lo teológico lleva a Schmitt a creer que «el enemigo es parte del orden divino y que la guerra tiene carácter de un juicio divino». Dios nos salve.

Y es que esta relación trascendental entre pensamiento y política es la que recorre Lilla en este lúcido, erudito y radiante trabajo. En quien quizás sea más complejo auscultar tal relación sea en Walter Benjamín. ¿Cómo explicar que las instancias teológicas, el estudio de la cábala y las teorías marxistas estaban en pugna en el pensamiento del crítico más importante del siglo XX? Será su amigo Gershom Scholem quien quizá se acerque a una respuesta. Benjamin se enamoraría de Asia Lacis, una revolucionaria comunista a la que Stalin enviaría unos cuantos años a campos de concentración; esta rusa tenía otros amantes. Benjamin lo sabría al visitarla en Moscú. El destino de su amada no haría cambiar de opinión a Benjamin. La metafísica teológica y el materialismo dialéctico se necesitarían. Scholem ve en Benjamin el impulso mesiánico por acelerar el final, «para alcanzar aquí en la tierra lo que se nos promete solo para el cielo». El estalinismo parecía ser la ruta, claro, si se ha confundido el paraíso con el infierno. El comunismo de Benjamin es una tragedia, lo acompañará al triste final por todos conocido.

Siempre será extraño, un enigma, el por qué ante los crímenes más atroces, un hombre puede seguir compartiendo, apoyando y defendiendo las ideas que los hicieron posibles, por eso este libro es, junto a otros tantos, un documento excepcional para ver (verse) el arrebato demoníaco que procuran las ideologías [otro trabajo imprescindible es el del poeta polaco Czeslaw Milosz, El pensamiento cautivo, en el que con una honestidad e inteligencia fuera de lo común ahonda en la mentalidad del intelectual bajo el delirio comunista]. Lilla continúa su paseo filosófico por Kojève, quien quizás sea el pensador que más ha influido en las políticas públicas europeas en el siglo XX desde Francia. Fue un hombre de Estado. Y llegó a convencerse, a partir de estudios profundos de la obra de Hegel, del fin de la historia, y llegó un poco más allá: del fin de la filosofía. El nihilismo de Kojève —admirador del padrecito ruso— contemplaba el fin del hombre, su pensamiento apuntaba hacia la inhumanidad: hablaba del autómata sano y del tirano administrador. Michel Foucault llevó sus propias obsesiones autodestructivas a instancias públicas, llegó a ver en Mayo del 68 la oportunidad de gestación de una nueva sociedad (que siempre parece ser la misma: sin burguesía. Vaya obsesión burguesa). Y vio el poder como el propio fin. Hasta llegar a identificarlo con la propia muerte. Lilla señala, desde la revisión del estudio biográfico de James Miller The Passion of Michel Foucault (Simon & Schuster), la atracción por el suicidio del autor de Historia de la locura en la época clásica, y quizás el vinculo de tal atracción al justificar las dictaduras. Tal vez las consideraba experiencias límites. Como su propia vida en la que, ya contagiado de sida se burlaba del «sexo seguro» y se dice que repetía «Morir por el amor de los muchachos, ¿hay acaso algo más bello?».

Mark Lilla deja para su ensayo final al francés Jacques Derrida. El filósofo de la deconstrucción (otro nihilismo). El filósofo que desintegra todos los cimientos de la cultura occidental. Lilla señala la imposibilidad de juzgar, de reconocer verdad cuando todo es una construcción arbitraria del lenguaje que puede ser desmontada, desarticulada hasta dar con la nada. Lo que hace aún más extraño este caso es la cercanía de Derrida al marxismo aun considerando sus teorías económicas una tontería: será su capacidad para generar «ansias mesiánicas». Y acá nos encontramos de nuevo con la temeridad de estos pensadores. Con la expulsión de toda moderación al pensar el mundo. Con la radicalización de una idea que conduce a la aniquilación de la humanidad en nombre de un estadio primigenio, originario, que paradójicamente, es futuro. Pensadores teleológicos. Pensadores indolentes. Pensadores dispuestos a perder.

 

El tirano aquí dentro

La nostalgia por la totalidad, por la instancia superior que todo lo contiene, que todo lo resuelve, que detiene el tiempo y conjuga los contrarios, es anhelada por estos pensadores que ven en los políticos mesiánicos la encarnación de una idea (logos tangible, articulado, material), la posibilidad de la perfección, la concentración de la verdad ulterior que llevará a la humanidad a un estadio superior dejando atrás la prehistoria del hombre en conflicto con la naturaleza, con Dios, y consigo mismo. Ante tal promesa, la muerte de uno o millones de seres humanos es un costo írrito, acaso necesario, para el fin de la Historia. Pensadores temerarios da cuenta del itinerario filosófico que llevó a mentes brillantes a apoyar, seguir y defender a los más brutales dictadores e ideologías mortales de la Europa del siglo XX.

La filosofía de estos intelectuales se desparrama por toda la sociedad, y penetra en ella, contagia a los más estúpidos con la rapidez y facilidad de una gripe, y a los más lúcidos con la autocomplacencia del sadomasoquista, y es entonces cuando las más recónditas instancias tribales despiertan de un letargo que la civilización siempre subestima. La seguridad del colectivo sobre la libertad del individuo. Y los pensadores temerarios en éxtasis mientras las masas abyectas, enloquecidas, con los ojos vidriosos y bovinos, corean consignas que ellos han procurado. El pensador temerario quiere aniquilar el pensamiento, por lo tanto al hombre. [El final de todo, que «satisface» la envidia y «mitiga» el resentimiento, en menos de un año, por ejemplo en Camboya, acabó con tres cuartas partes de la población. Pol Pot, el comunista tan bien educado en Francia, sí que realizó el sueño de la igualdad]. Este esclarecedor conjunto de ensayos es una advertencia gratificadora, intelectualmente ejemplar, y de una capacidad crítica admirable, y por eso las últimas palabras con que Lilla cierra el epílogo, «Aquí: aquí dentro», donde cada quien lleva un dictador en su fuero interno, y mantenerlo bajo vigilancia es la tarea, un ejercicio cotidiano por domeñar al monstruo, prohibir que se desboque, domesticar no el mundo, sino al tirano temerario agazapado en el espíritu humano y que cada tanto pide salir y acelerar el final.

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