A pesar de la llegada a la una de la mañana, con el día cansado a cuestas, las ganas de Venecia no cedieron y salimos a esa misteriosa media luz nublada, sin turistas, entre canales y callejones, puentes y plazas, uno que otro borracho, alguna pareja después de la fiesta, a encontrarnos con las risas con sordina, de la Venecia que no duerme. No es fácil de describir, pero las maneras de la noche en Venecia en noviembre, emborrachan, marean, se prolongan en eco… como por aroma, inmersas en su laberinto, terminamos por desandar los pasos que nos devolvieron al descanso, ya entradas las cuatro de la mañana.
Al día siguiente, la Bienal de rigor, con poco que comentar. Cada pabellón en su sitio, cada gobierno lo ocupa según su juicio. Si nos ponemos serios, ¿quién necesita que el gobierno le decida por dónde ha de ir el gusto? El Pabellón de Venezuela, nos duele a los venezolanos, mientras el resto del mundo probablemente no entiende, entran y salen con cara de nada, hasta que encuentran probablemente el pabellón de su propio país, que tampoco entienden.
Mucho más meritorio de comentar, a pocas cuadras del Arsenal, unas viejitas de larga vida, venden bufandas de zorro y oso muertos hace tiempo, a dos euros, boinas a un euro, zapatos a cinco, escogen lo que saben que te va a quedar bien, y además te lo comentan frente al espejo donde todas quieren ver el reflejo de la mujer imaginada… Durante la noche, la gente les deja sus donaciones guindadas en las aldabas, y si es así es porque a nadie se le ocurre llevárselas, pienso, como buena venezolana. Tampoco a nadie se le ocurre meterse con la ropa que cuelga tapizando la fachada de una bella casa que está más allá… ¿será un teatro? ¿Un performance, parte de la Bienal? “instalación simbólica por mantener público el histórico punto de encuentro, por el uso cívico y el bien común compartido…” reza la pancarta en la plaza desierta, la casa oscura, ocupa.
Hasta que llegó la hora sagrada de la cena, vegetales de un frescor divino, la exuberancia de los frutos del mar, el vino alegre, la pasta que nunca falla, el restaurant se llenó de las risas propias del convite entre amigas, bellas y jóvenes, mis compañeras de viaje escapadas de su cotidianidad, dispuestas al goce sin pudor, que alteraron el orden de la cena tranquila que habían previsto las parejas maduras que ocupaban el resto de las mesas. Las mujeres miraban de reojo, incómodas, altivas, mal ocultando la tristeza que produce el irrespetuoso desapego del marido distraído, atraído sin remedio por las carnes duras y la risa fácil de la mesa de las bonitas aun en sus treinta. Un drama que, aunque alcanzó a perturbarnos las conciencias en desfavor del macho, no logró amargarnos el rato, que siguió intensamente feliz, hasta que cada mesa fue pagando su cuenta, y aunque el mesonero hubiera amanecido encantado en el lleva y trae, ya el dueño cansado, bajó las luces, y salimos de últimas del restaurant. Estaba San Marco, a esas horas de madrugada, completamente despejado de turistas, sin un alma, aquel espacio milagroso, parecía un sueño. Definitivamente, las tres de la madrugada es la mejor hora para caminar por Venecia.
El plan del día siguiente era ir a la casa de Peggy Guggenheim y luego atender la reservación para almorzar. Pero el trasnocho nos cambió las horas, como suele suceder con los trasnochos, y aunque normalmente lo que ocasiona son retrasos y tardanzas, en este caso pasamos a las doce por el restaurant donde teníamos reservación a las dos. Dispuestas a cancelar, nos aceptaron a las doce en el Paraíso Perdido. Un paraíso en un rincón donde se esconden los venecianos que saben de frituras y mares, verduras y demás ricuras, a consumir con elegante desenfado, como si fuera al descuido, todo muy bien pensado, ligero aunque soberbio, regio lugar que pareciera un azar. Con ganas de ordenar todo lo que ofrecía el menú, terminamos por escoger y mientras esperábamos los manjares, de salida de la cocina un chef azul de gorro y todo, salió con una bandeja de aluminio repleta de camarones, sardinitas y calamares rebosados, y con mirada de poeta, agarró un puñado y lo lanzó con gesto suave, en medio de nuestra mesa. Risas y gracias. Luego, también al paso, se detuvo a conversar. Supo que éramos venezolanas las únicas extranjeras del lugar. Nos habló de dictaduras y rebeliones danzantes, de la inquisición y demás oscuridades eclesiásticas, mas risas y gracias. Aprovechamos para preguntarle por la mejor manera de llegar al Guggenheim y el mismísimo chef se ofreció a llevarnos. El problema es que debíamos dejar las maletas en la estación de tren antes, pues Venecia se nos acababa ese día. Sin ningún problema, él nos abrió su casa, detrás del restaurant, un lugar para dormir con jardín, sin demás remedos, donde dejamos las maletas y el chef tomó un par de lámparas y ahí mismito, el agua, el barco. Había llovido lo suficiente como para tener que desaguar el bote, y mientras el chef, aun sin nombre, sacaba el agua a poncherazos, mandó a buscar un par de botellas de vino rojo y una de agua al restaurant. ¡Vino y agua para Maurizio! ¿Maurizio sería entonces el dueño del Paraíso… estaba perdido? Dos lámparas para iluminar el camino cuando apenas eran las dos de la tarde; dos botellas de vino… ¿cómo se llama la obra?
Una vez el barco sin agua, aunque húmedo como el aire, salimos hacia el Guggenheim. Y el cielo empezó a abrirse como por arte de magia, el gris dejó pasar el sol y el azul. En el camino pudimos ver la casa en el Gran Canal, que muestra en las vetas del mármol de su fachada, el ir y venir del mar. Del ayuntamiento que estaba al lado, salió un funcionario tonto como suele ser la costumbre, por reclamar que el barco nuestro estaba muy cerca. Maurizio lo amenazó con escribir en su contra su próximo artículo, lo acusó de inquisidor y demás insultos italianos a los que el funcionario respondió con más insultos italianos como si se tratara de un patio de bolas, también italiano. Cuando las lanchas rápidas que circulan sin coto, hacen que el agua erosione de manera irremediable las fachadas que dan al Gran Canal, el ayuntamiento hace silencio, se queja Maurizio, por un buen rato destila su rabia, camino al museo, por canales imposibles. Hay que haber vivido 45 años en Venecia y con barco, para poder desplazarse con ese donaire sin tropiezos.
Al llegar a las puertas del museo el cielo estaba decididamente azul. Maurizio nos preguntó, a sabiendas la respuesta, si insistíamos en encerrarnos en esa tarde de fábula. Y así fue que seguimos navegando bote arriba y abajo más de seis horas, con paradas en la librería que rebosa de libros que dan al agua, frente al arco ornamentado del año 800, las chimeneas multiformes que dejan salir el aire y ventilan desde el agua, la que se creía la casa de Marco Polo, que ahora es un teatro, y después de tanta agua, cuando las ganas de hacer pipí apremiaron, el dueño del primer bar no dudó en prestarnos el baño, para luego ofrecernos salchichón y buen vino sin posibilidad de pago a cambio. Cerca, la iglesia donde reside un Tintoreto, favorito de Maurizio, la habíamos encontrado cerrada aparentemente sin remedio pues los fuertes golpes a su puerta, no habían servido más que para alertar al pintor de la casa contigua, que nos abrió su taller y con sonreída gentileza nos dijo que la iglesia no la abrían hasta mañana. Sin embargo, de paso al regreso, la iglesia estaba abierta, y apenas entrando a la izquierda, la Ultima Cena de Tintoreto, era el milagro. Había poca luz, pero Maurizio había traído una pequeña linterna escondida en el bolsillo de su abrigo marino, y ¡zas! se iluminó el rostro del único Cristo en el que él cree, porque es real, cercano, conocido, contrabandista, retratado justo al momento en que entra Judas y Cristo le dice: “¿tú de verdad crees que yo no sé que me jodiste?”. Ese Cristo malandro, que tanto quería compartir Maurizio, es el que lo acoge en sus tribulaciones, el que aquieta sus tormentos, el que lo escucha y le responde… Alguna dijo camafeo, y fácil como cambiar de tema, salimos rumbo a la mejor joyería de Venecia, artesanal y honesta, de una amiga de Maurizio, pero ya estaba cerrada, claro, era la hora de volver por las maletas, se acercaba el momento de ir al aeropuerto… “estamos a cinco minutos del Paraíso”, nos convenció Maurizio, hasta que “vamos a casa de un amigo que les va a encantar”, ya no lo seguimos, los aviones no esperan, no dejan amigos por conocer ni que sean conocidos. Y a pesar de su insistencia, terminamos por abordar el barco de vuelta al Paraíso.
Lasaña de dos sabores, infusión para el dolor del esguince, vino a voluntad, un poemario firmado por el autor, un libro de pensamiento político, no se vayan, nos tenemos que ir, yo les pago la diferencia de los pasajes y se quedan hasta mañana, tenemos que trabajar, ¡no han entendido nada! Gritó Maurizio desesperado. No entendieron nada. Hay que escapar de la inquisición. Y cuando nos apunten con sus fusiles, organizamos un baile, con la comunidad. El baile es lo que puede tumbar a Maduro, y a todos los dictadores, exclamaba Maurizio, que no sabía que Venezuela es la pequeña Venecia.
Maurizio ahora quiere ir a Venezuela. Y las venezolanas quieren volver al paraíso. No se vayan, esperen solo un momento, pero si ya llegó el taxi, vuelvo enseguida, por favor, Maurizio convenció al taxista de esperar y corrió para traer de su casa todo lo que pudo encontrar de valor: una pluma azul para escribir al gozo, un cuaderno forrado en cuero por estrenar con recetas, una manzana, y la linterna azul que nos descubrió el Cristo malandro, la luz. Nos regaló todo lo que tenía, y le parecía poco, agradecido como estaba por el regalo de la compañía de estas cinco mujeres que nacidas en el Paraíso Tropical supieron encontrar sin dificultad, el Paraíso Perdido en Venecia. ¡Gracias las de Maurizio! Gracias.