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Juan Pablo Gomez

Panamá antes de los papeles

El secreto de la vida es la honestidad y el juego
limpio, si puedes simular eso, lo habrás logrado.

Groucho Marx

Pocos países en América tienen una historia tan marcada por el oprobio como Panamá. Es uno de esos países que padecen la maldición temible de ofrecer una “ventajosa” posición natural y geográfica: estar pegado a un istmo. No quiero ni imaginar las consecuencias psicológicas o emocionales de una gente apegada a una tierra que se sabe lugar de paso, de tránsito, de aduana, de alcabala. Panamá no es nunca un destino, sino una incómoda sucesión de esclusas que rascan ferozmente los bolsillos de los navegantes a modo de impuesto por atravesar la casa.

Un lugar así debe tener una historia “opaca”, pensaría uno (ya que el término está de moda). Pero resulta que se trata de un devenir histórico de una complejidad tan densa y macabra que uno no puede evitar asomarse a ese pantano sin terminar precisamente “empantanado”. Panamá logró una parcial independencia de la corona española en 1821 y por aparentes razones de conveniencia y seguridad, corrió a unirse a ese proyecto fugaz de la Gran Colombia bolivariana. Cuando triunfó el divisionismo y fue liquidado el objetivo bolivariano, quiso permanecer unida a esa especie de estado federado de la Nueva Granada que terminó apropiándose del nombre bolivariano de Colombia, que tiene su origen en el del navegante genovés. El Estado colombiano acorralado por presiones y tentaciones norteamericanas, obtuvo 25 millones de dólares en 1903 y la promesa de atravesar libremente el futuro canal si otorgaba una especie de concesión especial de ocupación al gobierno de los Estados Unidos. El famoso tratado Thomson Urrutia. Eso que se llama en el lenguaje claro “una venta”.

Los norteamericanos iniciaron entonces el plan de construcción del canal que ya antes habían intentado los franceses. La inauguración aconteció en agosto de 1914 (mientras Europa se suicidaba) y se inició una relación enteramente colonial: ciudadanos de primera categoría frente a ciudadanos de segunda y tercera; un apartheid racial; un paraíso artificial para los estadounidenses que además gozaban de beneficios plenos costeados por el Estado panameño: mejores salarios, además de viviendas, salud y educación gratuitas. Aquella humillación hizo sentir a los panameños extranjeros en su propio territorio y Estados Unidos obtuvo ganancias millonarias astronómicas muy superiores a las del país del istmo. Así transcurrieron penosas décadas. Las protestas estudiantiles de 1964 y el posterior levantamiento militar de Torrijos parecían consecuencias previsibles de un intervencionismo intolerable. Torrijos emergió como el populista necesario que también  captó a la burguesía panameña. Además de abanderar una serie de reivindicaciones urgentes para su pueblo, inició un extraño proceso de radicalización liberal de la economía, creando un Estado de peculiares hábitos tributarios bastante alegres. En 1981, cuando Torrijos negociaba la concesión para la construcción del segundo canal con los japoneses, murió en un sospechosísimo accidente aéreo. Después vino Noriega a hacer de las suyas y pareció crear vínculos con el cartel de Medellín tan descarados que los norteamericanos optaron olímpicamente por una invasión a la vieja usanza, para recuperar el control, deponer a Noriega y encarcelarlo.

Ya la ubicación geográfica y el entramado comercial que allí confluía gracias al canal, otorgaban a este país un espacio idóneo para que el consumismo a mansalva se instalara. Durante décadas Panamá se convirtió en un gran mall en el que los países vecinos acudían a comprar televisores y toda clase de electrodomésticos. La competencia con Miami era notable en el cambio arquitectónico que experimentó la urbe, un paisaje tan mayamero que provoca entre admiración y lástima. La  imagen se tornó cada vez más grotesca con la invitación a los grandes capitales de dudosa procedencia. Cualquier canción de Rubén Blades fluye como contrapunto casi absurdo a esta república del asentamiento de los negocios que sólo buscan el lucro sin otorgar servicio alguno al bien social. La Escuela de las Américas, curiosamente, fue instalada allí por los norteamericanos con el fin de penetrar  en los ámbitos castrenses de toda América Latina y extender los tentáculos influyentes durante décadas con mano de hierro en países de tendencia política adversa, por así decir. El manto extraño de paraíso fiscal ha servido para que los ricos y poderosos del planeta busquen asesoría legal para realizar la ingeniería jurídica que permite a algunos  evadir impuestos, a otros blanquear capital, a otros conseguir testaferros, a otros facilitarles tramitaciones en otros paraísos fiscales y financieros, y a otros simplemente esconder fortunas difíciles de justificar. No todos los que salen en los “Panama Papers” tienen que ser delincuentes ni tienen  por qué haber cometido delito, dicen muchos casi desesperadamente. Puede ser. Los hoyos negros jurídicos son inmensos y la legalidad siempre es acomodaticia. Sin embargo, en el ámbito moral, ninguno de esos nombres tiene la más mínima coartada.

¿Qué es Panamá? Quién sabe. Tal vez un país caluroso, húmedo, sofocante, lleno de gente humilde y trabajadora, pero lleno también de gente extranjera que busca oportunidades para emprender negocios. Es decir, gente enganchada al capital y a las formas obscenas con las que el país brinda protección a aquel que no ofrece a la sociedad nada que no sean unas ganas desmesuradas de hacerse ricos cuanto antes. Cuánta falta le hace a Panamá una gran novela que penetre las esclusas de su memoria y su perpetua candidez contradictoria de lugar asediado desde siempre por el oprobio.

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