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Roberto Ponce Cordero
Roberto Ponce Cordero - viceversa magazine

Nowhere to fly to (I): Leyendo 2017 a través de The Wall de Pink Floyd

Hace poco empezó a circular la noticia de que Roger Waters, legendario co-fundador y bajista de Pink Floyd, así como uno de los rockeros clásicos más universalmente respetados por su indudable coherencia musical y personal, estaba considerando montar un concierto en la frontera mexicano-estadounidense para tocar, junto a otros artistas, el disco The Wall (1979), uno de los más emblemáticos de la banda británica.

Es cierto que nada de esto es concreto: el hombre lo está considerando. Pero, por un lado, Waters no es conocido ni por veleidades ni por tendencias a caer en sensacionalismo. Si acaso, la imagen del bajista es una de demasiada seriedad y voluntad de cargar el mundo encima de sus hombros, ya sea por lo sombrío y grave de sus composiciones para Pink Floyd; por sus esfuerzos por salvar la existencia del grupo pero también, una vez que estuvo claro que la separación era inevitable, por hacer que dicha separación fuera legal, absoluta y definitiva; o por su apoyo público a la causa palestina, que lo ha llevado no sólo a hacer declaraciones de claridad asombrosa para el discurso político general y abstracto tan habitual de las grandes celebrities, sino también a excluir a Israel de sus giras y a usar la estrella de David como símbolo de la represión y del mal en la parafernalia de sus conciertos.

Por otro lado, Waters es famoso por su olfato para haber intervenido, precisamente con ese monolito que es The Wall, en momentos históricos en los que dicho disco calzaba como anillo al dedo. Lo hizo, para empezar, en la época misma de producción del álbum, en la que el vendaval thatcheriano y el punk cancelaban ya del todo el sueño emancipatorio del rock progresivo de los sesenta y setenta del siglo XX para desembocar en el cinismo, la ironía y el supuesto fin de las ideologías de los ochenta y noventa. Quizás más significativamente, lo repitió en el período de la caída del muro de Berlín en 1989, expresión metonímica casi demasiado ideal, a nivel iconográfico, del derrumbe de todo el sistema soviético –de por sí uno de los colapsos imperiales más sorprendentes y enrevesados de la historia– y que fuera conmemorada por Waters mediante un multitudinario concierto que tuvo lugar en la mítica ciudad alemana en julio de 1990 (es decir, antes incluso de la reunificación) y que contó con la participación de Van Morrison, Joni Mitchell, Sinéad O’Connor, Cindy Lauper, Marianne Faithfull y, en un detalle digamos que muy “de la época” y que, como tal, resulta ahora un poco incomprensible, de nada menos que de Scorpions y de Bryan Adams. Ah… y de cerca de medio millón de personas que compraron una entrada para estar en el público, rompiendo el récord de asistencia hasta ese entonces para un concierto pagado. Con su gira “The Wall Live”, con la que trashumó el mundo entre 2010 y 2013, Waters confirmó lo que ya intuíamos: él sabe por dónde van los tiros y, si toca, sabe tirarlos (pregúntenle nomás a Gilmour).

Ahora parece que Waters ha empezado a apuntar sus tiros hacia Donald Trump. Así, desde mediados de 2016 empezó a incluir, en sus presentaciones en vivo, proyecciones gigantescas del magnate norteamericano superpuestas a fotos de miembros del Ku Klux Klan, así como un globo gigante en forma de cerdo que, durante la interpretación de la canción “Pigs” (una de las piezas angulares del álbum Animals [1977], que de por sí rendía un homenaje oblicuo al George Orwell de Animal Farm [1945], otro autor muy relevante hoy en día), vuela por encima de las audiencias y tiene escrito en su costado el nada sutil mensaje “Fuck Trump and his wall”. Si el concierto fronterizo, cuyo anuncio fue lanzado también un poco como globo sonda, llega a concretarse, representará sin duda una escalada perfectamente calibrada para provocar al mayor provocador del planeta, hoy “presidente” de los Estados Unidos, por medio de una adaptación –y una que probablemente volverá a romper récords– de una obra que, como The Wall, empieza a volverse atemporal y, por lo mismo, perfecta, aterradoramente actual.

En efecto, Waters explica su deseo de llevar a cabo este concierto, más allá de las obvias razones económicas, con el hecho de que, en su opinión, The Wall es “very relevant now with Mr. Trump and all of this talk of building walls and creating as much enmity as possible between races and religions”. Asimismo, se esfuerza por dejar claro que, aunque el concepto original del álbum era, según él (su compositor al fin y al cabo, ¡pero difiero! De eso trata la nota de la próxima semana), “about how detrimental building walls can be on a personal level”, sus temas y obsesiones son aplicables también a fenómenos que trascienden lo personal y operan “on broader levels” (). ¡Como si hiciera falta justificar la pertinencia de la rara historia de Pinky y su descenso a la esquizofrenia, alegoría quizás de un momento del mundo en el que la podredumbre social empieza a aflorar, para estos tiempos de Trump! Él se la pone fácil, de hecho, a Waters, con su burdo discurso xenófobo y su infantil fijación en la construcción de un muro mágico y redentor. Incluso el juez o el maestro de la canción “The Trial” de The Wall se quedan cortos en cuanto a la más supina villanía.

Ahora bien, con el nuevo “presidente” estadounidense todavía no sabemos si se trata de un tonto útil o del sujeto maquiavélico por excelencia, pero, si creemos que es lo segundo (yo personalmente lo dudo, pero lo cierto es que no me quedan certezas ni sobre esto ni sobre nada), la equivalencia con las canciones “In the Flesh”, “Run Like Hell” y “Waiting for the Worms”, todas ellas del lado cuatro del álbum cuádruple, de cuando la soga de la narrativa ya se ha estirado hasta el punto de que estamos ante el colapso psicológico y/o social total, representado en este disco por el fascismo, la equivalencia de esas canciones con el ascenso de Trump, decía, es realmente uncanny, por falta de un mejor término en castellano: es raro, es siniestro, es extraño, es sorprendente e inesperado. Si nos remitimos al filme de Alan Parker Pink Floyd – The Wall (1982), creado en cercana colaboración con la banda (más que nada con Waters) y, desde su estreno, inseparable de cómo el álbum es o puede ser leído por cualquier incauto adolescente que llega a él y a quien cambia, como a un servidor a sus catorce años de edad, es realmente espeluznante cómo la parte de la película en la que suenan esas canciones se asemeja a la era Trump. Es como si se estuviera filmando 35 años antes, es un reality show. Mayor comentario me temo que sobra: el video está acá. Good night, and good luck.

 

“So you thought you might like to come to the show?”

“Run Like Hell”…

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