Diversos hechos y conflictos en la historia de la Europa reciente parecen hacernos ver que la coexistencia de las diferentes culturas, etnias, tradiciones e identidades no siempre es una tarea fácil. Una vez más, normalmente coincide en épocas de crisis profunda, la cultura, la religión y los valores ajenos producen desazón y preocupación, así como son motivo de actitudes intolerantes.
Durante años, grandes ciudades como Nueva York, Ciudad de México, Londres, París, San Francisco, Los Ángeles, Sao Paulo, Singapur- por decir algunas- han forjado su mayúsculo atractivo, en gran parte precisamente por su capital étnico y cultural, por su diversidad de identidades individuales y colectivas, por su mezcla y mestizaje. Las diferentes identidades propician la idea despejada y extrovertida de la multiculturalidad e interculturalidad frente a la cultura predominante. Dar espacio a lo minoritario forma parte de la idiosincrasia de éstas y otras ciudades, y por ende, de los países que la circunscriben, y pese a que algunos de ellos recientemente se han mostrado discordantes con la movilidad humana.
La pandemia y la crisis que ahondó en la sociedad occidental a finales de la pasada década ha provocado una cerrazón colectiva y un repudio a lo «diferente». Abducidos por ideas utópicas e ideales imaginarios, derivados de sus propios procesos históricos, pudieron fabricar relatos y rituales presuntuosos para reconstruir sus identidades y sus propias singularidades, a veces sólo en el ámbito de la tradición y el folclorismo, que las diferencian del resto.
En este mundo virtual, de las redes sociales, el sentimiento de pertenencia se equipara al de identidad. Adolescentes y mayores lo hacen todo y más para pertenecer al grupo al que se identifican ideológicamente, y se aferran a estas comunidades como si no hubiera un mañana. Sus identidades chocan con las otras identidades con las que no se reconocen. Se crean constelaciones tribales en pro de las identidades asumidas, que no dejan espacio a las divergencias y crean este clima de conflictividad constante que se ha vuelto insufrible. Rememoremos las guerras y los enfrentamientos que se han producido a lo largo de la historia y que dibujan el actual mapa mundial. Internet permite hermanar y armonizar grupos, pero también crea intransigencia, repulsa y rechazo. O estás conmigo o contra mí, y así es como la identidad ideológica en un entorno globalizado puede ser limitante y obstaculizante mentalmente, pues al no concebir las mismas cosmovisiones se deja de compartir, de promover el entendimiento, de simpatizar con el otro.
Las identidades raciales, lingüísticas, religiosas, de género, deberían no ser excluyentes. Es funesto ver cómo la ortodoxia identitaria vigente en estos días impide muchas veces que uno viva sus identidades a su manera y de la forma transversal que quiera, a su gusto completamente, eludiendo las normas y directrices identitarias, sin agarrarse férreamente a opiniones e ideas determinantes y maniqueistas, sin contrastes ni matices. Movimientos nacionalistas que resurgen en muchos territorios o movimientos del despertar “woke” surgidos en ambientes estudiantiles, demuestran que la identidad puede ser una lacra si se toma todo al pie de la letra.
En tiempos de crisis y de reordenación mundial, las identidades nacionalistas han resurgido como algo reconfortante para las comunidades que se desahogan ejerciendo sus derechos e identidades nacionales y culturales, que merecen el máximo respeto, pero que no deberían ser un desvío para lograr hitos sociales colectivos que tengan una trascendencia real en el futuro, en conformidad con los intereses generales y el bienestar común de los ciudadanos que es de suma urgencia.
El deplorable espectáculo del éxodo migratorio en el Mediterráneo, por ejemplo, no debería quedarse en eso, en escenas de caos, desorden y sufrimiento, sino más bien debería ser un incentivo y reactivación para que los que están al mando (políticas estatales, empresariales, financieras, etc) tomen decisiones serias en cuestión de política migratoria, con una agenda detallada, que beneficie tanto a los países emisores y receptores. Es decepcionante ver que la inmigración se ha convertido en moneda de cambio de los juegos geopolíticos. Además, provocan un clima de terror en las comunidades receptoras a quienes se les tacha de racista, que no digo que no lo sean, pero más que desprecio al inmigrante, lo que realmente odian es la pobreza.
La inmigración siempre suma. No sólo enriquece económicamente las sociedades, sino que también hace florecer nuevas culturas, valores y formas de diversidad, además de ser un gran soporte económico a los países receptores y, por supuesto a los emisores. Tan sólo es necesario una amplitud de miras y ver las ventajas frente a las desventajas, y eso no se hace con reivindicaciones-espectáculo, sino con decisiones serias y competentes.
Vivir en la diferencia es algo grande o debería serlo. Siempre lo ha sido, desde que nació la globalización allí en la época de los sumerios y los intercambios comerciales con el Valle del Indoen el siglo III a. C, como sugieren algunos expertos. O tal vez fue más tarde en la era helénica o romana o la dinastía Han con la Ruta de la Seda, o más reciente, como apuntan otros sociólogos. En todo caso, el final de la II Guerra Mundial es cuando se intensificaron los intercambios y relaciones entre países, y fue el economista estadounidense Thedore Levitt quien acuñó el término en 1983.
La globalización está aquí, y es difícil que desaparezca, sin que signifique poner freno al avance y el progreso global. Se necesita redistribuir y redirigir muchos avances para que todo el mundo se beneficie, por lo que posiblemente no toca más remedio que replantear el neoliberalismo y el papel del Estado.
Esperamos que no se sosiegue la amplitud de miras que ofrece la globalidad, con intercambios comerciales, laborales, científicos, médicos, estudiantiles, culturales, deportivos, etc. «Think globally, act locally», una premisa utilizada en muchos contextos para entender las necesidades saludables del planeta, mientras se realizan acciones de Km 0 a nivel local que beneficien a las propias comunidades. El temor es que las comunidades se conviertan en monocultivos endogámicos no inclusivos en pro de sus identidades de diversa índole y se desperdicie esa mentalidad abierta, que ha permitido los logros de la humanidad. Identidades, claro que sí, pero inclusivas y menos ortodoxas, que fomenten el entendimiento y el progreso social.