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Nuevas perspectivas en el cine reciente

El crecimiento y la autorreferencialidad de personajes que deben combatir sus propios demonios para empinarse por encima de sí mismos pero sin perderse de sí, se constituyen en temas centrales de un grupo de películas recientes de la cinematografía europea que han ofrecido al espectador nuevas perspectivas y formas de mirar. En este sentido, The Tobacconist, dirigida por Nikolaus Leytner, Elisa y Marcela de Isabel Coixet, The Mistery of Henri Pick de Rémi Bezançon y Dolor y gloria de Pedro Almodóvar apuntan hacia la recuperación de la memoria y el recuerdo propio o del país perdido, dependiendo de las coordenadas hacia las cuales la cámara apunta y el argumento densifica, apoyado por una ajustada cinematografía.

Basada en la novela homónima de Robert Seethaler, de gran éxito en Austria y Alemania, The Tobacconist teje un emotivo tapiz de descubrimientos para el joven Franz (Simon Morze), quien dejará su aislamiento en la remota región, en torno al lago de Attersee, para trabajar como aprendiz de estanquero en la Viena al borde de la ocupación nazi. El film se abre con grandes panorámicas del lago, sacudido por una fuerte tormenta que repercute en la psiquis de Franz sacándolo de su zona de confort, donde la imaginación crea un universo particular alejado de la realidad circundante. Una realidad que lo lleva a encerrarse cada vez más dentro de él y, espejeando el principio freudiano de los sueños donde inconscientemente se sumerge, le llevará a liberar los deseos reprimidos de infancia tan pronto llegue a la capital.

De hecho, el mismo Sigmund Freud, sensiblemente interpretado por Bruno Ganz, entrará como personaje en la diégesis al ser uno de los más asiduos clientes del estanco donde Franz labora y vive, impulsado por el recalcitrante Otto (Johannes Krisch), propietario del local, quien perdió una pierna en la Primera Guerra Mundial y, a diferencia de los tenderos circundantes, tiene clientes tanto comunistas como judíos. La visión mucho más abierta de Otto, influirá decisivamente en la educación sentimental de Franz, igualmente sugestionado por el mismo Freud a quien contará sus sueños, a cambio de una provisión de exquisitos habanos cubanos.

El descubrimiento del sexo y los primeros desengaños amorosos acercarán al filósofo y al joven, imbricando dos existencias disímiles pero identificadas por la curiosidad y el poder de los sueños para explicar los meandros de la psiquis. Por consejo de Freud, Franz empezará a escribir los suyos y, cuando la violencia de la SS arrase con su realidad y lleve al psicoanalista al exilio, quedarán adheridos a las vitrinas de la tienda clausurada, como alegoría de una forma más inclusiva de mirar, evidentemente subversiva en el contexto de violencia y odio del marco histórico.

Una producción de gran lirismo muy fiel a la época y la excelente fotografía contribuyeron, no obstante, a transformar el horror en un canto a la libertad, la solidaridad y el apoyo hacia quienes se rebelan contra las intolerancias, aún en detrimento de su propia vida, en un mundo, tal cual apunta el cineasta, “que sufrió enormes cambios y llegó a su final, junto con los protagonistas”, pero sin perder su capacidad de denunciar y sorprender.

Elisa y Marcela manifiesta, igualmente, los obstáculos para hacerse con el yo abiertamente, en una sociedad conservadora y prejuiciada, como era la española a principios del pasado siglo, rescatando la historia de amor de dos jóvenes dentro de un entorno machista y castrador. Con agudeza y acierto, la directora utilizó el caso real de dos mujeres de A Coruña quienes, en 1901, se casaron por la iglesia cuando una de ellas se hizo pasar por hombre y, tras muchas vejaciones y acosos entre Galicia y Portugal, lograron emigrar a Argentina.

Bajo la dirección de Coixet, el suceso tomó visos sumamente poéticos mediante un conciso trabajo de cámara donde el paisaje del cuerpo y el cuerpo del paisaje se fusionaron para crear un sugerente fresco, en el cual lo sensorial abarcó el espacio fílmico. El uso del blanco y negro le permitió igualmente a la realizadora crear ambientes de gran densidad, y potenciar el valor de los claroscuros, para desarrollar atmósferas dables de privilegiar la intimidad de la pareja contrastándola con la represión y el acorralamiento de lo masculino.

Esta perspicaz visión de una relación donde no faltaron los altibajos, producto del forcejeo interno de las protagonistas para conciliar su pasión con la maternidad —Marcela se dejó embarazar por un joven de la zona a fin de darle más veracidad a la historia— y el ostracismo social, en una época cuando a ella se le exigía casarse, vivir soltera a merced de sus familiares o entrar en un convento, le permitió a la directora reforzar los vínculos entre las heroínas y destacar la complicidad de lo femenino.

Esto, al tiempo de reafirmar su solidaridad con la expresión sin trabas de las sexualidades otras, en la coyuntura contemporánea, donde asistimos al retroceso en los logros obtenidos durante épocas anteriores, como consecuencia de los neonacionalismos, la homofobia y el racismo. En sus palabras: “Es cierto que nos encontramos en un momento de resentimiento y retroceso. De repente están en peligro unos logros sociales adquiridos no hace tanto que me parecen justos e irrenunciables. En concreto, está bajando el número de países donde el matrimonio homosexual está legalizado. En Brasil, sin ir más lejos, están hablando de retirarlo. Yo soy totalmente alérgica al matrimonio, pero creo que cada cual debería poder casarse hasta con su perro, si así lo desea”.

The Mistery of Henri Pick se devuelve a otras incógnitas igualmente apasionantes, en lo que a la expresión del ser se refiere, aquí con respecto a la identidad del autor de un manuscrito, en apariencia rechazado, descubierto por una ambiciosa joven editora y transformado en bestseller de la noche a la mañana. Al visitar una curiosa biblioteca donde hay una sección de manuscritos rechazados, la joven se topará con uno que imanta su atención, pero pone a sospechar a un importante crítico literario, reacio a aceptar que un cocinero poco dado a la lectura, y quien nunca había escrito nada más allá de alguna circunstancial carta, haya podido crear una pequeña obra maestra.

El film se detendrá en las pesquisas del crítico para desentrañar el misterio, a la vez que explorará los recovecos más recónditos del yo de los personajes, en una labor de arqueología literaria sumamente apasionante. Un ágil trabajo de cámara y un montaje fragmentario donde se destacaron los juegos de plano-contraplano en los “duelos” lingüísticos, dentro de una sociedad tan fervientemente intelectual como la francesa donde, según uno de los personajes, “hay más escritores que lectores”, le dio a la película el toque irónico y una cierta dosis de cinismo, en la crítica del hermetismo, las componendas y los juegos de poder intrínsecos al establishment literario.

Filmada entre París y la Bretaña, la película contrapone la sofisticación de la capital y el regionalismo de Crozon en las figuras del editor y la hija del supuesto autor, quienes como un Sherlock Holmes y un Mr. Watson galos, van siguiendo las pistas hasta dar con el verdadero autor del manuscrito. Una aventura llevándoles a confrontar sus propios fantasmas, inadecuaciones, intolerancias, excesos y carencias que reverberan en los del espectador y se detienen en las incongruencias del mundo editorial, volcado de manera narcisista en su propio prestigio y poder de decidir cuáles son los libros que merecen ser publicados o rechazados, dependiendo muchas veces de los particulares intereses de la organización y no de la calidad del manuscrito per se.

La escena final donde los protagonistas se vuelven a encontrar frente a la costa bretona, en los albores de una nueva especulación crítica o un nuevo “caso” literario sobre el cual desplegar una vez más sus dotes investigativas, invita a la reflexión y al cuestionamiento de nuestras sociedades, en su efectividad para darle al autor, al artista, al cineasta el lugar que certeramente le corresponde dentro del colectivo, sin que variables exógenas al talento entren en la ecuación.

Algo que Pedro Almodóvar conoce muy bien, pues su filmografía es una continua exploración del sitio desde donde escribe y dirige cada película. La más reciente, un canto a la vida por y para el arte, a pesar de las aflicciones del cuerpo y el corazón. Con un profundo conocimiento del lugar por él ocupado en el canon cinemático, pasa revista a los pliegues más internos del yo en un proceso autocrítico, no exento de egolatría y sentido del drama por supuesto, pero que no anega la diégesis sino la perfila y cincela para un espectador, cómplice en la labor de exponer y exponerse.

Un guion muy coherente y una cinematografía impecable, en espacios de gran riqueza cromática y sensorial, sirven de detonante al recuerdo, en su función de hacer un balance de lo ganado y perdido a lo largo de cuatro décadas de compromiso consigo mismo y el público, pese a los altibajos personales y profesionales. Dolor y gloria, entonces, compactamente escudriñados.

Antonio Banderas, como alter ego del propio Almodóvar, premio al mejor actor en Cannes, convoca a los fantasmas del cineasta con elegancia y mesura, demostrando cualidades histriónicas aletargadas durante su paso por Hollywood, al no haber encontrado allí a otro director que supiera potenciarlas. Esta película, sin embargo, ha logrado redimirlo y recuperarlo para la actuación de primer orden, tal cual quedó asentado en colaboraciones anteriores como La ley del deseo (1987) y Átame (1989) que, por otro lado, le abrieron la puerta al cine norteamericano si bien, a diferencia de Javier Bardem, no consiguió desarrollar en él una carrera a la altura de los grandes actores.

La disfuncionalidad y neurosis, propias del director, quedaron también tatuadas dentro del espacio cinemático sin eufemismos ni ambigüedades, haciendo mucho más cercano a este realizador, con guiños a otras producciones en su haber como La mala educación (2004) y La piel que habito (2011), sólidamente espejeadas desde las actuaciones de Penélope Cruz y Julieta Serrano, en el papel de la madre de la infancia y la de la madurez respectivamente.

Y será, justamente, en ese recorrido dable de recuperar lo vivido y esfumado en la nebulosa de los años, donde Pedro Almodóvar se reencontrará consigo mismo y con todo lo que había quedado atrás pero nunca fue olvidado. “Uno nunca debe olvidar. La memoria es necesaria, en todos sus aspectos, la personal, la histórica, la social, la de un país. Lo dice alguien que intentó renegar de forma consciente del pasado en sus películas de juventud, como si la sombra de Franco no hubiera existido. Fue un modo de vengarme de toda esa herencia malsana, intentando empezar de nuevo, desde cero. Pero era una postura intelectual, no significaba que hubiera olvidado. Uno nunca debe olvidar, ni las cosas buenas ni las cosas malas”, asentó el director. Ciertamente: ellas acaban surgiendo con mayor fuerza, en tanto más nos aproximamos a la cima del tiempo recobrado donde lo aprendido, sentido e intuido convergen y cobran todo su sentido y más, tal cual estas producciones demostraron en su labor de revitalizar el séptimo arte para el espectador de hoy.

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