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Noli turbare circulos meos

La esperanza es el único bien común a todos los hombres; los que todo lo han perdido la poseen aún.

Tales de Mileto

Corría el año 212 a. C. y Siracusa era sometida desde hacía dos años a un brutal asedio por parte de las tropas romanas. La causa del retraso en la toma de la tan codiciada ciudad era un sabio, cuyos inventos habían causado hasta el pánico entre los soldados de la robusta República romana. Un día salió un haz de luz desde lo alto de una torre y, una a una, las naves romanas fueron engullidas por las llamas. Cuando por fin lograron traspasar las murallas de Siracusa, el notable ingeniero estaba inmerso en sus pergaminos. Ni siquiera notó la visita del centurión que lo conminó a dejarse aprehender. «Noli turbare circulos meos» (no molestes mis círculos), fue la respuesta del matemático, en alusión a las figuras geométricas de sus planos. Era la advertencia del progreso a la barbarie. Al cabo, el soldado desenvainó su espada y traspasó la humanidad de Arquímedes.

Nunca supimos el nombre de aquel infeliz salvaje —silenciosa venganza de la historia—, pero a nadie en el mundo de la academia le es ajeno el nombre del notable sabio siracusano. Quizá alguien se sienta llamado a rebatirme con el argumento de que Roma llevó progreso a aquellas tierras anárquicas y bárbaras, pero Siracusa no era nada de aquello. Con mucho, aquella isla —la más griega de las islas italianas— nos hace deudores de grandes progresos y luces. Bastaría solo con recordar los nombres de algunos poetas, tragediógrafos, filósofos, retóricos, oradores y sabios siracusanos para sonrojarnos y entender la trascendencia de aquel rival de Atenas.

Con el correr de los siglos han sido muchas las Siracusa y muchos los Arquímedes. El progreso alzado sobre la sangre derramada —como la paz cimentada por la guerra— es una ilusión. Todas las dictaduras se han vendido a sí mismas como la Roma moderna, y todas han partido en dos el corazón de un Arquímedes de turno. Todas han alzado la espada de un tan dudoso como poco meritorio progreso. Los dogmatismos, por antonomasia, son estériles. No hay progreso sin fecundidad del intelecto. Nunca habrá progreso en la punta de una espada o fusil, sino muerte.

«Noli turbare circulos meos». Esta sentencia tendría que estar inscrita, como advertencia, en el frontispicio de universidades, ateneos y academias. Debería quedar claro a los señores de armas que el progreso no está en los cuarteles. Allí solo hay sumisión, una condición extraña a la soberanía del pensamiento plural. No hay modo de encender la chispa del genio creador con el ruido de los sables a las espaldas. Y lo sabemos hasta el hartazgo: las sociedades militarizadas son rebaños tísicos.

Arquímedes es el símbolo del intelectual libérrimo. Su determinación era vertical, tan ajena a los blandengues categóricos de hoy, a menudo amasados con el churre de los intereses particulares y mezquinos. Lo cierto es que se echa en falta un puñado de Arquímedes para que haga lo que aquel, solo, se bastó en Siracusa. ¡Qué bien nos vendría encender en lo alto de la colina de la civilización el rayo de Arquímedes para mantener a raya las ínfulas de bárbaros y sátrapas! ¿Acaso hemos olvidado cómo alinear el espejo ustorio con la luz de tantos sabios que nos han precedido?

Los tiempos han cambiado, es verdad, pero no por ello debemos renunciar al derecho que nos asiste de soñar. Sembrar la esperanza puede ser el mayor acto de rebeldía ante cualquier tiranía. No hay cesarismo que se sobreponga cuando los humillados se truecan en esperanzados, cuando Espartaco rompe los candados del Coliseo y se convierte en el dios del Vesubio.

No molestes mis círculos. ¿Acaso haya forma geométrica más perfecta y albergue mejor la esperanza que un círculo?

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