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De Nueva York a Caracas, pasando por Maracaibo

Desde abril no hay vuelos directos entre Nueva York y Caracas, la única ciudad hispana que llegó a tener viajes supersónicos de Suramérica a París.

Hoy, viajar de Nueva York a Venezuela implica de 2 a 3 conexiones aéreas, y lo que antes era un vuelo de cuatro horas y media puede tomar más de un día. Semejante retroceso es una fotografía en primer plano de lo que el país padece desde 1999. «Me ladra y me muerde la burda ironía…» dice el poema «Maracaibo Mía», de Udón Pérez.

Radio y TV plenos de propaganda tratan de mantener vivo al Teniente Coronel Hugo Chávez, repitiendo al hartazgo sus discursos, que irónicamente terminan siendo su peor espada. «La revolución no debe estar reñida con la eficiencia», profetizaba su folklórica voz muy temprano el pasado domingo 15 de octubre, día de «elecciones» regionales.

Una semana en la Caracas de 2017 enseña más que un año en cualquier facultad de Psicología, Historia, Sociología, Ciencias Políticas, Economía, Filosofía o Periodismo. Nada hace justicia, ni siquiera las palabras desesperanza, fracaso, recesión o dictadura.

Tampoco se puede ni por un segundo acusar de resignación a una sociedad aturdida y arruinada, que ha pagado su resistencia con cárcel, torturas, discriminación (dentro y fuera del territorio), violaciones al domicilio y asesinatos, mientras enfrenta escasez, inflación, mortalidad infantil y enfermedades del siglo XIX, convertida en juguete del crimen internacional, traiciones políticas e intrigas petroleras.

Todo ha cambiado, para mal. Venezuela llegó a ser la cuarta economía del mundo y ahora no logra entrar en el tercer milenio. Caracas luce a ratos fantasmagórica, tras la emigración masiva de la clase profesional, el alumbrado fallido y la parálisis de la mitad del parque automotor por falta de repuestos, quizá luego de caer en algún cráter del asfalto vencido a favor de un revolucionario que saqueó millones de dólares.

Los precios suben en horas en una «república» anárquica sin papel moneda, bancos colapsados, censura y absurdos endógenos. Como en la novela 1984 de Orwell, dos más dos es cinco, o quizá tres o siete, dependiendo de la hora y del gestor necesario para el trámite en la burocracia típica del totalitarismo, alimentada por parasitismo y desesperación.

Como Somalia, hoy Venezuela es un reto a la humanidad. Sólo con intervención internacional hay posibilidad de retornar a la civilidad. Nada nuevo, ya pasó en Alemania, Camboya, Panamá, Perú, Haití, Centroamérica, la ex Yugoslavia, Ruanda, Irak, Afganistán y otros casos más. Pero ningún régimen en la historia ha despilfarrado y conspirado tanto contra su propia gente, clamando soberanía por aquí y por allá, con un mandatario paisano de las FARC que admite recibir órdenes desde Cuba, y empeña la economía presente y futura a Rusia y China.

Atornillado en el poder y orgulloso de mostrar su analfabetismo funcional, no duda en criticar a Mariano Rajoy por su «represión brutal, inclemente» contra «el derecho a la democracia, a la paz, a la libertad…» en Cataluña. Lo suyo no es doble moral, es amoralidad. No es falta de sentido común, es falta de sentido. Punto.

Venezuela es un péndulo pirata que va de la informalidad al autoritarismo, leyes de adorno, universidades sin docentes, periódicos raquíticos y aeropuertos sin luz ni baños, donde los pasajeros de los pocos vuelos internacionales que quedan son humillados y hasta saqueados en sus equipajes para «combatir» el tráfico de drogas apoyado por los padrinos del poder.

Nada importa ni hace sentido. Total, un cartón de huevos cuesta más que un camión de gasolina. Las agujas del reloj pueden comenzar a girar al revés, las horas podrían ser abolidas y daría igual.

Hartos de la anarquía, los venezolanos pasaron del «mi vida, mi amor» al «quiero morirme», que declara una humilde anciana.

«Cuesta entender esto», resume un ex profesor, amigo, políglota, intelectual y eminencia del derecho internacional, negado a emigrar de Caracas. Si lo dice él, es verdad.

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