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El oculto cuerpo femenino: Cine y censura en la España de cerrado y sacristía (II)

Siendo los films folklóricos per se los más exitosos durante las largas décadas donde la iglesia y el Estado se aliaron para mantener a la población anestesiada, buscando impedir así que se alzara contra las convenciones y absolutismos, no extraña que el cine explotara el género, donde lo original que pudo tener el folklore del sur de España se desintegrara por el abuso del cual fue objeto. Y si es la reiteración lo que kitschifiza el referente, ello explicaría también por qué una película como Nobleza baturra, tanto en la versión de Florián Rey (1935) como en la de Juan de Orduña (1964), no llevara al maniqueo el folklore aragonés, mientras que el enorme número de películas dedicadas al folklore andaluz terminaran por kitschifizarlo.

Lola Flores con sus vestidos sin mangas con profundos escotes y sus batas de cola, sería más que ninguna otra folklórica del régimen quien mejor encarnase el sentimentalismo de la dislocación espacio-temporal del español proveniente de las regiones más pobres, mediante films como Pena, penita, pena (1953) y Lola torbellino (1955).

La orden de “prepara el equipaje y la tortilla”, que ya su novio le había dado a Estrellita Castro en Mariquilla terremoto (1939), se perpetuará mediante estas producciones hispano-mexicanas, a través de una Lola siempre dispuesta a vender lo que tiene y tomar un avión, el primero en su vida por supuesto, rumbo a México donde le esperan el éxito y el amor. En tal sentido, las rumbas y farrucas que la protagonista canta en el contexto latinoamericano vestida con el traje flamenco, si bien más inofensivas que la cruz y la espada, serán igualmente emblemas del desplazamiento de los referentes socioculturales. Referentes que, puestos en contacto con sus correspondientes estereotipos en una realidad ajena, se kitschifizan produciendo idéntico efecto al de los charros caminando por la Puerta del Sol y gritándole “chula” a las mujeres que pasan.

Pena, penita, pena de Miguel Morayta explotará con creces este doble efecto, al presentar tanto a los hermanos Carlos y Luis, interpretados sin rajarse por Luis Aguilar y Antonio Badú vestidos de charros en un colmado madrileño, como a Lola en el café cantante “España cañí” del D.F. mexicano. Un café cual enclave nostálgico que, como las peñas tangueras en Caracas y los rincones mexicanos de Buenos Aires, articularon los componentes de la simulación para las generaciones de emigrantes, desplazados de sus lugares de origen por las guerras, dictaduras y crisis económicas del pasado siglo. Simulación que en su afán de reproducir lo real, de crear la ilusión de estar allí, se excedía traspasando el límite hasta transformarse en una caricatura del original.

Por eso en lo vicario del placer que “España cañí” como apariencia proporciona, se pueden rastrear los lugares comunes que el kitsch folklórico del traje de faralaos nos ofrece con cariño. Así, el propietario del local al ver por primera vez a Lola con un ceñido vestido, bajo el cual se adivinan las voluptuosas formas, ya sabe que habrá material para taconeo pues, tal cual le comenta a un parroquiano, “todas las mocicas de mi tierra cantan y bailan”.

Efectivamente, a la voz una vez más de “si, venga mujer, canta”, Lola subirá al escenario para (en)cantar al cotarro, tal cual Daniel Pineda Novo en su libro Las folklóricas nos cuenta, con un lenguaje cuya afectación se adapta admirablemente al kitsch de la escena: “Con toda esa fuerza desgarradora que ella posee, luciendo un traje de flamenca, con el cuerpo superior en color negro y de cintura para abajo, blanco con volantes y lunares negros y la melena suelta al viento, está Lola de una belleza natural, primitiva y sorprendente”.

“Y es un desierto de arena,/ pena,/ y mi gloria es una pená,/ ay pená, ay pená/ ay pena, penita pena”, entona “La Faraona”, enmarcada por un plano fijo, enfatizado por una iluminación puesta a resaltar los contrastes del vestido, el cabello y la piel, hasta lograr el efecto “dramático” que tan famosa hizo esta escena dentro del género.

En la década del sesenta, la ropa como sus dueñas, empezaron a rebelarse contra las imposiciones del régimen, cuyo desfase con respecto a la modernidad europea había convertido a las instituciones en animales fosilizados, sin que dejaran por ello de ser peligrosas. Pero, sin embargo, con ese cada vez mayor despliegue de la piel, el kitsch fue esterilizándose hasta quedar privado de su capacidad para fertilizar el drama y la comedia.

Hasta la muerte del dictador, tal desgaste tuvo en la comedia picante su lugar más patético, pues al no poder mostrarse de un modo más abierto, la sexualidad femenina empezó a escurrirse por las orillas del sistema, derramándose grotescamente entre las manos de actores que representaban al español medio, sosteniendo con nerviosismo una prenda interior femenina o devorando con los ojos el cuerpo de las extranjeras.

Por eso la cámara en Viva los novios (1969) de José Luis García Berlanga o Vente a Alemania Pepe (1971) de Pedro Lazaga, nunca sensualizará la piel de la mujer sino la mostrará descuidadamente, como si ella fuese animal de matadero. Senos, nalgas, sexos aún camuflados bajo el bikini y la blusa semitransparente, quedarán enmarcados por el encuadre de la urgencia contenida. Trozos hurtados a la fantasía erótica del español, quien veía en el turismo sueco y el milagro alemán la oportunidad de traspasar los límites impuestos por la religión y la dictadura a la mujer española.

Para ese entonces el cine seguía perpetuando el mito de la extranjera liberada en Vivan los novios (“hay que trabajar a las extranjeras”) y de la virilidad a toda prueba en Vente a Alemania Pepe (“hombre español, servicio permanente”) del macho ibérico quien, eso sí, para casarse buscaba a una paisana, que siempre era decente aunque le pusiera cuernos.

Así, en Un adulterio decente (1969) de Rafael Gil, una ya madura Carmen Sevilla, libre de corpiños y vestidos de cola, a pesar de tener un amante más joven, “engaña al señor de una manera decente”, pues le ha dicho a su galán que es viuda. El muchacho la creerá a pie juntillas ya que “las mujeres son libros en blanco hasta que un hombre las quiere”, y actúan “de ese modo extremado en que las mujeres hacen todo: amar, odiar, comprarse zapatos”. Con lo cual se enfatiza la estupidez y lo irreflexivo, como rasgos dominantes del temperamento femenino.

En tanto más nos acerquemos al final de las tinieblas, comenzó a vislumbrarse mejor la claridad de un destape, que desplazó hacia las españolas el deseo hasta entonces reservado a las nórdicas. Carmen Sevilla, una vez más, en La loba y la paloma (1973) dio el salto hacia el cuerpo ofrecido, cuando descubrió el prime seno del cine español. Y Amparo Muñoz (Tocata y fuga de Lolita, 1974), María Luisa San José (Mi mujer es muy decente… dentro de lo que cabe, 1975), Carmen Maura (La mujer es cosa de hombres, 1975), Bárbara Rey (Zorrita Martínez, 1975) y Helga Liné (Un lujo a su alcance, 1975) abrirán ese espacio en torno a la sexualidad femenina durante los estertores de la dictadura, con films que, pese a contar con el respaldo de una permisibilidad nunca antes vista, no le dieron a la mujer el control sobre sus órganos.

Tampoco hicieron un uso productivo del kitsch, pues aún se hallaba en gestación la Movida, puesta a darle a Pedro Almodóvar en los ochenta las claves para retomar tales ingredientes, que tan fecundos se habían mostrado en las dos primeras décadas de la dictadura, rescatándolos del olvido e integrándolos a un conjunto de películas dables de reflejar con desenfado y humor la España postmoderna.

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