Una vez le escuché a alguien decir que el voto directo y universal es el peor invento que ha habido después de la bomba atómica. Apenas la frase entró en mi cerebro, mi primera reacción fue pensar que esta persona era alguien que apostaba a lo retrógrado y a lo insensato. Como respuesta, yo le pregunté que si pensaba que era mejor opción un modelo como el de los colegios electorales de EE.UU., donde alguien podía ganar aunque no obtuviese la mayoría de los votos populares pero sí la de los colegios electorales, tal como sucedió en el 2000 en las elecciones de George W. Bush vs. Al Gore y recientemente entre Hillary Clinton y Donald Trump. Al final de la noche, ganó el vino y jamás llegamos a un acuerdo.
Hoy han pasado un par de años de aquella noche, y esta conversación vino a mi mente porque estaba practicando uno de los deportes posmodernos más populares: pelear por redes sociales. El motivo no tiene mayor importancia, pero lo que sí es relevante es que volví al punto de lo que significa votar.
Últimamente he tenido la concepción de que jamás he votado, y no pensando en si el CNE ha hecho trampa o no, sino que desde que emití mi primer voto hace más de 10 años hasta hoy, no lo he hecho pensando en la propuesta del candidato, sino porque este es el que va a ganarle al otro. No he considerado si su ideología coincide con la mía o si su plan de gobierno sería efectivo. Ha sido más como escoger un gallo de pelea mesiánico que un futuro presidente.
El proceso de votar, visto de manera simplista, no es más que un proceso de selección personal masivo donde escogemos a un empleado. La diferencia está en que, cuando un entrevistador o un reclutador hace su elección, considera los resultados de conversaciones y pruebas que le hizo a todos los candidatos, y busca las características de personalidad que mejor se adecuen a lo que el cargo necesita. En Venezuela, en cambio, hemos votado porque ese es el del partido; o este sí es bueno, es diferente. Eso en un proceso de selección de personal sería el equivalente a escoger a alguien porque simplemente es distinto al empleado que quiero sacar, cualquiera que sea el motivo de su salida.
Al final del día, los presidentes no son más que un empleado público que son escogidos por un tiempo determinado por medio del voto; y esta misma concepción vale para cualquier otro cargo elección popular. Tal como cualquier empleado, está sujeto a normas de un contrato, en nuestro caso, uno social que se llama Constitución y el resto de las leyes.
Por otra parte, muchas veces se habla del “voto castigo”, como desquite de una mala gestión de un presidente durante su período, pero ¿A quién castiga realmente un voto motivado por la venganza? Comprendo que es la manera que tiene el ciudadano de mostrar descontento, sobre todo en sistemas políticos que están dominados primariamente por dos grandes partidos políticos; pero la mayoría de las veces sale perdiendo la población.
Con todo esto en mi cabeza fue como logré cerrar aquella conversación de hace unos años. El problema esencial no está en si el voto es de primer o segundo grado, sino en cómo se entiende o la motivación del voto. El Jefe de Gobierno no es alguien que nos hace el favorcito, y por eso cualquier concepción paternalista del Estado y sus actores falla con el tiempo, porque está errada desde el comienzo.
En el momento que entendamos que él (o ella, aunque aún no haya una presidente en la historia venezolana ni estadounidense) es un empleado de la población, cambiará la forma en la que elegimos a nuestros representantes y por ende el resultado será otro. Resolvamos nuestros daddy issues que nos invitan a buscar figuras paternales superheroícas o mesiánicas donde no las hay por otros medios que no sean el voto. Amén.