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Para leer: Temporada para suicidios de Manuel Adrián López

Basta con un poco de memoria para llegar al suicidio. No extraña entonces que, para alguien que ha hecho del rescate de la memoria una parte importante de su proyecto literario, el tema haya finalmente cobrado densidad en este libro. Heredero de Severo Sarduy, Reinaldo Arenas, Virgilio Piñera, José Lezama Lima, el autor acoge y recoge el exceso del barroco cubano y, acudiendo al gesto camp y la mirada kitsch sobre su entorno, se aboca a transgredir los temas característicos de esta literatura a ambos lados del Caribe. Sobre el malecón habanero o el beachwalk mayamero, los personajes de Manuel Adrián López desfilan, reviran y se esponjan pero sin rendir pleitesía ni pedir disculpas.

Mujeres al borde del ataque de nervios, drama queens, travestis sabrosonas, jóvenes debatiéndose entre el imperio y la isla mientras buscan afecto siempre en el lugar equivocado, gatas lesbianas y felinos iracundos ante la infidelidad de sus mininas, constituyen el sustrato vital de estas páginas, donde el lector no dejará de encontrar conjunciones con su propia existencia, ya sea desde la soledad propia del inmigrante o desde la desilusión ante el deterioro del país dejado atrás.

Como la Selva de otro de sus libros, El barro se subleva (2014), las heroínas de Temporada para suicidios, publicado en Miami por Eriginal Books, se debaten entre el recuerdo y el olvido, en tanto se desintegran las seguridades y desaparece todo aquello que pareció sólido una vez. La huida hacia lo desconocido se vuelve aquí la única solución posible; lo cual no significa que, al despedirse de este mundo, ellas dejen de seguir clamando por un lugar en él. La palabra de López se encargará de cincelarles un espacio permanente en el claroscuro crepuscular lezamiano; pues es ahí, en “las horas intermedias de suaves combates algodonosos entre el sol que se retira y la pechuga de la luna que avanza sombría”, donde tomarán la decisión de abandonar el mundo por su propio pie.

Omnívoras y, como la Caridad de “Suicidio en el corazón de La Pequeña Habana”, barrocas hasta en el exilio, ellas sin embargo cargarán al más allá la queja ante la destrucción de su isla a manos del castrismo, y de la ruina que los aprovechados en el lado americano han cernido sobre lo genuino del ser cubano. De ahí que, en el texto puesto a cerrar la colección, López escenifique un “Suicidio en masa” de ambas facciones, donde se concentra lo peor de la patria de José Martí.

La voz del homosexual, central en el proyecto narrativo de este autor, igualmente permea las páginas del libro, trayendo a un primer plano aspectos de lo irrepresentable, que su Room at the Top (2013) centró desde el yo autobiográfico, de un protagonista reconciliándose consigo mismo y la existencia arrinconada al abandonar la isla. Un protagonista, evadiéndose en el sexo casual y los resplandores de la cultura popular que irradian desde el acontecer de cantantes, actores, artistas y autores permeando la diégesis de los textos, y engullendo con su lenguaje el devenir de los personajes a fin de “con palabras devorar primero para suicidarse después”, tal cual apunta Mabel Cuesta en el prólogo.

Pero esta antropofagia lingüística no llegará a su clímax sin una buena dosis de lucha y forcejeo entre las fuerzas que, como las corrientes marinas, arrastran los restos del naufragio de quienes lo han perdido casi todo. Todo, menos su voluntad de resistir los embates de las olas sobre las cuales flotarán como sobrevivientes, buscando contar la historia de quienes ya no están pero siguen palpitando en el lenguaje de quien los cuenta y, como el soñador de palabras de Gaston Bachelard, los “convierte en un amuleto que nos ayuda y nos protege en la vida”.

“Vivimos aferrados el uno al otro, los dos a la gata. Todo es revelado en sueños en esta temporada de suicidios” (16), apunta el narrador de “Todo lo recibido se devuelve con la misma intención”; relato que abre la colección y prepara al lector para los encuentros y desencuentros donde los actores se demoran antes de caer en el abismo definitivo, a veces incluso accidentalmente, para que su suicidio parezca cosa del azar y no del pensar.

Y es que de tanta precariedad no puede construirse nada que funde y le dé consistencia a existencias lanzadas a la deriva por quienes manejan, controlan e imponen. Por eso en aquellos a punto de cruzar el umbral hacia lo desconocido, las aventuras y desventuras del mundo se vuelven tan lejanas, como para el yo del poema “Una isla remota” en Los poetas nunca pecan demasiado (2013). Y al igual que él, también ellos “quisiera(n) parecer olvidado(s)” antes de tirarse por la ventana, ahorcarse con el cordón del teléfono o lanzarse a las vías del tren.

A veces, como en “Suicidio Haute Couture”, la autoinmolación es alegórica, si bien ello no hace menos aguda la intemperie de quienes han canibalizado el american way of life pero sin masticarlo bien; por eso se les atraganta cuando se sienten rechazados o ridiculizados de la mano de quienes no se interesarán por ellos, sino en la medida que sus dramas puedan ser explotados para el beneficio propio. Y al no poder utilizarlos tal cual se proponían, los difamarán o marginarán, a la manera del travesti de la narración, buscando la ruina del protagonista incluso antes de haberlo dejado empezar a figurar.

Figuración versus destrucción son entonces los binomios donde se desmadejan las pequeñas historias de Temporada para suicidios, con la diáspora cubana de fondo, pero sin el látigo en la pluma a la manera de Zoé Valdés. En la suya, Manuel Adrián López se acoge mejor a la simulación y el tatuaje, para que el texto quede “escrito sobre un cuerpo” de deseo dable de enarbolar las preocupaciones, críticas, señalamientos y desproporciones del ser cubano. Y si, como indica Severo Sarduy, “escribir es apoderarse de lo dable y de sus exclusiones”, no es menos cierto que exponerlo con acierto resulta ser también una labor igualmente efectiva y necesaria, en el juego de sustracciones y adiciones que conlleva el ejercicio literario.

Manuel Adrián López ha aceptado el reto y lo ha llevado a cabo con sensibilidad e inteligencia, guiando al lector e involucrándolo como participante activo en el entramado narrativo, que esta nueva entrega de su producción propone, a fin de seducirlo con la cadencia de sus voces y su lenguaje. Para decirlo con las palabras de ese gran alquimista del verbo, Reinaldo Arenas: “Ahora, en este breve respiro que nos concede la calma, uno puede detenerse y pensar; uno puede cerrar los ojos (abrir los ojos) y mirar. Uno puede empezar a interpretar. Uno puede empezar a amar. Pues cuando todo eso sucede, cuando, tan raramente, se provoca ese hechizo, se produce esa luz, se recogen las voces y uno empieza a sentir el verdadero ritmo de las cosas”.

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