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La muerte de Artemio Cruz
viceversa

El padre, el hijo y el fracaso de la burguesía (Parte I): Sobre La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes

La muerte de Artemio Cruz, del mexicano Carlos Fuentes, es claramente el producto de un Zeitgeist en gran medida influenciado por la Revolución Cubana (como se hace evidente ya desde su dedicatoria “[a] C. Wright Mills, verdadera voz de Norteamérica, amigo y compañero en la lucha de Latinoamérica”). Como tal, la novela constituye tanto una ácida crítica al imperio de la burguesía en México o, más bien, a su fracaso histórico en lo que respecta al cumplimiento de las tareas democráticas tradicionalmente asociadas –al menos en los discursos clásicos del marxismo y el liberalismo– con dicha clase social, como una “alegoría nacional” o, incluso, una “ficción fundacional” –para tomar prestados dos términos de Fredric Jameson y Doris Sommer, respectivamente– en la que, sin embargo, la fundación de una nación, es decir la del “nuevo” México que emerge de esa gran labor de parto que es la Revolución, no es presentada con tono celebratorio sino, por el contrario, con todo el desencanto que la distancia histórica permitía y hacía, de hecho, casi inevitable en 1962 (fecha de publicación de La muerte).

Sería virtualmente imposible enumerar todos los pasajes en los que se deslizan, en el texto, rastros más o menos explícitos de esta actitud denunciatoria que puede ser considerada, al menos hasta cierto punto, la raison d’être de la obra. Si acaso, Fuentes se empeña demasiado en subrayar su desprecio por la burguesía de su país, desprecio que, por otra parte, parece también estar mezclado con una fascinación muy característica de la literatura latinoamericana y de la formación cultural misma de la “alegoría nacional”. Cuando se dice, por ejemplo, que Artemio Cruz le menciona a Padilla que han pasado por “veinte años de confianza, de paz social, de colaboración de clases; veinte años de progreso, después de la demagogia de Lázaro Cárdenas, veinte años de protección a los intereses de la empresa, de líderes sumisos, de huelgas rotas”; cuando se apunta que los sermones del cura Páez son de la tónica de que “la Providencia ha ordenado las cosas como son y así deben aceptarlas todos; todos deben salir a labrar las tierras, a recoger las cosechas, a entregar los frutos de la tierra a su legítimo dueño, un dueño cristiano que paga las obligaciones de su privilegio entregando, puntualmente, los diezmos a la Santa Madre Iglesia”; o cuando Gonzalo Bernal declara que “[l]os que quieren una revolución de verdad, radical, intransigente, son por desgracia hombres ignorantes y sangrientos. Y los letrados sólo quieren una revolución a medias, compatible con lo único que les interesa: medrar, vivir bien, sustituir a la élite de don Porfirio. Ahí está el drama de México”, por sólo citar tres ejemplos, la obra se acerca peligrosamente al terreno del panfleto.

No mucho más sutilmente, y ya casi al final de La muerte, Fuentes contrapone, en dos fragmentos que, a primera vista, parecen tener poca relación directa entre sí, los destinos de dos modelos de masculinidad mexicana distintos o, quizás, más bien alternativos, privilegiando sin duda uno de los dos modelos en el orden de lo ético, pero al mismo tiempo presentando a ambos como manifestaciones del carácter en última instancia improductivo de la totalidad de la burguesía de su país en el orden de lo real. Me refiero, concretamente, al capítulo titulado “(1939: Febrero 3)”, en el que se relatan los últimos días de Lorenzo, el hijo de Artemio, y al capítulo “(1955: Diciembre 31)”, en el que un ya bastante disminuido patriarca celebra una más o menos decadente, pero también más o menos inocua, fiesta de Nochevieja en la casa que comparte con su amante.

En el primero de estos capítulos, que por cierto –y muy significativamente– es el único de aquellos fechados (es decir, de aquellos que son narrados por un narrador omnisciente y en tercera persona) en el que Artemio Cruz no aparece para nada, más allá de la evocación epistolar de su hijo, se construye una narrativa alternativa al oportunismo adaptativo y carente de principios del patriarca por medio del recuento de los estertores de muerte de la Segunda República Española, causa célebre, y causa de instantáneas asociaciones trágicas, para la izquierda internacional del siglo XX. En esta historia, en efecto, y a diferencia de en la de Artemio, no sólo que los revolucionarios representados por Lorenzo pierden en toda línea, sino que el maniqueísmo político en el que es posible saber, en todo momento –y pese a los excesos y a las disensiones internas del bando republicano (a las que se hace referencia por medio del personaje de Miguel, quien “[h]abló mal de los anarquistas, que según [él] eran unos derrotistas y habló mal de los traficantes que le prometían a la República armas que ya le habían vendido a Franco”)–, cuál es la causa justa y cuál no, se mantiene gracias a la mera brutalidad del fascismo.

Así, en esta narrativa alternativa en la que el hijo, en la práctica, suplanta al padre y cumple con un designio más alto, propio de una causa perdida, que Artemio abandonó para poder sobrevivir, pero sobrevivir sin honor, jamás se da paso a la confusión del México post-revolucionario, que es caldo de cultivo de la corrupción (en las diferentes acepciones de la palabra corrupción, incluida la biológica, representada por el cuerpo podrido de Artemio en todos los capítulos en los que se relata su agonía).

 

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