Ya empezaron las lluvias, en este tiempo de confinamiento he tenido la oportunidad de ver como el prado de enfrente está pasando de paja chamuscada a un verde todavía tímido. Al principio, mi hermana marcaba los días desde el inicio de la cuarentena en una pizarra cerca de la cocina, con tiza blanca de escuela. Después de superar los treinta días, quien sabe por qué, si por el tedio o porque el jueves es igual que los domingos, dejamos de contar.
Hace unos días hablé con un grupo de amigos por videollamada. Uno es piloto y vive la peor pesadilla de su profesión: está estancado en tierra, no ha volado en más de un mes. En su vivienda no prenden el aire acondicionado a pesar de la ola de calor. A otro, en la planta de elaboración de catéteres donde supervisa, le redujeron la jornada laboral. Nos preocupamos por uno que no apareció y vive en Madrid.
Escucho en las noticias sobre camiones con cuerpos en descomposición, gente que desesperada y guiada por comentarios de un Presidente toma detergente, acaban en pabellones de intoxicados, cadáveres apilados en Ecuador. En la televisión mostraron imágenes de nicaragüenses abatidos, intentando cruzar la frontera nadando, porque Ortega, igual que Bolsonaro, reniega los peligros.
La familia estuvo consternada porque una prima tuvo que buscar la salvaguardia de la Embajada de Costa Rica para salir de Europa en algún chárter nocturno. Un amigo de mi hermana está atrapado en el extranjero. Son muchísimas las historias de conocidos, vecinos y amistades que no están percibiendo ningún ingreso. El gobierno liberó un poco las restricciones, pero los gimnasios y teatros están obligados a funcionar entre semana con 25% de capacidad y se negaron a abrir porque no es un modelo rentable.
Desde hace años voy a una cafetería pequeña en el barrio concurrida por los estudiantes de la universidad de enfrente que se encuentra cerrada por la pandemia. “Ustedes son los únicos clientes que nos quedan”, me dijo, mientras la propietaria salía a darle el paquete diario de comida que regala a los indigentes, “si la situación sigue así para julio, vamos a tener que cerrar”. No se sabe cual negocio con letrero de cerrado va a reabrir y cuál ya no más. El panorama de la ciudad (de cualquier ciudad) va a ser diferente cuando esto acabe.
Asimismo, se van enlistando los estragos del Covid-19 en el cuerpo, parece que cada vez extiende más sus antenas virulentas. Que además de neumonía puede generar encefalitis, sarpullidos, sabañones, émbolos de sangre que provoquen ictus cerebrovasculares, síndrome de Guillen-Barré, daño renal y, sobre todo, como la gripe española de 1918, la tormenta de citoquinas, cuando el sistema inmunitario responde de forma tan agresiva que se hunde en radicales libres y proteínas que inflaman los órganos resultando en la muerte.
A ratos el cielo queda suspendido con una capa de nubes oscuras pero no llueve, seguimos en la época de transición. Se pronostica una época de huracanes fuerte, es decir, este año se augura impetuoso desde todos los flancos. También se habla de una posible hambruna, una crisis alimentaria y logística que no se había visto desde la Segunda Guerra Mundial. A uno, decaído, no le queda más que apagar la televisión, sus noticas de vacas flacas, y sentarse a ver si es que va a llover o nos vamos a quedar en esta quietud insoportable.