Escribo quizás algo tarde sobre este libro que ya ha sido más que comentado: la edición príncipe fue arrasada de los anaqueles. Tanto llamé a librerías y tanto me dijeron “no lo tenemos” que empecé a suponer una especie de sociedad que hablaba de libros falsos, publicaban reseñas, comentarios excelentes para que la gente los buscara sin saber que tenían la misma posibilidad de encontrarlo que Sobre el solsticio de Tales o la segunda parte de la Poética aristotélica.
Hasta cuando me llamaron de una librería (había firmado, desesperado, mi número en una libreta a la par del título de esta colección de cuentos) para decirme que les llegó la segunda edición, casi me lo dieron titubeante, como pensado si lo merecía. Tanta farsa acabó desairándome, quería encontrarle un indicio de que no era más que un tema de moda, un libro de culto que se defendía con el fundamentalismo ciego que da el frenesí de la novedad.
Además, he sido más devoto de Samanta Schweblin, la otra cuentista argentina que va en ese camino espinoso de la consagración –pero bien fondeado por la nominación al Man Booker Price-. Después de leerlo, no cabe más que asumir la corona del cuento contemporáneo argentino como una diarquía.
Siempre una colección de cuentos tiene mayor reto para al autor –más el novísimo, el que uno está conociendo por primera vez- por la máxima de Cortázar, la del knock-out, no la de los puntos. En la novela, si una escena te impresionó y los siguientes capítulos se arrastran perezosos, le darás una oportunidad. En este tipo de texto, si el primer cuento te impresiona y el segundo te aburre, ya vas por mal camino. El cuento debe estar sostenido hasta la perfección, encerrado en su propio nerviosismo (quizás no hay otra palabra para los relatos de Enríquez) y estar intacto del efecto del que le antecede y procede.
Los primeros dos cuentos marcan la pauta de lo que vendrá: El chico sucio sigue una corriente más policíaca, La Hostería tiende a lo inexplicable. Pero, como la mayoría de literatura de nuestro tiempos, los relatos compartirán personajes marginales (desfilan huérfanos, adictos, travestis, trabajadores sociales que cometen errores fatales), actos de lesa humanidad –creo que se recordará estas generaciones como las que diseccionaron toda la maldad del que el humano es capaz- y una incertidumbre técnica que siempre le abre campo a una relectura.
El tercer cuento fue el que me hizo dudar. Los años intoxicados intensifica la atención por ser el único que rompe con la forma (está divido en secciones según el año en que ocurren los eventos), pero no es más que una replica de la década los noventas con varias oportunidades narrativas con potencial desperdiciado.
De repente pensé en un patrón, uno donde intercalaba lo fuerte y lo débil para sostener la estructura del libro. Es que siguió La casa de Adela, un texto fantástico al estilo cortazariano –si, es una comparación necia, la misma Enríquez parece prever esto y con una mordacidad ingeniosa en cierta descripción de un barrio escribe que las casas tiene la ventana tapiada para no ser tomadas: bien puede ser un trampa, una mofa o un tributo-, de excelente ejecución, pero acompañado con Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso orejudo que es tan mal desarrollado como suena el título.
Pero, los seis cuentos restantes son magistrales.
Tela de araña
El único publicado en The New Yorker, brilla por su sutileza que inicia con un incendio – que parece tener más propiedades alegóricas que argumentales-, que se ve desde una avioneta y al dar la vuelta ha desaparecido sin dejar cenizas ni rastros. El relato se moverá de la misma forma, se dan indicios de fantasmas, de lo inexplicable pero también de algo más tenebroso: la dictadura, la desaparición, las fosas comunes de cadáveres anónimos. Pero todo gira en el eje de la vida cotidiana de la que no se puede escapar ni con un viaje, la protagonista tiene que arrastrar un matrimonio infeliz y, como pasa tanto en el relato contemporáneo, el final acaba con más de lo no dicho (y lo desaparecido), en el sinsabor.
Fin de curso
El terror, al estilo tradicional, pero con una efectividad proverbial de los textos que siguen un arco clásico. Del tipo que pudo haber escrito Quiroga hace cien años pero todavía sirve. Lo que más resalta es que dentro de la brevedad es capaz de dar un vistazo muy genuino a la dinámica del colegio, es decir, es capaz de darle voz a un par de adolescentes y ser genuina al mismo tiempo. En efecto es un terror primigenio, ese del humanoide pero también a la locura y enfermedad, y se le da un cuerpo deforme que, más encima, está adornado con una vestidura santa: el vestido de comunión. De esos contrastes que dan escalofríos.
Nada de carne sobre nosotras
La concepción de este es simple: mientras la narradora –que tiene una de las voces más fuertes pero también más líricas- se va dejando morir de hambre, está encargada de ir cubriendo de vida una calavera, de ponerle luces y buscarle, con instinto sabueso, una columna vertebral. Importa, más que el argumento, la forma en que está escrito, su humor negro que esconde un ritual suicida.
El patio del vecino
Conforme el libro avanza, los relatos van agarrando intensidad. Este se basa en el misterio voyerista –al estilo de La ventana indiscreta-, que conforme es investigado por la protagonista parece volverse cada vez más sórdido, extraño. Se va viendo un leitmotiv: un problema que parece actual, la búsqueda de esos crímenes que están tan popularizados por la televisión, va convirtiéndose en una especie de retorno al miedo a los instintos primitivos que escondemos.
Bajo el agua negra
Se dice que esta generación es una sin rumbo –en el mejor sentido de la palabra, es decir, en vez de crear una estética saltan de una a otra, las fusionan en sus laboratorios de tinta-, “un escritor de mi generación ya no se inscribe en una tradición determinada sino en varias“, asegura la autora en una entrevista para La Nación llevada a cabo por Verónica Boix. Y no creo que pueda explicarse mejor que en este relato. Es algo así como una rapsodia que inicia en una novela policíaca tradicional, que se vuelve una novela de realismo social casi naturalista –y digo novela, (sin desprecio al relato) porque crea en pocas pero tan precisas páginas una suerte de cosmogonía de problemática ecológica-; sutilmente se convierte en un texto de horror que más que evocar una tradición literaria parece invocar el filme de terror o hasta escenas de videojuegos (ya se decía que los escritores había que asumirlos tanto como lectores como espectadores, habrá que agregar jugadores) con sus moluscos antropomorfos, pastores suicidas, adoradores de animales muertos; acaba, triunfal, convirtiéndose en el terror lovecraftiano –la criatura también espera soñando-.
Verde rojo anaranjado
El título cromático se refiere al estado de un chat, pero también a esa graduación del estar, no hay una binario estar o no estar, existe el intermedio anaranjado. Ocurre que un joven se encierra en su cuarto de forma permanente, lo que suena a una descabellada trama de novela de Calvino, pero hace referencia a la subcultura hikikomori, una forma de reclusión endémica en los nipones. Da una fuerte y triste reflexión sobre ese estar sin estar, esa presencia virtual que abre nuevos cuestionamientos ontológicos: podemos existir solo como un sistema de signos, de mensajes y estados en Internet.
Las cosas que perdimos en el fuego
Aunque le da el título al libro y lo termina, el honor del mejor es para Bajo el agua negra. Sin embargo, este usa una situación kafkiana para abordar un tema tan delicado y polémico, una herida social todavía sangrante, como lo es la quema de mujeres de parte de sus conyugues. La atracción por el fuego parece ser lo que une a todos los relatos: es la feminidad primitiva la que se vincula –no se contrapone- a sus problemáticas actuales, el humano instintivo (brutal, monstruoso) que está siempre latente en el aparente orden de la civilización.