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Alejandro Varderi

Para hablar sobre el amor (I)

Esa aberración que primero se sirve del cuerpo
y luego tiene que reconocer sus limitaciones
sin aceptarlas, ese deseo que está más allá
de toda capacidad física y para el que la
saciedad de los sentidos no es un final sino
un estorbo que no le impide renacer, es el amor.
Juan García Ponce

 Debo confesar que el contacto con los Diálogos de amor (1535) de León Hebreo (1460-1521) también conocido como Leo Hebraeus o Jehudah Abranel, fueron todo un descubrimiento en cuanto a mi manera de reflexionar en torno al amor y al deseo. Asombra la actualidad de esta obra escrita en el siglo XVI entre numerosas vicisitudes y exilios debido a la condición judía del autor. En ella partimos de la idea de que el amor como sendero del conocimiento, es la fuerza dominante y fin último del Universo. Siguiendo la afirmación de Menéndez Pelayo, acerca de que el amor es “doctrina profundamente armónica, y aún más unitaria que armónica, en la cual entran concordados y sin violencia Aristóteles y Platón”, observamos que si bien los textos se fundamentan en la filosofía platónica, el móvil es aristotélico, es decir inmóvil, como el motor del cual nos habla en el libro “Alfa” de su Metafísica donde se pregunta: “¿Qué es lo que mueve sin moverse?” Y uno podría responder, el amor, porque el motor mueve a la esfera como el amado mueve al amante.

León Hebreo indaga y expone la naturaleza del amor en Dios y en el hombre, llegando a la conclusión de que el objetivo del amor no es la posesión sino la alegría del amor como idea, en su sentido ideal de correspondencia y bondad encarnadas en el ser querido. Dicha exposición sigue la forma dialogada, muy en boga para la época, en boca de dos interlocutores, Philón y Sophía, que no son sino desdoblamientos del autor mismo.

Cervantes asimiló esta idea a la perfección, citando repetidamente a Hebreo y sintetizando su pensamiento en las palabras puestas en boca del Tirsi de La Galatea donde el cuerpo solo es amor en el sentido corpóreo, cuando es estéticamente perfecto como cuerpo vivo, y como creación humana a través de su representación en estatuas y monumentos. Sin embargo, es el amor no corpóreo o amor del entendimiento el auténtico, pues va dirigido hacia lo divino y eterno y no hacia lo material y caduco. Ambos escritores distinguían, pues, entre amor y deseo.

Es justamente el sentido que se da al amor y al deseo, el origen de la disputa en los diálogos. Philón siente amor y deseo por Sophía, y Sophía responde que ese modo de pensar es solo producto de la pasión ya que ambos sentimientos parecen “contrarios afectos a la voluntad”. Philón, por su parte, utiliza la posesión como argumento para hacer convivir al amor y al deseo, pues al poseer algo dejamos de desearlo y casi siempre de amarlo. A esto Sophía replica diciendo que se ama lo que tiene ser y se desea lo que no lo tiene, por tanto ambos sentimientos no pueden congeniarse. El conocimiento debe preceder al amor, solo amo lo que conozco; o podríamos quizás apuntar con Nietzsche que en última instancia lo que amamos es nuestro deseo y no lo deseado.

Al afirmar Hebreo en boca de Philón que “el fin del hombre consiste en las acciones honestas, virtuosas y sabias, las cuales preceden a todos los hechos humanos y a todo otro amor y desseo”, sienta las bases de su trabajo dentro de la filosofía platónica y se acerca al concepto del Ser. Y es que solo a través de la honestidad puede filtrarse “lo deleitable” como amable necesidad y no como deseo sujeto al desamor, una vez que este ha sido satisfecho. De ahí que la honestidad, virtud al fin, resulte clave en el trazado del sendero que conduce al amor a Dios como fin último de los diálogos. Dios ama, el hombre desea.

Es, pues, en el momento cuando Sophía introduce la pregunta acerca de la condición del amor humano y el divino, cuando el sendero quedará trazado. En el primer caso, a través de la explicación de lo que es la honesta amistad, una de las más hermosas definiciones que he leído nunca: “El verdadero amigo es otro yo mismo, para dar a entender que los que están en verdadera amistad tienen doble vida constituyda en dos personas: la suya y la del amigo; de tal manera, que su amigo es otro él mismo y que cualquiera de los dos abraça en sí dos vidas conjuntamente: la suya propia y la del amigo”. Y en el segundo, mediante la honestidad en sí misma, que a fin de cuentas está contenida en el amor divino; amor sin principio ni bordes, igual a la banda de Moebius. Imagen del Creador como continente de todas las virtudes y del conocimiento absoluto y, por ende, imposible.

Ante esta imposibilidad, el ser humano pone su felicidad en el acto mismo de entender más que en intentar siquiera conocer todas las cosas, pues en el entendimiento reside la facultad de conocerlas potencialmente. A partir de este razonamiento, Hebreo llega a Dios como hacedor y sujeto divino de copulación —“con Dios os copularéis”— en un acto de felicidad última. Y no podría ser de otro modo, pues esa conversión amante-amado-amante que exige el amor perfecto, se encuentra desligada de los apetitos terrenos del cuerpo como objeto y solo puede lograrse en el terreno espiritual.

Como amor “deleytable” al fin, el de Philón por Sophía está a punto siempre de entrar en el terreno del deseo, que una vez satisfecho se pierde como amor y se transforma en indiferencia. Sin embargo Philón salva la situación cuando manifiesta que la cualidad de lo deleytable compete al tipo de sentidos que se proyectan sobre el objeto amado. Entre los cinco, gusto y tacto son los que por su sensualidad —hambre de estómago y de vientre, respectivamente— deberían limitarse. De hecho, si “el amor proviene de la voluntad o del apetito y se imprime en el sentido”, la forma como madura el amante estará signada por la razón, que pierde en tanto más se acerca a su meta, es decir, la consecución del objeto amado.

En el segundo diálogo, León Hebreo nos lleva hacia el porqué del hombre y su semejanza con Dios. El hombre como cuerpo organizado otorga divinidad a la idea de las cosas; de ahí la existencia de los dioses y la mitología. Una idea manejada por Hebreo desde la óptica platónica, es decir, como principio formal incorpóreo” continente de una esencia formal, una personalidad propia. Vicios y pasiones guardan entonces su propia esencia y se complementan para darle al universo totalidad, por eso ambos son necesarios para el mundo. Hebreo lo sabe y no les escatima el ser imprescindibles.

El autor parte de dos principios, el de los dioses y el de Dios. Principios antagónicos, pues no podemos perder de vista que la religión quiere convertir, en tanto la mitología solo busca mostrar. A través del primero, Hebreo expone los orígenes del Olimpo dentro de la tradición clásica grecorromana. Con el segundo se centra en su objetivo fundamental, entender a Dios como umbral que mueve al mundo, ya no desde la inmovilidad aristotélica, sino desde la infinitud de Dios como comienzo, fin y móvil absoluto de todas las cosas, la esencia de las cuales no está en ellas sino en Él.

Para el tercer diálogo que trata de los orígenes del amor, León Hebreo vuelve a Platón a fin de explicar la constitución y los cambios del alma que se mueve circularmente al interior de su doble naturaleza, intelectual y corpórea; el individuo observa entonces desde estas dos naturalezas, acercándose con su alma al “entendimiento divino”. De la similitud entre amor y deseo —el uno como “principio” del otro— en el hombre, el autor llega a la manera como ambos sentimientos se manifiestan en Dios, quien igualmente “ama y dessea”. Ama la totalidad por Él creada, y desea para ella lo que le falta, es decir, Su perfección.

De acuerdo con Platón, siendo el amor “desseo de cosa hermosa que falta”, los dioses como poseedores de la belleza total y perfecta no tenían amor sino que actuaban como intermediarios entre Él y los hombres; del mismo modo, Dios por ser amor no lo tendría. Sin embargo, en este punto Hebreo es aristotélico y se justifica aplicando su máxima: “Amigo soy de Sócrates y Platón pero más amigo soy de la verdad”, pues se resiste a negar que en Dios no haya amor. Sophía cual es su costumbre lo contradice, ajustándose a la teoría platónica, que Philón vuelve a rebatir hasta convencerla de que, al ser Dios amor y haber creado a partir de él todas las cosas, también lo tiene en las cosas creadas, existentes solo a partir de la posesión de ese amor que las sustenta, tal cual veremos en la segunda parte de este artículo.

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