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No hay virtudes en la injusticia

El socialismo no solo rasa a todos hacia abajo, hacia la pobreza material y espiritual del ser humano; sino que además, ignora la naturaleza humana y por ello, su viabilidad es utópica.

Desde el triunfo bolchevique, en 1917, el socialismo ha sido un referente para buena parte de la intelectualidad mundial. Reforzado en 1949 por el triunfo de Mao y luego en 1959 por el de Fidel Castro, hombres cultos han abrigado el socialismo como dogma… y recalco esto, como dogma (de fe). No obstante, dos obras de un hombre, cuya inteligencia es incuestionable, se erigen como manifiestos letrados en contra del totalitarismo y los procesos revolucionarios comunistas: «1984» y «La rebelión en la granja («Animal farm»).

George Orwell nació en la India como Eric Arthur Blair, el 25 de junio de 1903. Hijo de un burócrata del gobierno británico, ganó una beca para estudiar primero en Wellington y posteriormente, en la afamada escuela Eton en Windsor. Influenciado por las consignas socialistas, luchó al lado de los rojos durante la Guerra Civil española (1936-1939). Ahí conoció de primera mano al monstruo socialista (encarnado entonces por la siniestra URSS estalinista). Desencantado, trató no solo el tema de la degeneración de las revoluciones y la adopción de los mismos vicios por ellas atacados («Rebelión en la granja», 1945), sino que hizo un profundo análisis del totalitarismo («1984», 1949).

En su obra «1984» desnuda la esencia injusta del totalitarismo, sus mentiras, sus contradicciones y su propósito perverso, que, sin dudas arropa al orden comunista soviético (estalinista) junto al fascismo y al nazismo, y en su relato «Rebelión en la granja», la mentira subyacente y la corrupción inherente a todo proceso revolucionario que cohíbe la libertad del hombre.

El socialismo es un orden totalitario que niega la libertad del ser humano, reduciéndolo a lo que Charles Chaplin (un hombre acusado de comunista por el inescrupuloso y sectario senador McCarthy) mostró en una escena de su filme «Tiempos modernos»: un artilugio más en la pesada maquinaria que es el Estado totalitario. Como Winston Smith en «1984», el hombre nuevo, el buen revolucionario que vuelve a la esencia del buen salvaje, acaba siendo un pelmazo anodino, anulado por un apparatchik cuya única justificación es la preservación del Estado, aunque ello comprometa su libertad y su felicidad.

La «revolución» – que en todo proceso como el que padecemos los venezolanos desde 1999, sustituye al Estado – exige de sus súbditos una sumisión comparable a la de los siervos medievales hacia el todopoderoso señor feudal. Los ciudadanos pues, no solo deben lealtad a la élite, que se hace confundir con el Estado y a su vez, con el gobierno e incluso, con el propio pueblo (entendido como el cuerpo social de una nación), sino que además, toda su vida debe girar alrededor de la revolución que ella lidera. Dicho en las palabras de un hombre cruel como lo fue Benito Mussolini: «Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado». El ciudadano existe y se justifica solo como una tuerca más en la maquinaria de un aparataje estatal dilatado, pesado, ciertamente ineficiente para satisfacer otras metas distintas a su propia preservación. Como los animales de «Rebelión en la granja», los ciudadanos son subordinados al extremo de borrarles su identidad y esclavizarlos hasta matarlos de agotamiento.

La excusa para esta subordinación inhumana surgió de las amenazas que para 1793 asechaban la gesta revolucionaria francesa y que, de la mano del incorruptible (y patológicamente soberbio) Maximiliano Robespierre, impuso el ominoso régimen del terror. Los jacobinos, necesitados de crear «al nuevo hombre» y sin duda fanatizados por las ideas revolucionarias, llevaron a la guillotina a miles de personas. El Che, el buen revolucionario por excelencia en estas tierras al otro lado del océano, aplicaba el mismo método, llevando impíamente al paredón a todos los que amenazaran a la revolución cubana de 1959, como lo confesó sin pudor alguno en las Naciones Unidas. Pol Pot masacró a 1,7 millones de camboyanos en los «Campos de la muerte» de los jemeres rojos, y fue tal horror de su «revolución», que la comunista Vietnam invadió al país para deponerlo.

Tanto como le ocurrió a Cronwell primero (entre 1649 y 1658), a los jacobinos franceses poco más de un siglo después, y, desde luego, a los regímenes revolucionarios totalitarios del siglo pasado (el comunismo, el fascismo y el nazismo), sus «revoluciones» degeneraron en dictaduras cruentas, violentas, negadoras de los rasgos básicos del ser humano. Como Napoleón y los demás cerdos en «Rebelión en la granja», desde el dictador británico del siglo XVII hasta el comandante Fidel Castro, pasando por Hitler, Mussolini y los premieres soviéticos, todos asumieron los mismos vicios de los regentes depuestos.

No encuentro virtudes pues, en un modelo que desconoce la naturaleza humana y que reduce al ciudadano a una pieza reemplazable en la pesada maquinaria del Estado (la revolución). Detecto vicios, incongruencias y una crueldad e injusticia inherentes, que, a mi juicio, ameritan su proscripción como referente político válido, como ideología y como orden capaz de regir a una sociedad en estos tiempos.

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