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No puedo elevar mis labios: El entenado de Juan José Saer

Pocas novelas son capaces de conciliar dos formatos tan distintos en una alquimia narrativa tan equilibrada. El entenado (Ediciones Lanzallamas) de Juan José Saer, da la impresión de ser parte de los folletines de aventuras, de crónicas marítimas, robinson crusoes, de capitanes y caníbales, pero acaba siendo una reflexión penetrante de la memoria, de cómo se afianza una identidad en esta, como el lenguaje es impreciso y el recuerdo puede ser aparente.

Las vísceras de la novela de Juan José Saer residen en la confusión del entenado, el protagonista anónimo, huérfano y quinceañero que llega a las costas de las Indias como aprendiz de una expedición. No anidan en la narración, que aquí es acaso una tan relajada, atemperada, que apenas se nota en los aborígenes que entran al río, sus conversaciones lacónicas, las parillas del sustento, el paso del tiempo sospechado por la sombras que se alargan, las luces de la luna y los grupos que se van en canoas por el río interminable.

Una de las escenas más memorables es que ante la llegada, el capitán se baja de su nave, se pasea, parece a punto de decir unas palabras pero de repente se muestra incapaz de hablar. La misma carencia que aquejaba a la hija de Lear, no sé poner el corazón en los labios (Acto I, escena i).

Aún más interesante es que su estudio sobre el lenguaje del pueblo que asesina a los demás tripulantes y no solo le perdonan la vida, sino que lo acogen como uno de ellos. Hay una carencia de sistematización, pluralidad de definiciones, y destaca la repetición del def-ghi que significa

1 “personas que estaban ausentes o dormidas”

2 “a los indiscretos…”

3 “un pájaro de pico negro y plumaje amarillo y verde…”

4 “cierto objetos que ponían en lugar de una persona ausente”

5 “el reflejo de las cosas en el agua”

6 “a los que se separaban del grupo y se ponía a hacer gesticulaciones interpretando a algún personaje”

7 “al hombre que se adelantaba en una expedición”

8 “al que a veces, en algunas reuniones, se ponía a perorar en voz alta”

y, finalmente, una novena definición que acaba extendiendo la ambigüedad a “a todo eso y muchas otras cosas”. Nada es preciso, definitivo, las definiciones solo se intuyen.

La memoria posee una exposición también difusa: “el recuerdo de un hecho no es prueba suficiente de su acaecer verdadero”. En un acto que parece contradictorio, el entenado que duda de la veracidad del recuerdo se dedica a cultivar sus memorias, a darles un espacio sagrado en sus últimos años.

Saer no da una respuesta: ¿a que afianzarse si la lengua y la memoria son inciertas, impenetrables e insuficientes para explicarnos? Los indígenas parecen tener una respuesta más bien materialista, pues se molestan en la guerra si un techo se quema más que por las pérdidas de vida, no los aqueja tanto el tiempo o la muerte (pensemos en el anciano que agoniza en la orilla).

Sin embargo, esto parece contradecirse hacia el final de la lectura. La razón final de porqué el entenado sobrevivió al canibalismo, es que buscaban ser recordados y lo sueltan al río (que puede representar, como en Heráclito, la fugacidad del tiempo) para que parte de ellos les sobreviva. Ahí, entonces, los indígenas son más bien neoplatónicos: buscan expandirse más allá de la carne.

Aunque el recuerdo sea poco confiable y el lenguaje tenga fronteras imprecisas, la novela no es más que los recuerdos de su protagonista y, por supuesto, lenguaje. Esta contradicción es quizás el mejor acierto de Saer.

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