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Para leer: “Sinfonía salvaje” de Frederick A. de Armas

“La ilusión está programada, configurada con el mismo empecinamiento y la misma minuciosidad que la realidad que, en ese grado de reflejo milimétrico, excesivo, ya no la precede”, apunta Severo Sarduy a propósito del simulacro. Y es, justamente, esta percepción de lo tangible lo que Sinfonía salvaje, publicada en Madrid por la editorial Verbum, nos brinda como visión de La Habana entre dos mundos, es decir, como representación de la ciudad oscilando entre la caída de Fulgencio Batista y el ascenso de Fidel Castro. En este filo, el autor construye los altibajos de sus personajes, y las descripciones de casas y paisajes recuperables únicamente hoy como ejercicio memorístico, no exento de nostalgia por lo tenido y perdido.

Las memorias propias y las de un amigo de infancia, facultan al narrador para reconstruir los esplendores finales de la burguesía antes del exilio, haciéndolos confluir en una última fiesta cual sinfonía salvaje o canto de cisne, que quedará silenciado por la violencia del régimen sobre los jardines de la mansión donde se convoca a todas las presencias. En ella convergerán Carolina, Chiquito, la Condesa, Guillermina, Odette, Clotilde, Robertico, como caracteres puestos a movilizar el argumento, desde un lenguaje que, siguiendo el sarduyano, recurre desenfadadamente al enmascaramiento y el choteo.

Asesinos, damas de sociedad, travestis, revolucionarios, militares, periodistas, policías, mayordomos, artistas ocultan y se ocultan, cincelando el argumento con la exuberancia de sus gestos, en espacios donde la plétora de objetos y detalles arquitectónicos enmarca las aventuras, no menos laberínticas, de quienes harán de sus existencias un teatro para la quimera y el artificio. Con cada representación, el lenguaje trazará una red semántica dable de envolver el movimiento, propio de la anamorfosis barroca, de historias sin solución ni continuidad; para que, desde el espacio de lo abierto, estas se imbriquen con los eventos históricos, llevándolos a la irrisión pero sin perder su capacidad de sacudir y sorprender.

Es así como del “caimán barbudo” a la “guarida de los gusanos”, pasando por la “chusma intransigente”, las distintas figuras recorren un cúmulo de sucesos y acontecimientos que van del high al low sin transiciones. Como reproducciones sin profundidad de un original, que los trasvases político-sociales han desvanecido, reiteran con el camp de sus diálogos la estampa de un país a punto de hacer agua, verídica y metafóricamente. “Imagino que los barbudos piensen más en comedias como Pillow Talk con Doris Day y Rock Hudson”, le dice Carolina a Odette, para recalcar el absurdo de la situación pero, simultáneamente, espejear las directrices del drama por venir. Un drama donde el aislamiento, la intolerancia, la violenta represión y el rechazo al progreso democrático han, por más de seis décadas, forzado al cubano a exilarse internamente o, en ocasiones, lanzarse al mar para huir hacia tierras más abiertas e inclusivas.

Pero para los protagonistas de esta novela, la vida es aún un puro presente donde todavía pueden disfrutar de una ciudad a la vanguardia de la modernidad latinoamericana, que le brinda a Odette la posibilidad de “pedir el famoso Elena Rus Sándwich con pavo asado, queso crema y mermelada de fresa” y a Carolina su Club Sándwich, antes de seguir hasta la heladería de moda a por un sorbete de chocolate Menier y un mantecado. Y es esta perspicacia para adentrarse en los pormenores de la pequeña historia lo que imanta la lectura, permitiéndole a quien se ubica del otro lado del texto reconstruir aquella época o recobrarla a fin de evitar su hundimiento definitivo, como las balsas de tantos cubanos que no lograron alcanzar el sueño de libertad.

La crítica al estado de sitio permanente, desde el triunfo de una revolución donde otras naciones latinoamericanas como Venezuela sufren igualmente hoy las consecuencias, tiene en la “alianza entre barbudos y lobos” su alegoría más certera; pues “sabemos muy bien cómo son los lobos: crueles, hambrientos, destructores de toda civilización”. Ello se contrapone en el texto a las celebraciones de una élite confiada en las perspectivas de futuro; tanto como en la utopía de quienes vieron, con la entrada de “los barbudos” a La Habana, el comienzo de una era de avances muy distinta al atrasado presente de la Isla.

El final de fiesta sobre “los placidos jardines de Felicia”, plagado ya de caos y muerte, precipita la diégesis hacia el abismo, destruyendo aquel sueño e instaurando el nuevo orden; si bien la prensa censurará la inmensidad del daño calificándolo de “pequeño accidente”. Claro; a partir de aquí los desmanes de la dictadura dejarán de tener eco en los medios de comunicación, quedando silenciados o desvirtuados a fin de comenzar a poner en su lugar la maquinaria represiva dable de garantizar la continuidad del régimen, pese al anquilosamiento creciente de sus estructuras.

La persecución de un asesino en serie, que ahoga a sus víctimas femeninas con un pañuelo de seda y que ya había hecho su aparición en El abra de Yumurí, novela anterior del autor, desvía momentáneamente el argumento hacia la novela negra; aunque el detective aquí no tendrá el arrojo de los protagonistas del género sino, espejeando al sargento de policía puesto a investigar el caso, es “como un gato metido en una bolsa que no sabe cómo salir y se deleita en la confusión”, tal cual apunta irónicamente Carolina.

Dicha confusión irá disfrazando y falseando los contenidos, y enmarañando todavía más el caudal de situaciones donde Frederick A. de Armas se detiene con gusto, haciendo gala de una fina ironía, que le permite devolverse a una ciudad para la cual, volviendo a Severo Sarduy, crea “un código paralelo, reductor y legible, que nos permita el acceso y la orientación en un espacio que ya no contiene ningún índice”. Un espacio, entonces, en cuyo entramado todo es posible; al menos desde la página sobre la cual La Habana queda tatuada, como sobre un cuerpo ofrecido de ilusión y deseo perennemente truncados.

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