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Al Norte la Montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río de Lázló Krasznahorkai

En la tradición literaria se acumulan casos de héroes que buscan una perfección metafísica vertida en un objeto o lugar cualquiera; el vellocino de oro, las manzanas doradas, la escalera angelical de Jacob o aquel jardín entre el Éufrates y el Tigris. La novela del húngaro Lázló Krasznahorkai, Al Norte la Montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (Editorial Acantilado, 2003, trad. Kovacsics) presenta al nieto del príncipe Genji en una fábula similar, si bien, como sabemos, el siglo XXI no es tiempo de héroes.         

Este descendiente del personaje de Murasaki Shikibu sube a un monasterio en busca del jardín más sublime que alguna vez leyó en un libro, Cien hermosos jardines, que terminó perdiéndose para siempre como los tomos de Alejandría. En sus primeros pasos apreciamos su debilidad de cuerpo como la marca de su capacidad para ascender, de ser un elegido como la enfermedad sagrada del César.

Al asomarse al templo, no hay descripción sino construcción: una mirada minuciosa y abarcadora, limpia, sobre cada elemento y de estos se desprende su origen, su forma y su función. Alrededor de edifico hay animales que parecen formar parte como remaches vivos. Un perro apaleado parecer ser el sacrificio inicial para que el nieto entre, un ave es la fuerza espiritual para continuar el trayecto porque «una golondrina pasó por la terraza como una exhalación, y quizás fue ese ligero contacto el motivo de que, al condensarse en dos descensos sumamente suave y un ascenso igualmente delicado y al removerse un poquito el aire por aquel mudo y repentino impulso, el nieto del príncipe Genji recobraba el conocimiento», el zorro rabioso que agoniza como el mal acechante.

Mientras el nieto se acerca al jardín de las maravillas, los malos presagios se acumulan. Lo buscan sus acompañantes, tambaleándose como demonios del vicio, «cerdos borrachos» y un leve temblor estremece los cimientos.

Después de cruzar los cortes de tira de bambú, el ciprés de hinoki y demás piezas sagradas, encuentra una habitación diminuta que «hedía a whisky», con «el cartel de una película estadounidense colgado de la pared». Pero esta decadencia occidental dentro de la antigüedad mítica oriental no es otro mal presagio, sino que responde a la lógica taoísta donde lo opuesto contiene a su opuesto hasta el punto que diferenciarlos es inconcebible.

Los malos presagios desembocan en el jardín doblemente escondido, en el equívoco, en la búsqueda de elevación convirtiéndose en algo tan mundano como el deseo de un vaso de agua. También desemboca en el enigma del final, en la estación de tren súbitamente vacía y la desgracia anónima.

Esta novela es como agarrar un instrumento compacto y de percusión, suave como una flauta de madera.

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