“Una de las grandes fallas de la literatura hispánica es la escasez de memorias. No tenemos un Saint-Simon ni una Sevigné” se quejaba Octavio Paz, cuando al encontrarse ante la imagen de María Luisa Manrique de Lara —la amiga, protectora y confidente de Sor Juana Inés de la Cruz— no hallaba un rostro que darle, no podía elucidarla ni afirmarla; solo sugerir, intuir, suponer. Se dificulta así el proceso de esclarecimiento de la vida que moviliza al autor y por ende la obra de la cual no puede desligársele. Además, la autobiografía siempre ha sido de suma utilidad para la escritura personal, no hay sino recordar lo importante de Saint-Simon y Madame de Sevigné en las obras de André Guide y Marcel Proust, respectivamente.
En nuestro imaginario, Victoria Ocampo, Julio Ramón Ribeyro, Alejandra Pizarnik, Ricardo Piglia, Jaime Gil de Biedma, Josep Pla, entre muchos otros, nos dejaron diarios puntuales, indispensables no solo para entender mejor otras obras por ellos escritas, sino para poner en perspectiva su época y hacerla historia. Algo que Hilario Barrero ha abordado en Nueva York a diario, editado en Gijón por la editorial Impronta, con sensibilidad e inteligencia. Uno más en su serie de diarios, publicados cada dos años desde el inicio del nuevo milenio; si bien, ya desde la infancia, el autor solía hacer acopio de remembranzas y experiencias que luego encontrarían su lugar en una escritura dable de velar para reservar y reservarse: “Desde los primeros de temblorosa letra y signos ingenuos, pasando por los telegráficos, densos y angustiosos los de la mili y los de ahora más reflexivos, todos han ocultado varias incógnitas que el tiempo ha ido oxidando o ha ido resolviendo”.
Y es esa labor de representación, donde el yo autobiográfico se afina en la espera de lo que le hurta al lector enmascarándolo, la operación clave para armar el entramado de lo vivido y hacerlo presencia, útil no solo para autoafirmarse sino para encontrar respuestas a las preguntas concernientes al ser y el parecer. De hecho, los temores, ansiedades e indefiniciones propios del devenir adquieren densidad y consistencia desde las páginas a ellos consignadas y quedan cristalizados en el paso de los días, pudiendo su hacedor devolverse hasta los signos que marcaron su acontecer y hoy han desaparecido: “Se cae la casa donde en otro tiempo una familia fue feliz, se hunde el techo de un comedor donde una madre se sentaba alrededor de una mesa camilla y desde un mirador veía pasar la gente y la vida. Una ciudad donde apenas queda nada de lo que yo dejé”, puntea Barrero, cerrando un capítulo de su existencia que, sin la mediación del diario, se habría perdido para siempre.
Familiares, amigos, conocidos y desconocidos se articulan en geografías afines desde la pequeña historia, cobrando consistencia y enmarcando el lugar de la atención, fragmentariamente. Piezas de un todo muy personal entonces, pero no obstante cercano a un lector atento a sus contenidos, pues ahí reside la (e)(a)fectividad del diario: en su capacidad para fundar una cercanía crítica consigo mismo y consagrar una distancia amorosa con su asunto, donde el nudo de lo narrado lo conforma el escritor pero sin anegarlo ni monopolizarlo, para que quien se ubica del otro lado del texto encuentre puntos de contacto con su propia biografía: “Cada mañana un rostro distinto, como la vida; al mediodía una nueva postura, como el amor; cada noche una sombra antigua y espesa, como la muerte (…). En Nueva York te contemplo a ti, ciudad de Manhattan, en Gijón te contemplo a ti, mar Cantábrico: espero que de tanto miraros me condene ahora que ya estoy salvado”.
A caballo entre paisajes, hábitos y costumbres, Barrero traza un mapa cuyas coordenadas, sin embargo, convergen en Nueva York, la ciudad escogida a la cual, como Ítaca para Ulises, siempre vuelve después de sus viajes reales e imaginarios, dentro de un tiempo elástico para que pueda doblarse sin romperse, cuando los vientos y mareas del haber busquen arrasar con lo vivido. Reparar la barca, clavar lo que fue arrancado por los fenómenos meteorológicos íntimos es la labor que el yo emprenderá, siempre como si no estuviera allí; como si lo que discurre frente a sus ojos estuviera en otra parte. Salvación y condena del exilado, esta operación, pues lo redime pero simultáneamente le obliga a enfrentar la desterritorialización, con todo lo que ella comprende: casas, rutinas, relaciones, sucesos, eventos, en una suerte de disgregación del ser, donde la escritura es la aguja presta a apedazar los girones rescatados al naufragio de los años: “Hoy para mí, no era un día fácil. Tenía cita en las oficinas de la Seguridad Social para ingresar en las filas de los oficialmente jubilados (…). Al llegar a casa, cargado con una carpeta con la documentación y el peso de no ser nada más que un número, una sombra y un cheque, suena el teléfono. Es mi amiga que, entre llantos y con voz entrecortada, me dice que A.C. se ha suicidado. He sentido dos muertes en una”.
Lo pretérito únicamente calza en el ahora por interposición de la añoranza; ese sentimiento que la acumulación de las hojas en el calendario agudiza hasta el dolor, muchas veces simulado bajo el ropaje de una febril actividad: travesías, espectáculos, encuentros que, en el caso del artista, el músico, el escritor se vuelcan en la obra para darle sentido a ese transcurrir y transcurrirse. Ya lo dijo Marcel Proust: “cada ser humano vive en proporción a lo que crea”; de ahí que Hilario Barrero insista en el valor de la literatura, propia y ajena, en una labor de permanencia que desafíe el paso de las estaciones y sus huellas, físicas y anímicas, sobre la piel y el alma: “Ahora estás ocupando un espacio en la estantería de una biblioteca con unos cuantos libros que nadie lee ni a nadie interesan (…). Ese es el futuro que te espera, no importa que tú pienses que alguien te leerá dentro de muchos años. No quedarás en nada ni en nadie”.
Certeza o incertidumbre de permanecer para hacer una obra o hacer una obra para permanecer. Dos contingencias que recorren indeleblemente las páginas de Nueva York a diario, preparando a su hacedor para lo que vendrá después y sobre lo cual no tendrá control alguno: únicamente especular ante la eternidad y el abismo, donde confluyen los espacios donde se asienta el ser y anclan definitivamente los recuerdos.