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Pasos para construir un personaje

El Personaje nació sobre la celulosa aún vacía; como cualquier nacimiento, la pulpa padeció también su propia llegada al mundo terrenal: dos rodillos calientes estrujaron su pasta hasta la extinción máxima del líquido habitado, para ser convertida en un pliego de papel que copió al resto de la resma.

Al nacer, El Personaje cumplió un proceso semejante: acurrucado entre las fibras blanquecinas y somnoliento por la calma, su postura fue violentamente persuadida de emerger del núcleo y lo arrastró consigo al exterior. Tal vez, si hubiese sido un feto evolucionado se habría preguntado: ¿qué carajo hago yo aquí? Yo no me decidí.

Afortunadamente para ti, lector, El Personaje no era un ser reflexivo al momento de nacer, siquiera sus personas habían sido descritas por el autor. Para parir un personaje, éste debe distribuirse en al menos tres personas: la persona pública, la privada y la incógnita.

Es sabido por los escritores de ficción y otros conocedores que una persona pública es la cara que mostramos en presencia de otros. Apenas superados los contratiempos del nacimiento, al El Personaje le fue creada una fascinación por el exterior y la validación de los agentes externos. Su corto tiempo en la Tierra le permitía recordarse cercano al agua, así que al encontrarse con su reflexión acuática padeció del segundo sufrimiento del nacimiento: el enamoramiento.

Observó sus dedos ya tallados y divididos, sintió su carne, olfateó el oxígeno que siempre le retornaría vívidos recuerdos a su nariz; en especial, el recuerdo del espíritu en calma.

Se inclinó en el puente para verse en el río, se agachó en la orilla para verse en el mar… se gustó y quiso duplicarse para mantenerse presente. Se vio tantas veces que no sólo logró duplicarse en otras dos personas, sino que se multiplicó. Y se multiplicó tal cantidad de veces que se perdió tratando de hallarse, pero nunca consiguió a su afín. Todos quienes lo poblaban eran contrarios a él, discordantes al sentimiento que había tenido al verse reflejado en el agua.

Entonces, Nietzsche habló: “Algunos hombres se componen de más personas y la mayor parte no son personas en lo absoluto. Por doquier predominan las cualidades medias que importan a fin de que un tipo se perpetúe, ser una persona sería un lujo”.

Por supuesto, sus personas emitían juicios propios y en un intento por escapar de ellos logró evadirse. Distante a las opiniones, reconoció sus dúplicas por su andar morfológico: ¡son ellas!¡son ellas!  —gritaba felizmente sorprendido—.

Eran aquellas primeras personas que creyó haber concebido: su persona privada y su persona incógnita. Inundado por el fuego que yace de las nuevas experiencias, tuvo la necesidad de sentarse en la tierra con los párpados caídos a consumar la meditación acerca de quiénes eran verdaderamente estos dos seres que reaparecieron repentinamente.

Su persona privada se dio a conocer fácilmente, en cambio, su otra persona permanecía incógnita. Una vez más, adormecido por la absoluta calma que produce adentrarse, su postura decidió por todos los habitantes y los reintegró, levantándose de entre las cenizas.

Había sucedido que uno de sus ojos despertó al intuir una presencia y para poder contemplarla mejor, amoldó su postura hasta alcanzar la vista. Como aquel “pececito que abrió sus ojos y vio moverse un color rojo”, este tercer ojo notó que alguien se les acercaba.

A los tercer ojos, dotados de su capacidad para la intuición, les gusta curiosear términos y a éste, en particular, le gusta encontrar el origen de las cosas.

Al sentir a su portador agobiado por sus tantas personas, este tercer ojo descifró que el término persona es “el hombre en sus relaciones con el mundo y consigo mismo”. Y concluyó que si su portador —El Personaje— se encontró a sí mismo —persona privada— en el aislamiento, pero no había dado con su persona incógnita en el mismo lugar, podían estar pasando dos cosas: la primera, su portador había evolucionado en persona y la segunda, por consecuencia, su portador debía relacionarse con el mundo.

Siglos después, la sicología contemporánea diría que la personalidad es “la organización de las relaciones que imprimen la multiplicidad de las relaciones que la constituyen”.

No era una pececita color rojo lo que pareció moverse frente a sus ojos, lo que el personaje y sus ojos veían era un nuevo personaje.

Entonces, El Personaje volteó la mirada apenado por miedo a conocer otros juicios y, aún más, por miedo a no poder dominarlos, pero esta vez el agua ya olvidada únicamente reflectó la mugre acumulada en su carne por las noches de aislamiento; por el contrario, al volver la mirada a este nuevo personaje, sus personas nuevamente concurrieron las extremidades de su cuerpo con un ánimo festivo hasta integrarse y volverse uno.

Por años, el personaje todavía dudoso de querer estar acompañado insistió en huir del nuevo personaje hasta que éste, incluso, ya no era “nuevo”. Al verse sensible, ahora temía que nunca llegaría al perfeccionismo si se distraía con otros.

Entonces, Santo Tomás le dijo: “La perfección de las cosas es doble. La primera es la perfección de su sustancia, o sea la forma del todo, que resulta de la integridad de sus partes. Es la segunda la perfección del fin, pero es la operación, como el fin del citarista es tocar la cítara”.

El Personaje recordó que al mirar a este “antes nuevo” personaje había logrado integrar su ser a un todo, al tiempo que había conseguido su fin en el mundo: ser persona.

Ahora, al haberse transformado en persona por tener una personalidad, la historia debía renacer. La creación solamente puede partir del amor, así fue como dos personajes se conocieron.

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