Muerte por otoño
Por aquellos tiempos
la tristeza se declinaba
en muchos tiempos verbales.
Por ejemplo, decir:
hoy es un verano
de pleno julio.
O bien:
este otoño
irrumpe con potencia
de vendaval
en pleno noviembre
sobre las hojas dispersas
como pequeños cadáveres
ahora inertes.
Sin clorofila,
sin fotosíntesis.
Aquí y allí se desplazan
estos desprendimientos,
esta lluvia casi marejada
que con su ímpetu
arranca como jirones
las hojas lanceoladas,
o bien de un amarillo incandescente
que me recuerda
el rostro de algunos soles.
Yo no barro jamás la vereda
con escoba y pala
para después incinerarlas
en grandes parvas
en el jardín.
Me inclino en este otoño
por preservar
a todas las especies
hasta que
la muñeca decapitada
de una niña
se interpone entre yo
y el universo.
Tomo a la muñeca
entre mis manos.
La abrazo,
la seco,
la arropo.
Procuro torpemente recomponerla.
Es el vestigio último
de un pasado
desbordante de infancia.
El invierno ha matado
con sus temperaturas crueles
a esta muñeca
que procuro rescatar
de entre la maraña
de los residuos y las algas.
Entre ventarrones,
agua corriendo
por entre los cordones
de la vereda.
Agua no de vertiente
(de eso pueden estar
bien seguros)
sino un agua sucia,
con inmundicia,
dispuesta a pudrir las hojas.
Dispuesta a hacer
de un motón de hojas
un montón de muerte,
un montón
de olores nauseabundos.
No obstante,
algunas hojas todavía flotan,
pequeños barquitos de papel,
piezas de origami.
Este no es el Mar Muerto.
Es tan solo un hilito de agua
que oxida, mata,
cubre de herrumbre
en este otoño desapacible.
Un otoño que duele
en el cuerpo.
Un otoño
que conduce derecho al olvido,
por la boca de tormenta
en la que desagotan
estos residuos
de lo que antaño
fuera un sagrado recinto:
un cedro como un catedral.
Las ramas del árbol
están vacías.
Pueden apreciarse como brazos.
No me extraña.
Son estos tiempos desangelados
en los que el universo se derrumba,
cae como las hojas,
sin dejar detrás de sí,
más que los últimos destellos
de lo que fuera
la copa poblada de un tilo.
Ahora es raquítico, yace enteco
y se dispone a soñar
una primavera inminente.
La mejor temporada
en la que los brotes estallan,
las flores con ímpetu
irrumpen en el mundo
mostrando los colores
de varias faldas de mujer
en medio de una tienda
de ropas.
Año 2022: ¡allá vamos!
Estación Venecia
Había una vez un arlequín
en ese cuadro de papá,
con marco de color dorado
y vidrio/cristal transparente
como el agua del Mar Caribe.
Ese arlequín
del carnaval de Venecia,
dispensaba asombro a toda la gente.
Yo no cesaba de llorar
así como no cesaba de reír
frente a sus facciones
tan amenazantes.
Paradojas de un sujeto
espectador de un paisaje
con un protagonista
(un arlequín vestido de rombos)
que despliega su estar
en lugar de su ser.
¿Es el arlequín
el que me asombra
o es el otoño
que hace volar las hojas
arremolinándolas
formando una pequeña espiral?
Muere de vida este arlequín.
Seguirá despuntando cada noche
antes de que haya amanecido
con el sol
del mismo color
que las arenas de un desierto.
¿de Gobi, de Atacama o del Sahara?
Lago de Ginebra
o lago de la Patagonia argentina.
En fin, son esas cosas
que solo un arlequín
enmarcado su cuerpo, su rostro
en el living de mi casa
es capaz de hacerme sentir,
por lo general por las noches.
Cuando mi casa y la ciudad
están en silencio
creo escucharlo.
No blasfema,
pero tampoco ríe.
Presiento estupor
y algo terrible,
una catástrofe,
de solo echarle una mirada
al desplazarme por casa.
Me topo con su antifaz.
Es eso.
Tanto rostro encubierto.
¿Qué oculta esa máscara oscura?
El otro lado de la luna.
Panic attackt
Es hora de retirarse del poema.
El poema ahora se independiza
de la mirada de todos.
Poética forma de marcharse
de un Edén plagado de miedos.
Es la ambigüedad
de las cosas más inciertas.
El ajedrez del mundo,
acaba de comenzar
una nueva partida.
Panic atackt
Una vez más
enciendo la computadora,
y vuelvo a apagarla.
Vacilaciones.
Comprendo que lo que escriba
quedará guardado hasta mañana
de modo indeleble.
Que nada debe apremiarme.
Camino
por el borde de los acantilados.
Me doy cuenta
de que puedo morir
de miedo,
de palpitaciones desordenadas
que se aceleran.
Bombea la aorta
de modo descomunal
la suprema sustancia
de un ser vivo.
Pareciera irritada.
Ahora dejaré de ser
pantalla de computadora,
para convertirme
en poema impreso
del anverso y el reverso
de la vida.
Me doy vuelta.
Puedo apreciar el humus,
las flores que no han muerto, invictas.
Algunos animales
que han permanecido
en silencio.
Hablo en voz baja.
Es que tan solo escribo.
No quiero hacer trizas
como un vidrio
la superficie del silencio.
No quiero despertar a nadie.
Ni siquiera a las flores.
Es la voz del acantilado
que también me hace sentir
cómo el pedregullo
se desploma.
Me inmovilizo.
Paralizado de terror
apenas puedo escribir
la señal
de que este es el gran final.
No toco una corneta,
ni acaricio a la sedosa guitarra.
No.
Es tan solo la mejor forma,
de perecer.
No arrojándose al vacío,
como lo haría un desesperado,
sino imaginando
lo que sería morir
deslizándose por la ladera
de un cerro, rodando.
La muerte
ignoro si alguna vez llegará o llegó.
Estoy demasiado cómodo
por dentro
de las cuatro paredes
de este poema.
Deberé partir de él
de modo inminente.
Tan solo soy
su despedida audaz.
Arrivederci.