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Nuevos tiempos para revivir (parte II)

 

Recuerdos sobre el cineasta Antonio Drove

Segunda parte: proyectos soñados

Nunca llegó a convencerme del todo aquel guión de trama policíaca ambientado en España en 1976/1977 que le había propuesto a Victoria Abril y a Alfredo Landa. Cuando lo leí me dio la sensación de llegar tarde, de haber encajado mejor en la producción de los años ochenta. Le había aterrado la reacción del actor navarro dispuesto a protagonizar esa tragedia grotesca con tintes eróticos. Me dijo Antonio: “No entendió el personaje en absoluto y no sé cómo decirle, si se hace la película, que no voy a contar con él.” Le preocupaba que los actores pudieran no comprender sus intenciones pero al ver sus películas me pregunto si era capaz de transmitirlas de manera estimulante. Focalizaba su atención en la dramaturgia, desde mi punto de vista en detrimento de las emociones. Con respecto a los actores solía decir que el mejor entre cuantos habían colaborado con él era Charles Denner – Le Prince en El caso Savolta –, hombre huesudo, de facciones agudas, corroído por una fuerza abrasiva. Dicho de otra manera, parecido al director

 

La verdad sobre el caso Savolta
La verdad sobre el caso Savolta

No leí sino que me contó un proyecto de western ambientado entre Missisipi y Luisiana cuyos personajes principales eran unos gamblers después de la guerra de Secesión. Creo que buscaba un tono en consonancia con El Dorado (Howard Hawks, 1967), hasta donde yo sé uno de sus westerns favoritos. Y desde luego se desprendía de esa ensoñación westerniana el deseo de salir del estrecho marco de la cinematografía española. Tampoco leí el grueso guión ambientado en España durante la ocupación napoleónica, pero al oírle narrar tramos de la historia en distintas sesiones deduje que el previsible elevado coste de producción lo condenaba a cubrirse de polvo en un cajón.

Contaba con un consumado sentido del ritmo, de la descripción, y con un placer no disimulado del one man show. Poco a poco comprendí que su mente efectuaba una labor de montaje al tiempo que hablaba. Pasaba “por corte”, por así decirlo, de una cita pictórica a una remembranza, o del comentario de una escena de una película a la mención de un acontecimiento histórico. No siempre era fácil discernir la continuidad del pensamiento en tan denso flujo verbal, potenciado por una relampagueante memoria. Si nos fijamos, en sus películas llama la atención un montaje “por bloques”, como sucede a menudo con los directores-pensadores cuando los directores-narradores prefieren la fluidez de un montaje sin costuras aparentes. Hablaba pues como filmaba.

Era llamado a soliloquiar y sin embargo sabía entablar amistades duraderas. A decir suyo sólo podía sincerarse con Luciano Berriatúa, con Ferran Alberich – autor de Antonio Drove, la razón del sueño publicado por el festival de Alcalá de Henares – y conmigo. También hubo amistades sostenidas durante la juventud por vivencias comunes y desde entonces delicadamente preservadas. Así era, me decía, la amistad que lo unía a Víctor Erice. Se dice en Japón que las palabras calladas apenas antes de ser pronunciadas son “flores de silencio”. Bien puedo imaginar que al amparo del pudor crecieron flores de silencio entre Antonio y Víctor Erice.

Sí leí su proyecto más querido, me refiero a Inocencia y perversión. Decir que era un guión sería falso y dudo de que haya existido jamás. Más bien era un tratamiento secuenciado donde enlazaba de manera atrevida escenas de slapstick, pausas de road movie, apuntes de amor loco y toques de tragedia. Decía que era mejor esperar a que empezara el rodaje para improvisar y adaptar el guión. A estas alturas de su vida caminaba hacia formas más singulares. A ambos Fraude (F for fake, Orson Welles, 1975) nos parecía un magnífico ejemplo de una película audaz y pobre, y me pregunto si no habría renunciado a su obsesión por el control en pos de una mayor libertad de expresión.

Inocencia y perversión habría sido una película sin parangón en el cine español, pero me temo que no habría recibido la distribución adecuada ni la atención de los medios de comunicación y que habría acabado siendo considerada una “rareza”. La versión que leí contenía flechas, garabatos, esquemas, folios adicionales, dibujos en planta, y nadie más que él la habría podido utilizar. Allá por los años 1994/1995, es decir cuando lo conocí, quería protagonizar esa historia de un profesor de matemáticas que raptaba a una alumna. Este secuestro estaba carente de sexo. En el fondo proponía un eco del Túnel donde se plasmaba una fijación erótica pero nunca un auténtico deseo carnal y si lo había lo filtraba una racionalidad todopoderosa. Era tanto más llamativo cuanto que le fascinaba la pulsión erótica latente en los cineastas que habían recibido una educación cristiana y en particular los católicos (Buñuel, Rossellini, Hitchcock) sin descartar a los protestantes (Dreyer), ni a los que parecían oscilar entre credos distintos (Bresson).

Cuando comprendió que nadie aceptaría que él fuera el protagonista de Inocencia y perversión pensó proponer el papel a Jeremy Irons y al final se obcecó con Jean Reno, creo que debido a sus orígenes españoles y a la anhelada posibilidad de una coproducción hispano-francesa. Quienes recuerden los rasgos afilados de Antonio, su parecido con el actor Jean Bouise, observarán en sus sugerencias de elenco la permanencia de un perfil esculpido, de una mirada de ave rapaz y de una fuerte contención. En última instancia quiso capitanear la película desde su productora llamada, si bien recuerdo, Luzbel. Tan luciferino nombre condensa el riesgo al que se exponía y tal vez aspiraba: combatir sin cubrirse – como se dice de un director de cine que no rueda planos desde distintos ángulos -, caer para no volver a levantarse, consumirse, pero retando a la vida. Si fuera cierto le daría la razón al terrible atestado de Thomas Mann: sólo queremos que se cumpla nuestro destino.

Me propuso ser su ayudante personal, no su ayudante de dirección ya que contaba con alguna persona de confianza. Habría consistido en confrontar la realidad del rodaje con la película soñada. También confiaba en mi gusto por el dibujo y la planificación. Adivino que habría sido una experiencia enriquecedora pero agobiante. Constataba con lucidez: “A algunos le gustaría mandarme al Infierno pero sé que algunos me seguirían hasta el Infierno.” Lo habría acompañado y nos habríamos enfrentado. No me cuesta imaginar que en pleno rodaje se transformaría en una especie de doctor Jekyll/mister Hyde desatado.

Entre finales de 1993 y las semanas previas a su muerte fui testigo de cómo le dieron la espalda algunos llamados profesionales del cine. Pese a ello se negaba a hablar mal de los demás. Apenas le oí criticar con palabras muy duras a tres personas. Entiendo y lamento a la vez que haya generado desconfianza en productores propensos a ver en él a un ser un tanto fantasioso, pero me repitió varias veces no haber tenido nunca un día de retraso en un plan de rodaje, ni haber gastado más de lo presupuestado.

Aunque no llegué a conocer al “Drove feroz” de los años setenta que dio lugar a algunas anécdotas, exageradas supongo, más bien conocí a un hombre a carta cabal, puntilloso si apuntaba el pundonor, eso sí, abismado por una mente siempre encendida al punto de agotarle. Es el único caso que conozco de un hombre destruido por su propia inteligencia. Nunca dejaba de pensar y no pocas veces me llamó para decirme que había pasado la noche en vilo sentado en el sillón del salón. No sé si llegó a saborear la paz que perseguía afanosamente, precisamente porque le era imposible frenar el motor que dentro de él rugía a pleno régimen.

Ya la tercera o cuarta vez que lo vi, en el festival de Angers, pude observar a un potro al que era arriesgado dar rienda suelta. Frente al público se puso de pie para recitar en inglés el monólogo de Marco Antonio en Julio César pero con tal acento castellano que mi vecina de mesa, inglesa ella, me dijo no entender palabra y traté de interrumpir, no sin cierta dificultad, a Antonio dispuesto ya a deleitar a la audiencia con otras citas shakesperianas por un motivo que me es ahora imposible recordar. En fin, cuando tomaba la palabra era difícil arrebatársela. Sin embargo, me sorprendía su capacidad de escucha cuando meses después de una conversación mencionaba un detalle relativo a mi vida privada que no había pasado desapercibido.

Habremos mantenido decenas de largas y sinuosas conversaciones telefónicas. Las interrumpía cuando recibía otra llamaba, por si fuera a cambiar su vida, y después de atenderla volvía a llamarme. Me decía que mi voz le apaciguaba y que conversar conmigo le ahorraba tomar algunos medicamentos. Cierto o no, ojalá le haya aliviado.

No todos eran momentos de duda e inquietud, ni mucho menos. Como era proclive a tener altibajos también rememoraba momentos de dicha. Decía haber sido feliz en Canarias, en Cuba, en compañía de sus hijos pequeños y junto a alguna mujer. (Conmigo habló muy poco de su infancia y juventud.) Los amigos le habían aportado alegría u apoyo. También había sido feliz rodando y viendo películas. Ni un niño con zapatos nuevos se habría sentido tan afortunado como él después de que volviéramos a ver en su casa Tú y yo (An affair to remember, Leo Mc Carey, 1957). Para los hombres españoles de su generación Terry Mc Kay (Deborah Kerr) encarnó a la mujer ideal, fuera o no su “tipo” de mujer.

 

An affair to remember
An affair to remember

En 1995 le propuse a Rafael Álvarez, productor de mi primer cortometraje, diseñar una serie de entrevistas con realizadores españoles, en la línea de “Cinéastes de notre temps”, serie creada en los años sesenta por Jeanine Bazin y André Labarthe. Cada uno de los episodios duraría una hora y me habría encargado de dirigir algunos. Me movía el deseo de preservar el acervo cultural, de dar la oportunidad a los cineastas de reflexionar sobre el conjunto de su filmografía. Huelga decir que ni Televisión española ni otras entidades mostraron interés. Desde entonces murieron Antonio Drove, José Luis Borau, Francisco Regueiro, Iván Zulueta, Juan Antonio Bardem… Fue mi primer intento de colaboración fallido, con independencia de nuestra voluntad. El segundo surgió inmediatamente después cuando le propuse protagonizar mi segundo cortometraje pero se rompió tres costillas al caerse en la bañera. A primera vista un asunto baladí, en el fondo el síntoma de una profunda fragilidad.

Pasaron los años. No sé por qué razón una noche de 2002 o 2003 estaba yo sentado en su desfondado sillón de cuero cuando le pregunté por qué no había intentado llevar a la pantalla Un día volveré de Juan Marsé, aunque ya existía una versión dirigida a primeros de los años noventa para la televisión catalana. Podría haber sacado mucho partido a este drama ubicado en Barcelona durante la posguerra. Para mí era patente, tal vez me influyeran El caso Savolta, su afición a la historia de Quico Sabaté y el telón de fondo (la miseria, la corrupción, el peso del destino, el anarquismo, el bandolerismo). De repente, como si despertara del letargo, recordó retazos de la novela y me indicó su voluntad de desplazar el eje dramático destacando al personaje del niño para así ubicar en un segundo plano al protagonista Jan Julivert. Y quiso que fuera su coguionista.

Al día siguiente llamó al productor Andrés Vicente Gómez que le dio el número de teléfono de Juan Marsé. Según me dijo Antonio el escritor accedió sin dilación a su demanda por tener un grato recuerdo de la primera versión del guión basado en El embrujo de Shangaï que había coescrito con Víctor Erice. Estaba dispuesto a ceder los derechos de la novela sin cobrar mientras no hubiera una producción constituida y le sugirió hablar con Carina Pons, su representante. Así lo hizo pero, como era de prever, dicha señora matizó tan generosa disposición y aplazó el envío de una carta que dejara constancia de un compromiso firme. Era delicado ponernos a escribir una adaptación sin tener la garantía de que no nos fueran a cobrar una copiosa cantidad de dinero. Pero Antonio, rejuvenecido por aquella remota posibilidad de trabajo, me invitó a hacer un desglose de Un día volveré, así lo hice pero ahí quedó desgraciadamente este proyecto en ciernes.

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