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Adrian Ferrero

Panorama de otoño (inéditos)

Muerte por otoño

Por aquellos tiempos

la tristeza se declinaba

en muchos tiempos verbales.

Por ejemplo, decir:

hoy es un verano 

de pleno julio.

O bien:

este otoño

irrumpe con potencia

de vendaval

en pleno noviembre

sobre las hojas dispersas

como pequeños cadáveres

ahora inertes.

Sin clorofila, 

sin fotosíntesis.

Aquí y allí se desplazan 

estos desprendimientos, 

esta lluvia casi marejada 

que con su ímpetu

arranca como jirones

las hojas lanceoladas,

o bien de un amarillo incandescente

que me recuerda 

el rostro de algunos soles.

Yo no barro jamás la vereda

con escoba y pala

para después incinerarlas

en grandes parvas

en el jardín.

Me inclino en este otoño

por preservar 

a todas las especies 

hasta que 

la muñeca decapitada

de una niña 

se interpone entre yo

y el universo.

Tomo a la muñeca

entre mis manos.

La abrazo,

la seco,

la arropo.

Procuro torpemente recomponerla.

Es el vestigio último

de un pasado

desbordante de infancia.

El invierno ha matado

con sus temperaturas crueles

a esta muñeca 

que procuro rescatar

de entre la maraña 

de los residuos y las algas.

Entre ventarrones,

agua corriendo 

por entre los cordones

de la vereda.

Agua no de vertiente

(de eso pueden estar

bien seguros)

sino un agua sucia,

con inmundicia,

dispuesta a pudrir las hojas.

Dispuesta a hacer

de un motón de hojas

un montón de muerte,

un montón 

de olores nauseabundos.

No obstante, 

algunas hojas todavía flotan,

pequeños barquitos de papel,

piezas de origami.

Este no es el Mar Muerto.

Es tan solo un hilito de agua

que oxida, mata, 

cubre de herrumbre 

en este otoño desapacible.

Un otoño que duele

en el cuerpo. 

Un otoño 

que conduce derecho al olvido,

por la boca de tormenta

en la que desagotan 

estos residuos

de lo que antaño

fuera un sagrado recinto:

un cedro como un catedral.

Las ramas del árbol 

están vacías.

Pueden apreciarse como brazos.

No me extraña.

Son estos tiempos desangelados

en los que el universo se derrumba,

cae como las hojas,

sin dejar detrás de sí, 

más que los últimos destellos

de lo que fuera 

la copa poblada de un tilo.

Ahora es raquítico, yace enteco

y se dispone a soñar

una primavera inminente.

La mejor temporada

en la que los brotes estallan,

las flores con ímpetu

irrumpen en el mundo

mostrando los colores

de varias faldas de mujer

en medio de una tienda

de ropas.

Año 2022: ¡allá vamos!

 

Estación Venecia

Había una vez un arlequín 

en ese cuadro de papá,

con marco de color dorado

y vidrio/cristal transparente

como el agua del Mar Caribe.

Ese arlequín 

del carnaval de Venecia,

dispensaba asombro a toda la gente.

Yo no cesaba de llorar 

así como no cesaba de reír

frente a sus facciones

tan amenazantes.

Paradojas de un sujeto

espectador de un paisaje

con un protagonista

(un arlequín vestido de rombos)

que despliega su estar

en lugar de su ser.

¿Es el arlequín 

el que me asombra

o es el otoño

que hace volar las hojas

arremolinándolas 

formando una pequeña espiral? 

Muere de vida este arlequín.

Seguirá despuntando cada noche

antes de que haya amanecido

con el sol 

del mismo color

que las arenas de un desierto.

¿de Gobi, de Atacama o del Sahara?

Lago de Ginebra 

o lago de la Patagonia argentina.

En fin, son esas cosas

que solo un arlequín

enmarcado su cuerpo, su rostro

en el living de mi casa

es capaz de hacerme sentir,

por lo general por las noches.
Cuando mi casa y la ciudad

están en silencio

creo escucharlo.

No blasfema, 

pero tampoco ríe.

Presiento estupor

y algo terrible,

una catástrofe,

de solo echarle una mirada

al desplazarme por casa.

Me topo con su antifaz.

Es eso. 

Tanto rostro encubierto.

¿Qué oculta esa máscara oscura?

El otro lado de la luna.

Panic attackt

Es hora de retirarse del poema.

El poema ahora se independiza

de la mirada de todos.

Poética forma de marcharse

de un Edén plagado de miedos.

Es la ambigüedad 

de las cosas más inciertas.

El ajedrez del mundo,

acaba de comenzar

una nueva partida.

 

Panic atackt

Una vez más

enciendo la computadora,

y vuelvo a apagarla.

Vacilaciones.

Comprendo que lo que escriba

quedará guardado hasta mañana

de modo indeleble.

Que nada debe apremiarme.

Camino 

por el borde de los acantilados.

Me doy cuenta 

de que puedo morir

de miedo, 

de palpitaciones desordenadas

que se aceleran.

Bombea la aorta

de modo descomunal

la suprema sustancia

de un ser vivo.

Pareciera irritada.

Ahora dejaré de ser

pantalla de computadora,

para convertirme

en poema impreso

del anverso y el reverso 

de la vida.

Me doy vuelta.

Puedo apreciar el humus,

las flores que no han muerto, invictas.

Algunos animales

que han permanecido

en silencio.

Hablo en voz baja. 

Es que tan solo escribo.

No quiero hacer trizas

como un vidrio

la superficie del silencio.

No quiero despertar a nadie.

Ni siquiera a las flores. 

Es la voz del acantilado

que también me hace sentir

cómo el pedregullo

se desploma.

Me inmovilizo.

Paralizado de terror

apenas puedo escribir

la señal

de que este es el gran final.

No toco una corneta,

ni acaricio a la sedosa guitarra.

No. 

Es tan solo la mejor forma,

de perecer.

No arrojándose al vacío,

como lo haría un desesperado,

sino imaginando

lo que sería morir

deslizándose por la ladera

de un cerro, rodando.

La muerte 

ignoro si alguna vez llegará o llegó.

Estoy demasiado cómodo

por dentro 

de las cuatro paredes

de este poema.

Deberé partir de él

de modo inminente.

Tan solo soy

su despedida audaz.

Arrivederci.

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