Resumen anterior: Arguedas vivió su propia pasión por NY, una pasión de pocas noches, de unas cuantas horas, también en Harlem, en brazos de una prostituta negra, que le hizo comparar NYC con un río torrente y vigoroso como el amazonas.
Así como hay muchas maneras de ser neoyorquino, hay un Nueva York para cada uno.
En el Village y el Soho, se encuentran algunos de los bares más antiguos y con más personalidad de la ciudad.
El McSorley’s es mi favorito. Al entrar lo primero que sentimos es el aserrín que se mete en nuestros zapatos, el aire cargado y meloso por el olor de la propia cerveza que fabrican en el sótano y la cantidad de gente, la muchedumbre que hace que todo el lugar parezca una sola conversación, una sola carcajada.
Pero hay vida más allá del McSorley’s.
La encontramos en el Ear Inn cuya barra se convirtió en una de las más “cool” de la ciudad, en Chumley’s que fue, probablemente, el bar con mayor experiencia literaria de la zona y en The Cornelia Street Café que nació en el local donde se encontraba el Cornelia Café.
Y nos queda por conocer más de el Cafe Wha? y The Bitter End que se encuentran en el Greenwich Village.
Cafe Wha? y The Bitter End estuvieron en pie de guerra cuando la ciudad de Nueva York y especialmente sus zonas bohemias de Soho, Village y Greenwich vivían y eran epicentro de una revolución cultural que afectaría el mundo entero. El Café Wha? se volvió algo así como una trinchera para los poetas Beat. Allen Ginsberg y Jack Kerouac eran habituales del lugar y de sus cocteles, pero no eran los únicos, también pasaban horas ahí Bob Dylan, Bruce Springsteen, Jimi Hendrix, entre muchos otros. Como ha narrado Douglas Martin de The New York Times, Dylan debutó en su escenario: “Just got here from the West” dijo a Manny Roth, con la ingenuidad e impaciencia de sus 19 años, “Name’s Bob Dylan. I’d like to do a few songs? Can I?”
The Bitter End, por su parte, se autoproclama como el “New York City’s Oldest Rock Club”, y no se queda corta de estrellas y de historia, en su escenario han tocado, declamado, actuado y contado chistes nada menos que : Stevie Wonder, Woody Allen, America, Bob Dylan, Bill Cosby, Lady Gaga, Jackson Browne, Neil Diamond, Jon Stewart, Randy Newman, Billy Crystal, Tommy James, Norah Jones, Donny Hathaway, Curtis Mayfield, Tracy Chapman, Patty Smith, Mohammed Ali y muchos muchos más.
El White Horse es conocido sobre todo porque en su entrada se cayó mortalmente el poeta Dylan Thomas, luego de una noche de borrachera descomunal, a principios de noviembre en 1953. La leyenda dice que se tomó dos botellas de whisky solo. Sea cual sea la verdad, lo cierto es que este bar, ubicado en la esquina de 567 Hudson St., tiene carácter. Algunos detalles nos recuerdan al gran vate galés, empezando por la placa que adorna su entrada.
Entre los bares latinos ninguno con el encanto y el ritmo del Nuyorican Poets Cafe. Apenas tiene 40 años, un bebé al lado de las reliquias que he comentado. Sus fundadores fueron Miguel Algarín, Miguel Piñeiro y Pedro Pietri. Sólo Algarín sigue vivo y los dos últimos son verdaderos mitos de la cultura puertorriqueña de la ciudad. Especialmente Pedro Pietri, ya que él encarnó como pocos la identidad puertorriqueña en los Estados Unidos, denunciando la realidad colonial de Puerto Rico, y siendo uno los miembros más notorios de The Young Lords. Su sepelio en su barrio natal del Bronx fue multitudinario.
Miguel Piñeiro tenía, según Algarín, todas las condiciones para convertirse en una leyenda: gay, drogadicto, lumpen, delincuente. Fue prácticamente un analfabeto hasta que llegó a la cárcel, en donde terminó de aprender a leer y escribir. Tanto era su talento con la poesía y el teatro que ganó, por primera vez para un hispano, el prestigioso premio Tony.
Pero el Nuyorican no es ni mucho menos el único bar pincelado por manos hispanas en la ciudad. Otro modelo es el que nos dio el Premio Nadal de novela, Eduardo Lago, con su libro: Llámame Brooklyn. Él ha contado: “he querido reflejar los 18 años que llevo viviendo en Brooklyn. Tardé mucho en ver los personajes con claridad, pero había un bar en Atlantic Avenue en el que coincidía una serie de personajes interesantes, y de ahí fue saliendo mi novela”.
Muñoz Molina pinceló su propio modelo, en Ventanas de Manhattan escribió: “Mi amiga Bewerly Brown, nieta del trombista Lawrence Brown, que tocó muchos años en la orquesta de Duke Ellington, me había guiado una noche por las calles recónditas de West Village –estrechas, sigilosas, adoquinadas, con acacias en las aceras y glicinias trepando por las fachadas, enredándose a las escaleras de incendios- llevándome a un pequeño club que está en la calle Grove y se llama Arthur’s Tavern, donde tocaba entonces un pianista que murió hace unos años. Esta vez yo quería llevar sobre mis antiguos pasos a mi amante recién llegada de Madrid, inseguro de encontrar el camino y ansioso de regalarle a ella lo que en un viaje anterior yo había recibido, la taberna acogedora y algo decrépita, la barra de madera, el pequeño estrado del fondo donde tocaban los músicos, rodeado por un mostrador en el que los parroquianos apoyaban sus bebidas, sobre el que se acodaban para conversar y fumar cigarrillos o para pedir alguna canción al pianista, que tocaban y cantaba a la manera gentil de Nat King Cole…”.
Yo también quería darle un regalo a mi amigo cordobés Rafael Osuna Montañez, el lector más entusiasta e inteligente de Muñoz Molina que he conocido. Sabía que él iba a apreciar muchísimo beber unos tragos en un bar mencionado por uno de sus héroes literarios. El problema era que no recordaba en donde estaba, ni su nombre, ni el local, ni tampoco las páginas en donde el escritor andaluz menciona el bar. Sólo recordaba que un día, al final del semestre, Muñoz Molina nos había llevado a todos sus alumnos de un curso de escritura creativa de NYU a ese lugar, a despedir la clase. Casi una hora dando vueltas, yo, cargado de culpas por no recordar el lugar, y mi amigo, de ansiedad por conocer el bar. Felizmente, ninguno de los dos estaba ni cansado ni desanimado, cual viaje de Ulises a Ítaca, hasta que lo encontramos, felices y aliviados. Todavía recuerdo a Rafa, apuntando el nombre de la barra y la dirección, porque él a su vez quería sorprender a su novia.