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Francisco Martínez Pocaterra

No hay piedad ni misericordia

En Venezuela ya no somos un país. Somos un estercolero. A diario, se nos imponen coimas, abusos, malos tratos de toda índole que en un Estado de derecho serían intolerables, ciertamente punibles. Pero bien sabemos, el nuestro no lo es. Rige en esta desventurada y malhadada tierra uno de sospecha incesante. Estamos todos bajo la mirada inagotable del Gran Hermano, aun los más afectos al régimen. Nadie se salva.

No vivimos los venezolanos, una vida fértil. Sobrevivimos, rebuscando como las aves carroñeras en las pestilencias abandonadas por la Muerte, mientras una élite, y sus acólitos, llevan vida de jetsetters, derrochando lujos obscenos, haciendo alarde de una vida que a muchos hasta recién les era imposible pagarse. Al tiempo que unos, los menos, disipan fortunas en las zonas pomposas de las ciudades más populosas, otros, los más, padecen las penurias de vivir inmersos en las desgracias propias de la miseria.

No obstante, no vemos, tampoco, voluntad ni astucia para construir un derrotero eficaz de salida. La gente, aun el liderazgo, espera milagros, sean unas elecciones inútiles o una desangelada rebelión sin futuro. No creo en soluciones mágicas, sino en aquellas que sean eficientes. La salida no nos será dada de gratis, sin esfuerzo, sin dolor. De hecho, ya ha sido bastante dolorosa y en los camposantos descansan en paz los mártires, y en las mazmorras sufren otros, que, acaso, acarician la idea de besar los labios de la Parca, y que de estas palabras hacen ellos, unos muertos y otros a medio camino de la oscuridad del sepulcro, pruebas del horror que, recientemente, acusó la comisionada Bachelet. En su título, para honrar su sacrificio, y el de millones que padecen hambre y un sinfín de calamidades, debemos todos aunar esfuerzos y recursos para crear una salida eficiente.

Lo he dicho antes, hasta el hartazgo, ciertamente, y lo repito, porque me luce perentorio: el diálogo no es con sátrapas, que invitan a negociaciones triviales, condenadas al fracaso, sino con las distintas facciones que unidas, fortalecidas por una idea de país próspero a corto, mediano y largo plazo, puedan forzar a la élite a claudicar. Insisto, asimismo, porque ya antes lo he dicho, no tiene por qué hacerlo, esa élite, por los momentos. Detenta el poder, y me refiero con esto a mucho más que el control de las autoridades, y lo ejerce, aun impíamente, incluso de espaldas a la ley y la ética. Despojarlos de ese poder es el único modo de forzarlos a pactar. Dicho de otro modo, frente a una oposición unida – y me refiero a toda la oposición y no solo a un grupo – y sin recursos ni esbirros para reprimir, todos los que en efecto usa para controlar al país, se verá obligada a sentarse en una mesa de negociación y plantear acuerdos eficaces, que, como lo apunta el director del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca para asuntos el hemisferio occidental, Juan González, es lo que realmente desean los venezolanos. De nuevo lo afirmo: si no se altera el statu quo, poco podrá lograrse, en tanto que este, por ahora, favorece al mandamás y sus secuaces.

Esto supone una mirada más allá de la inmediatez a la que la élite nos ha reducido, y asumir que ciertas pérdidas hoy, redundarán en beneficios mañana. Obviamente, para ello debe haber confianza no en un nombre, sea cual sea este, sino en una idea de país, y en las instituciones que garantizarán los derechos ciudadanos, imprescindibles para generar prosperidad y bienestar. Ese país por construirse debe ser de todos, construido por todos y para todos, aun para y por quienes hoy creen en el chavismo.

Nadie ha dicho que será fácil. Mucho menos, gratuito, barato. No. Sabemos que quienes hoy rigen, perderían mucho si son despojados del poder. Y por ello, no será incruenta la lucha por la libertad, como se lo hizo saber José Vicente Rangel a Rafael Poleo en una reunión semanas antes del 11 de abril del 2002 (citado en el Capítulo «Un abril en crisis», a cargo del periodista Rafael Poleo, en el libro «Venezuela: la crisis de abril», coordinado por Carlos Machado Allison y Antonio Francés, editado por el IESA). Esa verdad late como un dolor intenso, como una fiebre y un malestar intolerables, pero es una verdad inobjetable que estamos obligados a aceptar. Es nuestro enemigo, y lo es porque eso somos nosotros para ellos, no hay bondad ni misericordia.

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