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Notas para un domingo desahuciado

I

Después de tanto, algo debería poder decir sobre los exámenes. (El deber es una palabra complicada, y la desmiento, en tanto que la asumo.) Contar anécdotas, hacer frases apologéticas de la evaluación, escribirle poemas a los profesores que lo merecen -nunca como ustedes están pensando-, tal vez dar un curso de destrucción de instituciones (de la institución que soy yo, por supuesto, porque los exámenes siempre destruyen al que los hace, y solo a él). Ya de perdis, de perdis, debería dar una tedtoc, volverme líder viejo y joven.

II

Podría escribir un libro sobre los exámenes que he pasado (con los otros sigo en guerra), o mejor, parece que el trabajo ya lo hicieron por mí: un libro de todos los exámenes que haya hecho. Estaría dispuesto a dar crédito a mis profesores, firmar un contrato. Me imagino llegando a la oficina de la maestra de primaria a la que le copiaba su lista de lecturas (para cuando ella entraba con el libro -aún con la etiqueta de precio- yo ya lo había terminado, pero sin aires de lector: intuía que sus discursos insufribles en la clase de español guardaban oscuras relaciones con los libritos, había que adelantarse): Miss Cristi, sus lecturas fueron poco más que detestables, para usted no hay regalías. La mayoría -espero- no me recordará, y uno que otro me cerrará la puerta en la cara. Ni modo: la educación no es para amables.

III

El domingo es el único día del que tenemos memoria. Entre semana el jefe es la agenda: cita de diez con el contador, clase de doce, pasar por las niñas, ver la póliza de los Morales, acabar el proyecto, comer, marcar al banco (hay quienes siguen yendo), correr al gimnasio, comprar las cosas para la comida, regañar al hijo por no querer el suculento platillo infestado de apio, pimiento y mucha fibra que preparó mamita. Por la noche, vivir unos segundos al quitarse los zapatos y morir al otro día desde las seis. Lo aceptamos como aceptamos a nuestros poetas.

IV

¿Qué dirían los exámenes de mí? ¿Qué maraña se le revelaría a mi psicoanalista que en ningún texto le podré contar? ¿Qué parte les he dejado? Los exámenes son -comienzo a pensarlo- la mejor de mis autobiografías.

V

Viernes y sábados no existen: se nos van entre las idas al cine, las sobremesas, las salidas temprano, las fiestas infantiles, las cenas, el desamor, las enunciaciones de libertad desde primera hora de la semana en que dos amigas se repiten -sin querer dejar de hacerlo, porque es motivo para seguir la sobrevida-, nos vemos el viernes. Sí, el viernes. El viernes…Se desgatan tanto con cada deseo reprimido, cada presentimiento de lo que será la alegría, que en aquellos paraísos aguarda una actividad tan multifrénica como la encargada de anhelarlos, donde no cabe más que la vaga melancolía, mientras regresamos al hogar arrastrando la ceniza de botellas, de que vuelva a ser viernes…

VI

Para pensar en los exámenes hay que pensar en sus autores. Pero los autores tal parece que son fantasmas. A pesar de que todos los conocemos, no dan la cara. A diferencia de los escultores (cuyo nombre da valor a la obra), de los empresarios (que bautizan fundaciones con sus apellidos), de los novelistas, quienes escriben los exámenes omiten su firma. Incluso cuando aparece, lo hace siempre estrictamente en una página de portada o una esquina superior, junto con el nombre del curso y el periodo de estudio, antes de que se formule cualquier pregunta, como para protegerse: este soy yo, profesor tal de tal cosa en tal año, pero el examen es aparte, no tenemos qué ver. Se pudiera malinterpretar como muestra de munificencia: igual que antiguos artistas, no firman sus obras porque no tienen interés allende de contribuir a la humanidad a través de la ilustración de sus alumnos. Emulando buenos sacerdotes, entregan lo poco que tienen sin pedir a cambio. Empero, los profesores no solo tratan con sigilo sus exámenes (no dejan que los alumnos se los lleven o les saquen copias, solo se puede tener acceso a ellos en un lugar específico, con tiempo medido y condiciones rígidas), sino que no comparten las respuestas, indolentes ante el sufrimiento de decenas que están a punto de reprobar. Si en el tripalium que da origen a trabajo tenemos el germen del sufrimiento cotidiano, en el anonimato de los exámenes debemos ver la perversión de sus creadores.

VII

Los domingos nadie habla. No importa que sea el día de rezar, de ir al béisbol llanero, de tomar café con la abuelita o hacer el súper, los domingos nadie habla. Ni siquiera Dios, que en el día séptimo estaba tan exánime, hastiado de la miseria que había hecho del mundo, que se dedicó a descansar. No sabemos a qué hora se levantó, pero con toda seguridad fue tarde. Su diario asegura que apenas le dio tiempo de bendecirnos y dar las buenas noches, antes de volver a dormir.

VIII

Decir de los exámenes, primero, que son terribles. Nadie quiere presentar un examen. Es una tortura desde el instante en que se anuncia. Antes de la amenaza que un mal resultado representa, está la vida que te roba. Los exámenes se apropian del tiempo que media entre que se establece la fecha y se cumple el plazo. Uno quiere ver películas, ignorarlo, salir a caminar, seguir con su vida, pero como sabemos que todo ese tiempo se podría estar empleando en estudiar, no se puede gozar de otra actividad porque se convierte en sentimiento de culpa. Por nimio que sea el examen, las costumbres correctas dictan que debemos estudiar, pero hasta el que domina la materia desconoce las preguntas, entonces todo el tiempo invertido en algo diferente al repaso de las notas de clase podría estar provocando que obtengamos menos puntos. La labor que no produce remordimiento es el estudio, justo lo que no queremos hacer. Las únicas distracciones permitidas son las que exige el cuerpo, por eso los estudiantes en víspera de evaluaciones comen tanto, y es común enterarse de que alguno no estudió por estar durmiendo. Hasta ir al baño se reviste de un placer inenarrable. Si el cuerpo lo pide, ¿quiénes somos nosotros para negárselo?

IX

Así, los hombres que siguen el ejemplo de Dios no quieren saber del domingo. Es un paso inevitable, pero nadie quiere darlo. Uno se levanta y camina letárgico porque el idilio artificial ha estampado. No se puede escapar a uno mismo. El domingo primero fue temido, pero como siempre pasa con los enemigos, ahora es odiado. Los seres que antes se arrumbaban en su balaustrada, preguntándose en secreto por el sentido de la existencia, ahora arremeten de nuevo: llenan los cafés, las salas de cine, atascan sus cajuelas, se convencen de necesitar prendas que venden en Angelópolis. Rebosar el tiempo antes de que nos devore. Pero es inútil. ¿De qué se habla los domingos si no es de baratijas infructuosas que siempre intentan (y siempre fallan) ahuyentar los demonios? ¿Qué persona que se jacte de serlo puede negar que los domingos se ha sabido hermano de Atlas? La gente quiere y no quiere volver a casa.

X

Uno se vuelca en sus exámenes. Y no quiere, pero lo hace. Del viernes se habla intentando seducirlo, atraerlo con las palabras; el examen se enuncia con repulsión, para alejarlo, o deseando que algo en la magia de nuestras quejas abra un hoyo negro en el tiempo que se coma de un bocado sus lentos minutos, que nos permita dar un salto a ese momento en que es hora de entregarlo al maestro y pavonearse. Como el hoyo no se abre y el día se acerca, hay que seguir blasfemando. Suerte de revancha, no lo desgastamos cuando podemos dedicarnos a pensar en él y ya sentados frente al examen nos absorbe. Los alumnos callan, escriben raudo, se concentran tanto que se acuerdan de sí mismos. La mente se contrae para que quepa nada aparte de las potenciales respuestas a lo que inquiere el papel. El que sale de un examen no es un resucitado, tiene la sensación de haber vivido. Al abstraerse -producto del ensimismamiento-, el recién salido se siente liberado no tanto por ya no tener que estudiar como por la ligera sospecha de que ha vuelto en sí. El examen es testimonio de un momento en que el ser es…

XI

El domingo, día sin ocupaciones, el ser pesa. Acaso por eso no lo nombramos y también por eso el espacio nos invade. Como no hablamos de él estamos ahí cuando llega, cual quisiéramos estar en lo que sí apreciamos. En algún momento del domingo, sea manejando, sentado en un sillón o etcétera, uno recuerda lo no sido, se sabe enfermo, nación vacante que, dividida entre el grito y el insomnio, evita la elegía y se convierte en cínica: toma el control y pone una serie. De no hacerlo aguarda el aburrimiento, animal que pide todas nuestras fuerzas: obliga a aguantarse, cargar con las ideas, acordarse de uno, voltearse a ver. Los presidiarios saben que la observación puede llevar en tiempo récord a la conclusión de que el error en este mundo es haber nacido: el aburrimiento es ocupación apta para muy pocos. A la vez muestra de miedo y nuestra debilidad, esperamos que acabe, nos llenamos con lo pequeño: arreglar un cajón, ordenar la despensa, hacer la agenda para el lunes, hablar del siguiente viernes. Los domingos son, pues, el único día que existe.

XII

Mi suicidio lo haré en domingo. No solo para ser empático (no quiero arruinar un viernes y sábado) y hacer más fácil el olvido (los lunes hay compromisos desde las ocho), sino porque será de la única forma en que podré acordarme. Los otros días, ya lo dije, no existen. Sentado en el jardín, acompañado de los poetas verdes que cantan en honor a reyes olvidados, me imbuiré del blues del domingo y dejaré que me consuma. Un día como hoy, para evitar los exámenes del lunes. Mejor: será un examen, de los que he hecho tanto, las preguntas serán amplias, pero en lugar de dejar un pedazo de mí escribiré con Vrettakos el tomo de silencio, como si en la cocina de Dalwood me pudiera rasurar eternamente…

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