Por la mañana desayuno con Robert Smith
nos tomamos un café, una tostada y miramos qué tiempo hará en Madrid.
Luego me asomo un poco a la ventana,
la primavera me espera…
un permiso de circulación me separa de ella,
las flores silvestres juegan a la rayuela
y las mariposas me dan recuerdos para Keats.
A media mañana me tumbo en la cama con Lerdi y Riberín
y juntos leemos a Henry Miller y sus andanzas por París,
después (sin salir de casa) me subo un rato a la bicicleta
y veo cómo Don Draper se repone de la última borrachera
(las mariposas de Keats, entretanto, se van convirtiendo en poema).
Ya es la hora de comer,
ponemos a Chet Baker y empezamos a preparar el falafel,
¿a la hora de la siesta?: un rato a la cama ¡y a soñar con un concierto de Suede!,
al despertar ponemos un incienso y nos tomamos un té.
Se hace media tarde, y observamos en silencio
cómo el tiempo juega al escondite bajo el cielo.
Casi a la hora de la cena vemos una película en blanco y negro
y recuperamos la fe en los buenos guiones por un momento,
sin darnos cuenta anochece y nos vamos a preparar la cena
(las mariposas de Keats se funden con las estrellas)
una cerveza, algo de Jerry lee Lewis y una arepa,
y así termina otro día de esta atípica primavera.
Melancólica y sin remedio busco a Ofelia y me echo en sus brazos de nuevo.
Abro un libro de arte y me pierdo,
los ojos de Ofelia se clavan en mis ojos en confinamiento
y el río donde se pierde su cabellera se lleva lejos cualquier sufrimiento.
El arte es lo único que me hace olvidar que fuera se lucha
y que fuera se muere,
que fuera se odia y que fuera se quiere.
No existe cuarentena si se tienen poemas.
Es medianoche en mis paredes de incienso
y la luna (con su mascarilla)
me guiña un ojo y se lleva en su pecho
todas las mariposas que Keats arrojó desde el cielo.