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Panza de burro de Andrea Abreu 

Tenerife es de la isla de mayor extensión de las Canarias, se ubica cerca de las costas africanas y por temporadas se cubre de unas nubes grises, un fenómeno conocido como panza de burro. Andrea Abreu (1995, y oriunda de Tenerife) titula así esta novela mínima donde las protagonistas viven unos meses de su infancia, viendo hacia el volcán tapado de nubes.

El lenguaje está regido por esa actitud volcánica donde lo que transmite sobrepasa las reglas ortográficas y la gramática tradicional. Se va elaborando un idioma propio que se constituye a oídas por una niña de diez años a través de

a) castellanización (Jómer el de los Sinson, pac de yogures, guenboi advans, foquin, mésinye);

b) de las onomatopeyas alargadas (jijijiji por risa infantil, jucujucujucu por vómito, tututún por latidos);

c) del sonido fonético (miniña, vamos pal baño, güevo);

d) anglicismos, pero sobre todo los insultos que, por serles sagrados, se escriben con la ortografía correcta (Isora llama a su amiga Shit, con cariño, y a su abuela Bitch, con profundo rencor) y, sobre todo;

e) la cultura pop de los noventa (Jennifer Lopez, Cactus de las Supernenas [Bellota de las Chicas Superpoderosas], barbies, Los Simpson, Aventura, Hotmail, pókemon, Pasión de Gavilanes, las Torres Gemelas).

La dinámica de la narración es la de un arrebato. En su mayoría las oraciones son breves (los capítulos también) pero se encadenan de forma que hay leerlos de corrido, como maratonista. Aquí un ejemplo iniciando la novela: «Yo me levanté y la seguí. La hubiese seguido al baño, a la boca del volcán, me hubiese asomado con ella a ver el fuego dormido, hasta sentir el fuego dormido…». Esa exaltación está en el uso de tantos verbos seguidos en esta cadena: se levanta, la sigue, la sigue (en un caso hipotético), se asoma, siente. Aquí la poética no está en la adjetivación, como suele ocurrir, sino en los personajes vivos que actúan.

Isora es quien maneja la amistad, la isla y a sus habitantes. La narradora, más discreta, su amiga servicial y quizás enamorada, explica que «Isora se inventaba las reglas de todos los juegos…», y con esto quiere decir que dominaba su vida, quiere decir que es el Sancho Panza. Está subordinada a Isora, sí, pero es la dueña de la narración y el lenguaje, y en los últimos capítulos, como se espera de un bildungsroman, hay un cambio en su relación.

Quizás lo menos esperado, después de un tiempo, se vuelve lo más esperado y demasiados libros contemporáneos nos han acostumbrado a un no final, a una falta de cierre y, de repente, encontrarse con un final trágico es sorprendente. Sobre todo en este texto tan escatológico, tan lleno de humor. El último golpe no es suficiente si no se le da la ejecución adecuada. En esta novela corta y bulliciosa funciona: acaba en un silencio cotidiano, contundente, como quien no acepta la cosa.

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