Recuerdos sobre el cineasta Antonio Drove
Primera Parte: Bajo el signo de la cinefilia
No fui alumno suyo, discípulo o colaborador, ni aparezco, que yo sepa, en ninguna fotografía junto a él. Conocí a Antonio Drove en noviembre de 1993 mientras preparaba la retrospectiva dedicada al cine español que me acababa de encargar el festival Premiers Plans. A pesar de que Claude Éric Poiroux, director del certamen, dudara en incluir La verdad sobre el caso Savolta en el ciclo, porque no era una película muy conocida, insistí y además deseé invitar a su autor. Fui entonces por primera vez al piso de Antonio al que regresaría decenas de veces hasta el año que precedió su muerte. Durante los doce años de trato amistoso que mantuve con él solamente vino una vez a almorzar a mi casa. Salía brevemente de su reclusión antes de volver al nido donde lo rodeaban libros, vídeos, DVD y un sinfín de papeles acumulados, incluso en el suelo. Nunca he visto a una persona tan enmarañada entre documentos administrativos.
Me fui acostumbrando a conversar frente a él en aquel salón de colores desleídos, entre pardos y grises, enfrente también de un lienzo oscuro atribuido, según decía, a Valdés Leal. Frente a mí pues un hombre enjuto de carácter tornadizo, mirada fija, ademanes bruscos, voz sorda y habla sincopada, casi percussive. Entre él y yo una mesa de cristal ovalada. Sobre el velador, el teléfono desde el cual me llamaría a menudo. Y en la esquina, encima de su sillón de cuero raído, una estrecha ventana daba a un patio angosto. Faltaban aire y luz en esta sexta planta pero fui superando la sensación de claustrofobia. De vez en cuando una mancha de color avivaba el entorno, su camisa roja o la mía, pues ambos tendíamos a utilizar camisas de ese color.
Nuestras primeras conversaciones tomaron un cariz cinefílico. Pronto me sorprendió la exigüidad de su territorio cinematográfico. Le quedaba por descubrir buena parte de las películas realizadas a partir de los años sesenta, por ejemplo, no había visto ninguna película de Tarkovski. Curiosamente, también ignoraba algunas obras de sus directores más admirados. Sin duda alguna, en lo alto de la filmografía de Fritz Lang situaba El vampiro de Dusseldorf (M, 1931) y Los mil ojos del doctor Mabuse (Die tausend Augen des Dr Mabuse, 1960), pero no había visto la notable El testamento del doctor Mabuse (Das testament des Dr Mabuse, 1933). En el conjunto de películas de Howard Hawks valoraba por encima de todo Hatari (1962), sin embargo desconocía Sólo los ángeles tienen alas (Only angels have wings, 1939), a mi entender una de las cumbres del cine clásico.
Sus directores de cabecera eran Fritz Lang, Jean Renoir y John Ford. Murnau le inspiraba deferencia. Tronaba en un altar distinto, menos cercano pero no menos querido. Se encontraba a gusto frente a la intensidad formal de las películas dirigidas por Fritz Lang. Algunas vimos juntos y ahora después de tantos años recuerdo que para Antonio, al igual que para Lang, no existía el espacio off. Todas las fuerzas dramáticas debían converger en la pantalla. Su visión supeditaba todo al encuadre sometido a un control riguroso.
Su concepción del cine no era en absoluto novelesca, no la sustentaba el latido del tiempo. Por eso mismo le era difícil disfrutar con películas de tempo moroso. Ya Antonioni le sacaba de quicio aunque no cuestionaba su talento. Alguna vez discutimos acerca del maestro de Ferrara que a mí sí me atraía. ¿Cómo habría reaccionado si hubiera visto tantas películas recientes donde se confunde lo contemplativo con el narcisismo? Sus manías tenía y lo mismo que no había logrado leer entera una novela de Faulkner le aburría Visconti. Le ponían de mal humor cómo había filmado la batalla de Custozza (Senso, 1954) o las escenas de las barricadas en Palermo (El gatopardo, Il gattopardo, 1963). Si bien estoy convencido de que Visconti no se planteó rodar al estilo de Kurosawa, Aldrich o Fuller, estaba en lo cierto en el caso de estas dos escenas de débil impacto dramático. No obstante, reconocía a regañadientes el valor de Rocco y sus hermanos (Rocco y suoi fratelli, 1960).
De Renoir le gustaban incluso las películas malas, que las hay. Hallaba en La regla del juego (La règle du jeu, 1939) todo lo que una película puede ofrecer. Admiraba la vitalidad plasmada por Renoir. Y hasta la envidiaba. Durante años el enfoque renoiriano se situó casi en los antípodas de su práctica del cine pero para su último proyecto, Inocencia y perversión, estaba dispuesto a acoger formas de trabajo más cercanas a lo amateur. Reservaba su gusto por la experimentación, casi diría el bricolaje, para especulaciones intelectuales.
Le costaba hablar de John Ford sino para maravillarse ante su arte que escapa al análisis y al mismo tiempo inspira glosas infinitas. A ratos tenía algo de sargento fordiano, entre autoritario, cascarrabias y aficionado a las carcajadas. Admiraba cómo Ford convidaba al espectador a detenerse en compañía de los personajes para convertir tenues escenas en momentos memorables. Recuérdese la famosa conversación entre James Stewart y Richard Widmark sentados a orillas un río en Dos cabalgan juntos (Two rode together, 1961). A lo largo de los años me dijo dos veces que la mejor película que había visto era Escrito bajo el sol (The Wings of eagles, 1957), convicción compartida por Miguel Marías creo, o que suele incluirla al menos entre sus películas favoritas.
Completaba el cuarteto su querido Douglas Sirk. Destacaba entre sus películas Escándalo en París (A scandal in Paris, 1946) y Ángeles sin brillo (The Tarnished angels, 1957). Le gustaba mucho el título francés: La Ronde de l’aube. Al igual que Escrito bajo el sol aquella “ronda” estaba ambientada en el mundo de la aviación. No siempre coincidíamos: para mí, demasiado witt en la primera película, demasiada distancia emocional – ideal para un dandi como Georges Sanders -, demasiado peso del decorado. Él se deleitaba con el cinismo del protagonista y la teatralidad asumida. En alguna escena de la segunda creía estar ante unos tableaux vivants pero a él le apasionaban aquellos amores crepusculares contados a mezza voce. Por mi parte, sigo prefiriendo Imitación a la vida (Imitation of life, 1959) y más aún Sólo lo sabe el cielo (All that Heaven allows, 1955). Sirk le parecía un excelente director de voces dotado de un gran sentido musical, de ahí la estructura de rondó que propone en su libro Tiempo de vivir, tiempo de revivir. Pero pude comprobar viendo películas a su lado que no oía la música empleada en el cine. Me fui percatando de que era ajeno a la noción de armonía, y no sólo en el campo musical, más bien le estimulaba la arquitectura rítmica.
Estaba convencido de que el destino había propiciado su encuentro con Sirk. Ya que adaptó a Ernesto Sábato mencionaré al escritor argentino: “Ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros, son obra de la casualidad, sino que no están misteriosamente reservados. ¡Cuántas veces en la vida me he sorprendido cómo, entre las multitudes de personas que existen en el mundo, nos cruzamos con aquéllas que, de alguna manera, poseían las tablas de nuestro destino como si hubiéramos pertenecido a los capítulos de un mismo libro!” (Creación y tragedia: La esperanza ante la crisis, 2002) Pudo haber escrito estas palabras el hombre al que conocí en el último tramo de su vida. Pueden ser muy distintos, y hasta opuestos, los testimonios de quienes trataron con él en etapas anteriores.
También creía en afinidades electivas nacidas bajo el influjo de los astros. Cuando me dijo ser escorpión (nació el 1 de noviembre de 1942), ascendente acuario, pensé que le haría ilusión leer el artículo escrito por Luc Moullet titulado “Les douze façons d’être cinéaste” (Les Cahiers du cinéma, nº 473, noviembre de 1993) y le entregué una fotocopia. En dicho texto el crítico proponía una tipología de los directores. de los directores en función del signo astrológico Afirmaba la supremacía de los cineastas nacidos bajo el signo de acuario, véanse: Eisenstein, Griffith, Dreyer, Lubistch, Vidor, Ford, Flaherty, Truffaut, Manckiewicz y Fellini.
No sé cuántas veces el “conflicto epilogal” que cierra algunas películas de Sirk fue el punto de partida para disquisiciones en torno a la tragedia, al “melo-drama”, a la necesidad de armar una sólida trama dentro de la cual los personajes van encontrando su lugar. Yo temía que tan férrea estructura los asfixiara. “Agonía” no significaba postrer aliento, gustaba de repetir, sino “lucha”. Olvidaba que también expresa la “angustia” antes de la muerte para poner de relieve la necesidad del combate sin el cual un personaje carece de savia. Su mirada algo marcial – de dramaturgo entiendo – cubría las historias con una capa de metal hasta darles aristas firmes.
Antonio estaba convencido de que en toda forma de expresión existe una culminación insuperable tras la cual cualquier esfuerzo es baldío. Aquella sensación le producía Al azar Baltasar (Au Hazard Balthazar, Robert Bresson, 1966) y más de una vez le oí decir que era la mejor película francesa desde la sobrevalorada, eso lo añado yo, Los niños del Paraíso (Les Enfants du Paradis, Marcel Carné, 1945). Comparto su admiración por la película de Bresson sin llegar a ser tan tajante.
Me concedía que Mouchette (1967) del mismo cineasta no se quedaba a la zaga, ni tampoco las películas de Ophuls. Menos mal. Si exceptuamos a Renoir, en su panteón del cine francés la estupenda La evasión (Le Trou, Jacques Becker, 1960) ocupaba el segundo lugar después de Baltasar. Los dos mil planos de La evasión constituían para él una lección de mise en scène por medio de un puzzle acorde con la proyección mental de los presos. Y eso inevitablemente le atrapaba. Por cierto, recuerdo haber visto escenas de La evasión en la cafetería del Cine Doré en la época en que había monitores que permitían ver extractos sin sonido y el ensamblaje de los planos era portentoso.
Poco antes de que el cáncer lo fuera debilitando me dijo que podríamos dedicar un libro a Anthony Mann pero desconocía el estudio de Jeannine Basinger publicado en 2004 por Filmoteca española y el festival de San Sebastián. Hice caso omiso de su propuesta, ya no era viable, a no ser que nos ciñéramos exclusivamente a un puñado de películas que nos gustaran. Y de todas formas ¿qué editorial habría acogido esta iniciativa? Además, siempre me ha disgustado cierto fetichismo cinefílico que lleva a la adulación. Para escribir lo que ya se sabe, mejor abstenerse. Ante todo asociaba el nombre de Mann a sus westerns y, cómo no, a sus cinco colaboraciones dentro de este género con James Stewart. La filmografía del desmadejado actor le parecía la más sobresaliente de la historia del cine.
Recordé sin decírselo algo que callé hasta hoy a saber que, diez años atrás, después de ver mi primer cortometraje me había dicho, algo apresurado porque debía regresar a casa donde lo esperaba una llamada de su abogado: “Tus personajes podrían hablar en chino me daría lo mismo, pero tienes un sentido del encuadre digno de Anthony Mann.” Poco nos conocíamos entonces e ignoraba lo mucho qué me habían gustado las películas de Anthony Mann durante mi infancia y adolescencia. Quizá El hombre de Laramie (The Man from Laramie, 1955) fue la más comentada entre nosotros porque nos parecía modélico su empleo del formato scope y su arraigo trágico de una densidad y sencillez difíciles de alcanzar en una película de género sometida a cánones narrativos.
Su seco halago relativo a Anthony Mann me hizo pensar que podríamos llegar a congeniar. Ni él no yo éramos cortesanos. Y, de hecho, siempre le dije con franqueza qué me parecían sus proyectos. Lo mismo hizo él conmigo. Percibía en mí más capacidad para crear atmósferas y personajes que estructuras firmes. No se piense que lo idealizo. Hasta La verdad sobre el caso Savolta (1979) sus cuatro primeras películas adolecen de un acercamiento convencional tanto a la escritura como a la dirección. Y no se recuerdan por sus logros actorales. Son películas comerciales características de una época y entorno donde se valoraba más el oficio que el talento. ¿Acaso ha cambiado? Los ropajes, sí. Poco más. Su pasión por el cine le hizo aceptar encargos y fijarse metas menos ambiciosas que los sueños que albergaba. Recuerdo muy bien la primera vez que vi El caso Savolta. Fue un pase en Televisión española. Aparte de que me gustó mucho, mi sensación constante y muy extraña fue que no se trataba de una película española. Ni el tono, ni el enfoque dramático, remitían a películas conocidas. Sus señas de identidad eran otras.