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No leer de Zambra

Quizá esté escribiendo imitando un poco el estilo casual de anécdotas-reseñas que usa Zambra en No leer (Anagrama). Pero eso es lo que hace el entusiasmo. También me adscribo un poco a su idea en contra de la novedad, escribiendo una reseña de un libro que ya todo el mundo reseñó en el 2018.

Había leído a Zambra en la universidad. No lo leíamos muchos, sino que era más de los lectores serios, es decir, los que leíamos fuera del cronograma de curso y le hacíamos más caso a los libreros que a los catedráticos. Por supuesto, empecé con Bonsái, el más conocido por cualquiera que supiera quien era Zambra. Pero mi edición también incluía otra novela corta, La vida privada de los árboles. Así que podía decir (con ese orgullo ridículo que solo se puede sentir en la Facultad de Letras y Filosofía) que había leído más allá de Bonsái.

Precisamente en esa narración hay un chiste sobre ese orgullo ridículo que se circunscribe al diminuto mundo lector. El protagonista se ufana de haber leído a Proust, cuando en realidad es mentira. Inclusive se dice que ha estado leyendo a Capote, Kerouac y Boll. Pero no es suficiente, necesita afirmar que Proust cambió su vida lectora.

Con esa misma visión, es decir, un poco burlón, fresco, inteligente y aún así amigable, Zambra recoge esta serie de textos breves. Como mencioné antes, esta actitud genera entusiasmo. Me hizo desempolvar mis Cuentos reunidos de Onetti y recordar mi prehistoria lectora con una mención a Los naugrafios de Cabeza de Vaca. Puede redactar en esa misma línea tanto de Puig y Ribeyro como sobre esos talleres de escritura donde hay “hombres y mujeres que escriben para conocerse, para aprender a vivir tras la muerte de una madre o de un hijo”.

Muchas de sus reflexiones son, de cierta forma, esperadas y aún así sorprendentes. “Porque aunque escribo libros siempre me asombra que la gente escriba libros (…) juntando laboriosamente unas palabras, unas frases, ausentes del mundo…”. Y cuando debe ser ácido, lo es, como cuando califica de infame aquel libro de Bloom dedicado a niños extremadamente inteligentes. O, sobre todo, en Contra los poetas (I), donde habla de esos poetas que forman grupos para hacer sus propias antologías “pero nadie quiere escribir el prólogo, pues nadie desea correr el riesgo de convertirse en crítico literario”; cuyas biografías contabilizan cuantos encuentros de poetas, cuántas revistas han fundado y que han sido “parcialmente traducidos al italiano”. A cualquiera que medio conozca el mundo de los escritores le va a sacar por lo menos una risa. Por lo menos a mí sí me convenció de dos cosas: tengo que leer a Ginzburg y también a Levrero.

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