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Jeronimo Alayon

Omnia vincit amor

Omnia vincit amor; et nos cedamus amori
(El amor lo vence todo, dejémonos vencer por él).

Égloga X, Virgilio.

A Cinzia, Angélica, Gustavo y Giacinto, por las risas y la complicidad en el saber.

Hoy en la tarde, como todos los jueves, reflexionábamos en el grupo de estudio sobre la Divina Comedia —que dirige la poeta venezolana Cinzia Ricciuti—, y esta vez lo hacíamos sobre el canto XXXI del Paraíso. Así pues, me surgieron algunas consideraciones sobre las que me gustaría reflexionar en un breve ensayo, por tanto, confesional y subjetivo, aún a riesgo de que José Luis Gómez Martínez lo subraye como «una manifestación del egotismo connatural del ensayista», según afirma en su exquisita Teoría del ensayo (1992).

La primera de mis reflexiones remite más bien al canto XXX, al episodio en el que Dante reconoce la excelsitud de Beatriz: «Lo que yo vi supera en su belleza / nuestro alcance, y aún vivo persuadido / que solo Dios se goza en su presencia».

Discutíamos en el grupo sobre la maestría poética de Dante al decir que solo Dios podía apreciar la belleza de Beatriz por ser su creador. Y yo me preguntaba: «¿De cuántos modos pudo decir esto el bardo florentino?». Pudo, por ejemplo, haber dicho que nadie era capaz de contemplar semejante belleza, o que ningún humano podría dar cuenta de ella, con lo cual el observador capaz quedaría siempre tácito, pero él dio un paso más al señalarlo explícitamente: Dios es el observador omnipotente, el ojo todopoderoso.

Esto, que parece a las primeras una verdad de Perogrullo, supone entender que estamos hablando de la belleza absoluta y perfecta que es capaz, por tanto, de contemplar todas las beldades posibles en sus más diversos grados de perfectibilidad, de modo que nos adentramos en el farragoso terreno de las jerarquías estéticas en tanto que expresión de la belleza, y Dante se reconoce como un observador insuficiente para calibrar la belleza de Beatriz Portinari.

Esto último es esencial de acotar, pues en el canto XXXI Dante asiste a la contemplación de la Reina del Cielo sin la presencia de Beatriz porque aun cuando la belleza de esta es inobservable cabalmente por el bardo florentino, resulta insuficiente para mostrarle la «belleza cuyos ojos comunicaban alegría a todos los demás santos» (ridere una bellezza, che letizia / era negli occhi a tutti gli altri santi)… la belleza de la Virgen María.

Para tal cometido queda a cargo san Bernardo de Claraval, un monje cisterciense que funda la mística de la Iglesia católica —orientada a la unión mística con Dios partiendo desde el abismo del pecado— y cuya fama de apóstol mariano le precedía donde fuera. Con semejantes prendas espirituales, podía ser el sucedáneo de Virgilio y Beatriz en esta etapa final del ascenso espiritual de Dante.

Tenemos, por consiguiente, un asunto interesantísimo entre manos: Dante reconoce en Beatriz una beldad ante la cual él es insuficiente para apreciarla a cabalidad, pero, a su vez, Beatriz es deficiente como vehículo para conducirlo ante la Virgen. Y, sin embargo, Alighieri no amengua ni un ápice su amor por la dama florentina.

Me parece que aquí tenemos una consideración dantesca que bien vale la pena poner en relieve: el verdadero amor ama por igual tanto lo que se da en exceso como aquello que se da en defecto, entendido aquí este último término como ‘carencia’ y no como ‘imperfección’. Dicho de otro modo, el amor ama (en el ser amado) la virtud y su ausencia, aspecto este que podríamos dimensionar, sin duda, a la vista de aquel tan citado versículo bíblico: «El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta».

Valdría decir, entonces, que la virtud por excelencia que sirve de soporte al amor es la esperanza, llamada por el Doctor Angélico «certeza absoluta», una certeza que hace que el hombre pase de existir a vivir, de estar a ser. Para el que ama, el ser amado es uno actual y real en el que se dan defectuosamente ciertas virtudes, pero que es amable en la esperanza cierta no de que tales carencias sean reparadas —lo cual supondría la negación del ser actual por otro ideal—, sino de que, a pesar de tales insuficiencias, el ser amado no se desluce como objeto del amor.

Tendríamos, por consiguiente y en tal sentido, una clave dantesca del amor impulsado a una de sus más altas cumbres, la del amor que honra aquella sentencia virgiliana: Omnia vincit amor (el amor lo vence todo). Si sopesamos la consideración de que el amor se soporta en la esperanza, no es menos cierto que también lo hace en la fe, asumida esta como creer con absoluta confianza y abandono en algo o alguien. Dante ha aceptado a Bernardo como su guía, pero para ello ha sido necesario que creyera antes en Beatriz: se ha confiado y abandonado por completo en la dama florentina, con lo cual, sin estar ella, está más que nunca.

Lo que podemos entrever de los cantos XXX y XXXI del «Paraíso» en la Divina comedia no es otra cosa que la sentencia con la que concluye el texto más manido de la carta paulina: «En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor». Para lograr contemplar a la Reina del Cielo, Dante ha debido descansar antes su amor en la esperanza y la fe que le suponen amar a Beatriz.

Siempre he creído que, ciertamente, la oración es un asunto de fe y esperanza respecto de Dios, pero olvidamos el amor, olvidamos que aquello que esperamos con certeza lo esperamos en el amor, y aquello en lo que confiamos es posible solo por el amor. La lección magistral que el bardo florentino nos deja —a mi poco entendido criterio— en estos cantos finales de la Divina comedia es que si amamos auténticamente, esperaremos confiados y con certeza en y por el amor.

Dante nos ha dado, pues, una dimensión del amar que se restaura a sí mismo de manera inagotable. Nos ha situado en el espejismo de una frontera para decirnos luego que allí es la eternidad. Este hombre portentoso nos ha dicho que el amor es eterno porque también lo somos, y nos ha dado con ello una razón para no claudicar tan fácilmente ante las dificultades que todo amor entraña. Él, que ante Beatriz se siente tan pequeño, nos dice que somos grandes en el ser amado, siempre, porque el amor acrecienta sin límites la fe y la esperanza, incluso cuando la virtud es defectuosa. ¿Y qué virtud humana no lo es? Esta es la esperanza del hombre dantesco: saberse capaz de crear algo eterno y sublime a partir de la imperfección… El amor.

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