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Nuria Amat en la memoria viajera de Barcelona a Nueva York

En el imaginario de Nuria Amat donde lo político, lo afectivo, lo social y lo cultural se asocian con un lenguaje puntual y poético a la vez, no deja de tener cabida la curiosidad por conocer desde adentro los lugares recorridos, ya sea por propio pie o desde la mirada de autores de cabecera. Por eso su trayecto vital, entre Barcelona y Nueva York, se nutre de los caminos explorados a lo largo de una intensa labor dentro de la narrativa, la poesía y el ensayo, y asienta las bases de un intercambio trasatlántico cargado de nuevos proyectos, empezando a germinar durante sus recientes estancias en Manhattan.

“Mi viaje era una huida”, revela la protagonista de Reina de América (2001) al inicio de otro viaje, donde las coordenadas la trasladarán de la “Rosa de fuego”, inspirada en las revueltas anarquistas puestas a desencadenar la Guerra Civil española, hasta la geografía colombiana contemporánea, encendida por la violencia de otra conflagración cuando la guerrilla y el narcotráfico asolaban entonces al país.

Una relación amorosa, leit motiv en la escritura de Amat, movilizará los encuentros y desencuentros de los protagonistas, al tiempo que enmarcará eventos propios y prestados de la autobiografía, recobrando así la memoria de lo vivido y perdido al otro lado del Atlántico con lo aprehendido en este lado del mundo. “El coche era su único viaje”, acotará igualmente la heroína refiriéndose a su madre, para reforzar esa sensación de extrañamiento o exilio íntimo para con lo dejado atrás, cuando América entró como una vorágine en su pequeña historia; pues la otra, la mayúscula, será siempre telón de fondo frente al cual los personajes actuarán la suya y, al actuarla, dialogarán con la violencia de la que se desmadeja desde el ovillo particular de cada lector.

De la irreverencia y el escarnio, las mujeres extraerán en Reina de América, la fuerza para sobreponerse a su destino y acompañar a los hombres que las circunstancias les han asignado, empinándose por encima de su suerte mediante acciones dirigidas a manipular sentimentalmente las conciencias de estos. A cambio, ellos gozan de su compañía y, como ocurre en la relación entre Motserrat ­­—Rat en aquellas espesuras— y Wilson, les facilitan la cotidianeidad, necesaria en el establecimiento de la trama de transacciones obscuras sobre las cuales los paramilitares asientan su poder.

Esta maniobra autonomiza los cuerpos de las heroínas, agrandando su potestad frente a amos, jefes, maridos y pretendientes, quienes permanecen aislados en el espacio de su autoridad sin intuirlo y, como los hacedores de esa “muerte que corre con nosotros buscando al enemigo”, presentes en la novela, deben pagar con la aniquilación o el ostracismo el desagravio a manos de sus enviados, envueltos por el mando de los emblemas puestos a afianzar su soberanía. En tanto, ellas ­­—Rat, Aida, Alicia, tía Irma— se yerguen por encima de las miserias masculinas y, en el caso de Rat, transforman las adversidades en literatura pues, en el fondo, es la literatura y lo que ella aporta al pulso de la Historia, lo que la interesa a Nuria Amat, pese a que hoy la voz del escritor no tenga el eco que, en la modernidad del pasado siglo, tuvo para nuestras sociedades.

“No escribimos sobre una ciudad sino a partir de ella. Escribimos a partir de todo lo que hemos olvidado”. Desde la resonancia de esta afirmación de Montserrat Roig me gustaría partir para acercarme ahora a El país del alma (1999), novela que aborda posiblemente el asunto más próximo a la escritora, es decir, la recuperación de la memoria sobre la ciudad primigenia: Barcelona, entre el final de la Guerra Civil y el Congreso Eucarístico de 1952. Años cuando Catalunya, el “país pequeño”, quedó sometida a un encierro interior puesto a hurtarle la lengua, la voz y la mirada. Y en el centro de esa desolación una ciudad, que la narrativa de ciertas autoras ha ido recuperando barrio a barrio para las generaciones posteriores.

Y es que si Mercè Rodoreda evocó la del Raval y el Ginardó y Roig hizo suya la de l’Eixample, Amat recobra la de los barrios altos: Diagonal, Sarrià, Pedralbes que, en su prosa, pierden el nombre para hacer más profundo el olvido. Nena Rocamora y Baltus Arnau, hijos de la burguesía ilustrada, crearán al casarse una memoria nueva, que con la inauguración de los cines Windsor y Niza y la apertura de los museos Marés y de la Música, se unió a la ciudad empezando a cerrar las heridas de guerra, aun cuando todavía temía mostrar abiertamente sus cicatrices. Por eso el padre de Nena prefería “hablar hacia adentro”, y el de Baltus “llevaba un mapa de Europa pintado en su memoria viajera”.

La imposibilidad de comunicarse y mirar abiertamente hacia el continente palpitando más allá de los Pirineos, se hace más apremiante en quienes, como los Rocamora y los Arnau, disponían de medios para cruzar la frontera sin haber debido exilarse. Amat, en sus descripciones de la sociedad acomodada, logra plasmar ese difícil equilibrio entre esnobismo y concientización política, esgrimidos por quienes rehusaron venderse abiertamente al régimen franquista a fin de poder conservar sus privilegios. Subvertir la lengua del imperio, incorporando el padre de Baltus en sus discursos públicos el idioma del país pequeño, o desafiar Nena misma con su modernidad en el vestir la moral producto del catolicismo sectario, son entonces heroísmos caseros que no obstante van minando lo monolítico de la sociedad de postguerra, al tiempo que le permiten a la autora desenterrar con su lenguaje las raíces del olvido.

Arelados a la desmemoria encontramos el odio y el miedo; odio de los hombres que debieron sacrificar su vocación en aras del deber y dejaban pasar el tiempo diseccionando la guerra, y miedo de las mujeres volcándose hacia el espacio de lo doméstico para cubrir con esa frágil mampara los destrozos de la contienda. Odio y miedo, pues, que el señor Arnau pensó “no podía ser explicado a los nietos ni tampoco a los nietos de los nietos”. Un error probablemente, que Nuria Amat se encarga de enmendar, tal cual hicieron las narradoras que la precedieron, si bien en su caso el lenguaje fundador de este proyecto narrativo se halla más cercano a la estética latinoamericana que a la catalana o la castellana en general. Lo lírico de la prosa, su exuberancia, el derroche lingüístico y el brillo que los giros inesperados imprimen al idioma, espejean el neobarroco latinoamericano: esplendor del lenguaje donde la forma seduce al fondo y lo somete, poéticamente, para que ese mestizaje sostenga el hilo conductor de la trayectoria de Amat a un lado y otro del océano.

Nena, “cuidadora del alma” del país que lleva en la suya, desvía la mirada de ese afuera gris, diminuto y ajeno, y la posa sobre otro blanco, el de la página donde se escribe, y al escribirse teje otra luz, la del soñador de palabras; poeta quien, como apunta Gaston Bachelard, “llega a darle a sus ideas de animus la estructura de un canto”. Y es justamente ese canto el que Nena entona mientras va desviviendo la cotidianeidad de su casa como hija, nuera, esposa, madre, amiga y modelo de la nueva mujer puesta a rebelarse contra las convicciones impuestas históricamente a su sexo. Ella será, pues, el prototipo de una generación intuitivamente decidida a vivir de una manera distinta a la de sus mayores. Mujeres no lo suficientemente liberadas aún para exigir una habitación propia, tal cual lo harían sus hijas, pero al menos decididas a alterar definitivamente la trayectoria de quienes vinieron antes que ellas.

La sensibilidad para el ensayo literario, le permite a Nuria Amat incorporar aquí destellos del vivir de escritoras catalanas silenciadas por el régimen, como la misma Rodoreda, y citar la obra de intelectuales como Josep Pla y Frederic Mompou. Con ello Amat historiza la ficción, y reflexiona simultáneamente en torno a la desmemoria de la sociedad en general que, a pesar de las reivindicaciones democráticas, sigue olvidándose de quienes construyeron y siguen construyendo el país; cual si el afán por sacudirse el polvo, producto de los escombros dejados por las bombas que tuvo aquella generación, hubiese contagiado a quienes hoy buscan, con los neo nacionalismos de última hora, distraer a los ciudadanos de los auténticos problemas que asolan a la Catalunya del nuevo milenio.

La muerte prematura de Nena trunca el curso de la vida pautada en la memoria de los amantes. Con ello desaparece también el impulso puesto a estimular la recuperación de los eventos, que muchos en el país pequeño pretendieron olvidar, pero quedaron suspendidos a la espera de quienes, como Nuria Amat, van exitosamente rescatándoselos al tiempo, y al descuido donde a veces se pone al país heredado; país guardado entonces por las escrituras que lo recuerdan desde el alma del lenguaje, cuya memoria, como indica la autora venezolana María Fernanda Palacios, “está hecha de las palabras que el corazón espera, de las palabras que perdimos, de su silencio y su añoranza”.

No sorprende entonces que Amor y guerra (2011), su novela más reciente, centre definitivamente ese período trágico de la Historia, entre el estallido de la Guerra Civil y las décadas de silencio dictatorial, cuando Barcelona quedó sin luz y sin mirada, pero fue preservada pacientemente por los escritores de la postguerra, para evitar que siguiera el destino de una parte importante de la arquitectura modernista, mutilada o destruida por la desidia gubernamental, y el avance de los bloques anodinos de apartamentos capitaneados por la constructora de Núñez & Navarro en los años sesenta.

Amor y guerra revisitará los mitos románticos, tejidos por autores como George Orwell en torno al anarquismo, y recuperará el lugar fundamental dentro de la militancia activa de las mujeres decididas a acompañar, en igualdad de condiciones, a los hombres que hicieron la guerra. Ello, desde las pasiones y disfunciones del momento. Pues, tal cual nos indica la voz narrativa, “no hay guerra sin amor”.  Mercedes Ramoneda y Ramón Mercader —figura de amplias repercusiones políticas por haber sido el asesino de Leon Trotsky— y Valentina Mur y Arturo Ramoneda, movilizarán aquí el doble discurso, en torno al cual se entreteje el drama de la contienda.

Un drama recuperado, para nuestra contemporaneidad, desde la cotidianeidad de la Barcelona sitiada, que la narración recorre de los barrios altos hasta las barriadas próximas al mar, brindándonos un abanico amplio de caracteres, situaciones y descripciones de los bombardeos, vejaciones y torturas del fascismo. Bajo tales circunstancias, “hablar de amor” se convierte ahí en el único modo que los protagonistas tienen para hacer más llevadero el terror. Y es mediante este sentimiento que la autora entrecruza la pequeña y la gran historia, para no olvidarla ni dejar que el tiempo la olvide; pues es, ciertamente, del rescate de la memoria de nuestros pueblos desde donde se escriben siempre las obras más fecundas. Algo realizado por Nuria Amat con sensibilidad y buen tino, en su continua recherche, de la cual Nueva York como destino se hace hoy depositaria de su imaginario literario y, quizás también, protagonista de sus próximas entregas literarias.

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