Con que conciencia trivial se deslizaban los hombres
a través de un tiempo que no retornaría
Yukio Mishima
La corrupción de un ángel
El lenguaje urbano, no en el término estricto de la palabra «lenguaje», sino entendido como una serie de normas y convenciones que seguimos en la actualidad, y a través de cada época, con la finalidad de construir lo que conocemos como sociedad, sigue reglas gramaticales y sintácticas que construyen, como en la música, una armonía en conjunto diversificada por las formas de pensamiento individuales.
Albert Einstein, en su libro Mi visión del mundo, afirma que «casi todo lo que sabemos y creemos fue transmitido a través de un lenguaje establecido por otros hombres. Sin el lenguaje nuestro intelecto sería pobre, comparable al de los animales superiores». De esta manera se plantea la doble significación de una sintaxis urbana, que enumera las reglas a las que como individuos estamos sometidos al entablar cualquier tipo de convivencia, y al mismo tiempo, las variaciones lingüísticas que derivan de éstas. Basta recordar que pese al término «individuo» como designación de un ser puramente particular, la sociedad se compone, paradójicamente, de millones de individualidades que, sin embargo, se rigen por convenciones generales creadas con base en una conciencia individual de orden universal.
Con una perspectiva semejante, el matemático y lingüista austríaco Ludwig Wittgenstein afirma que el campo de la comprensión y la explicación de los sujetos está delimitado por su lenguaje. Así, la noción de cometer errores en el proceso lingüístico es inherente a la de seguir las reglas establecidas. El concepto de regla, por lo tanto funge como la capacidad para evaluar lo que se está haciendo. Por otra parte, existe la posibilidad de que un individuo se adhiera a una regla privada, pero el uso de ésta no será adecuado, al menos que otros individuos la reconozcan como tal.
En este sentido, la sintaxis urbana ha perdido, como el lenguaje mismo, consistencia, profundidad e incluso significación. En la era tecnológica, capitalista y posmoderna en la que nos desenvolvemos, las normas y reglas se siguen más por instinto que por racionalidad, dejando de lado la verdadera finalidad con la que fueron creadas.
Ante la creciente imposibilidad del individuo de replantearse o cuestionarse acerca de las convenciones que lo rigen como miembro de un contexto cultural determinado, el deterioro de la comunicación se hace evidente desde cualquier punto de vista, logrando que sea más el ruido y la interferencia dentro de los canales comunicativos que el mensaje que se transmite.
El ruido, interpretado no sólo como el caos que acompaña la urbanización, y que vemos todos los días sobrepasar los Hertz que el oído humano puede tolerar, en forma de cláxones, gritos, e incluso el hombre que aborda el vagón del metro promocionando el disco con los últimos éxitos de la era musical; sino también como todos aquellos mensajes distorsionados, dirigidos a las personas que prefieren la comunicación mediática como vía de información por encima de la empírica y analítica, impiden la construcción de una sintaxis eficiente en terminologías lingüísticas y culturales.
La población se hace presa del hastío y la inconformidad, originando conflictos que detonan en exposiciones viscerales de irracionalidad, desde el metro plagado de gente al que el trabajador promedio de clase media quiere abordar, pese a ignorar las reglas físicas que indican que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio en el mismo momento, y que reclama para que los de adentro “se recorran porque también tiene que ir a trabajar”, hasta los vendedores ambulantes que impiden el crecimiento del PIB al no pagar impuestos, de lo cual todos nos quejamos pero no por ello dejamos de comprarles, y que sin embargo no dejan de formar parte de la distorsionada sintaxis a la que nos vemos subyugados en esta era esclavizada por lo efímero, lo banal y sobre todo por la velocidad.
Mas, la visceralidad no es privativa de las clase media o baja, tampoco de las personas con falta de acceso a la educación, es un aspecto instintivo propio de las características inherentes al ser humano, que de forma irónica se intenta contrastar precisamente con las leyes de urbanidad.
De hecho, son precisamente todos los habitantes de un lugar, con sus defectos y virtudes, quienes cumplen con una función sintáctica. Tal como los sustantivos en las oraciones, estos personajes realizan las acciones indicadas por el verbo, puesto que todas las ciudades cuentan con millones de rostros, que en conjunto conforman una composición estética, que no por ello deja de alejarse cada vez más de los modelos cosmopolita idealizados por la civilización y sus convenciones, y se precipita hacia la indiferencia y la venalidad en todos sus sentidos.
Estamos lejos de contar con una sintaxis urbana real. Si tomamos en cuenta los significados de ambos conceptos, la unión de las palabras debería dar como resultado algo como: “conjunto de normas sociales de atención y buen modo que permiten la sana interacción de los individuos en un contexto cultural”. Pero tal como el concepto de urbanidad, no pasa de ser una noción poco menos que utópica, lo cierto es que para bien o para mal cada uno de los elementos, correctos y deleznables, que constituyen la interacción grupal, aun en el ambiente caótico en el que nos movemos, son y seguirán siendo parte de la sintaxis urbana nacional, aunque quizá como bien señala Yukio Mishima nos deslicemos en ella con una «conciencia trivial».