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Nueva York, de tabernas, bares y artistas (III)

Nueva York, de tabernas, bares y artistas (Parte I)

Nueva York, de tabernas, bares y artistas (Parte II)


Resumen parte 2: Pero New York es bastante más que la capital cultural y financiera del mundo. Las calles que inspiraron a Federico García Lorca a escribir Poeta en Nueva York, son, sobre todo, una inagotable caja de pandora, un mega experimento social, una visión del mundo, una ventana al futuro. Para el escritor cubano Reinaldo Arenas, en cambio, la ciudad significó al principio una nueva y delirante vida de libertad, después de haber sido encarcelado en Cuba por su condición homosexual. Se suicidó así como José María Arguedas. Ambos incomprendidos y agotados, arrinconados y caricaturizados, incluso ahora, pese al auge de los estudios culturales, de género, de minorías, y de eso que llaman Zonas de Contacto ¿?

Arguedas vivió su propia pasión por NY, una pasión de pocas noches, de unas cuantas horas, también en Harlem, en brazos de una prostituta negra, que le hizo comparar NYC con un río torrente y vigoroso como el amazonas. Los últimos años de Arenas, en cambio, fueron de desilusión de la sociedad americana, por eso escribió El Portero, novela autobiográfica que cuestiona la idea de libertad y el happy ending gringo, y que se inspiró en el único oficio estable que pudo conseguir en sus diez años de vida americana, portero de un rascacielos de departamentos de Manhattan: “Una puerta más amplia y hasta entonces invisible o inaccesible; puerta que era la de sus propias vidas y, por lo tanto la de la verdadera felicidad”.

Así como hay muchas maneras de ser neoyorquino, hay un Nueva York para cada uno. En el Village y el Soho, se encuentran algunos de los bares más antiguos y con más personalidad de la ciudad, como: McSorley’s, Chumley’s, White Horse Tavern, Cornelia Café y Ear Inn. A diferencia del Blue Bar del Algonquin y del PJ Clarke’s, más exclusivos, estos bares son frecuentados por manadas de jóvenes artistas, aspirantes a escritores, poetas y cineastas, turistas y bohemios.

El McSorley’s es mi favorito. Al entrar lo primero que sentimos es el aserrín que se mete en nuestros zapatos, el aire cargado y meloso por el olor de la propia cerveza que fabrican en el sótano y la cantidad de gente, la muchedumbre que hace que todo el lugar parezca una sola conversación, una sola carcajada. Sus mesas están rayadas como si jugaran niños sobre ellas, pero impecables, suaves, y sus paredes repletas de fotos y recortes de periódicos que nos cuentan la historia más de izquierda de los Estados Unidos. Todo esto me gusta, me transporta en el tiempo, pero debo confesar que al principio me enamoré del lugar por razones superficiales. El tipo que me llevó me dijo que era el bar favorito de Kennedy y de un montón de escritores, y yo quería ser como ellos. Luego regresé a sus cervezas con mi amigo Ulises y ahí sí se puso mejor, porque plantamos nuestra banderita peruana sobre sus mesas, hablando de los escritores que queríamos ser y de las mujeres a quienes queríamos amar. Como yo también quería ser uno de esos escritores legendarios, escribí parte de mi primer libro de cuentos: La mejor historia de amor es siempre la mía en la mesa de la derecha entrando al bar y que mira a una iglesia ortodoxa, debajo del probablemente último teléfono público de los bares de la ciudad, y me alucinaba alcoholizado ser un verdadero escritor. Años después, Ulises me invitó a tomar unas cervezas junto a una escritora chilena de nombre Lisa, y con Daniel Alarcón. Daniel era un par de años más joven que nosotros y había publicado su primer libro de cuentos en Harper Collins/Rayo. Ya había empezado a disfrutar la miel de la celebridad porque un cuento suyo había aparecido en The New Yorker. Cuando nos enteramos a todos se nos cayó la quijada. Su cuento Ciudad de payasos era –y es- sensible y potente, y él parecía haber sido señalado para cosas serias, como se confirmó con los años. Como sea, lo que recuerdo de aquella noche no son nuestras conversaciones literarias, seguramente anodinas, sino que, en algún momento Daniel se levantó borracho y nos mostró orgulloso y lleno de amor su pecho con un tumi tatuado, y nos dijo, con un tono extraño que parecía melancolía, como si se sintiera algo descolocado, que nosotros sí éramos peruanazos, y él, finalmente, un gringo.        

El bar abrió sus puertas en 1854 gracias a John McSorley y hasta 1970 no estaba permitida la entrada a mujeres. Los grupos feministas lo demandaron y desde principios de los 70 todo el mundo puede entrar. Durante muchos años McSorley’s, ubicado entre la Tercera Avenida y la Calle 7, fue el centro de reunión de la izquierda neoyorquina, especialmente sindicalistas, quienes aprovechaban la discreción de sus dueños para conspirar. Fue en este bar -también frecuentado por Abraham Lincoln y John F. Kennedy- en donde el famoso poeta norteamericano E.E. Cummings escribió: “I was sitting in McSorley’s. outside it was New York and beautifully snowing./ Inside snug and evil. the slobbering walls filthily push/ witless creases of screaming warmth chuck pillows are noise/ funnily swallows swallowing revolvingly pompous a the/ swallowed mottle with smooth or a but of rapidly goes gobs/ the and of flecks of and a chatter sobbings intersect with/ which distinct disks of graceful oath, upsoarings the break/ on ceiling-flatness…”.

Años después, gracias a una clase con Antonio Muñoz Molina, descubro al gran Joseph Mitchell. No teníamos que leer nada sobre el bar, sino su crónica “Joe Gould’s Secret”, pero me gustó tanto su escritura que salté a su “McSorley’s Wonderful Saloon” y leí: “McSorley’s bar is short, accommodating approximately ten elbows, and is shored up with iron pipes. It is to the right as you enter. To the left is a row of armchairs with their stiff backs against the wainscoting. The chairs are rickety; when a fat man is sitting in one, it squeaks like new shoes every time he takes a breath. The customers believe in sitting down; if there are vacant chairs, no one ever stands at the bar. Down the middle of the room is a row of battered tables. Their tops are always sticky with spilled ale. In the centre of the room stands the belly stove, which has an isinglass door and is exactly like the stoves in Elevated stations. All winter Kelly keeps it red hot. «Warmer you get, drunker you get,» he says”.

A todos mis amigos o a quienes son importantes para mí he llevado al McSorley’s. A casi todos les ha gustado, pero no a todos. Por ejemplo, a mi buena amiga Andrea, de origen Ucraniano/Venezolano, nacida en Nueva York, cuando le hablé del bar me puso una cara de pocos amigos, y me contó que cuando era niña recogió, con demasiada frecuencia, a parientes del lugar. Ellos bebían, mientras ella se quedaba con su abuelito en una iglesia católica de los alrededores. Le he preguntado si quiere tomar unas cervezas conmigo en McSorley’s, para poner un poco de miel a sus recuerdos. Estoy esperando su respuesta.

Pero hay vida más allá del McSorley’s.

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