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El niño de las hormigas

«La historia es una pesadilla de la que quiero despertar» escribió el célebre escritor irlandés James Joyce. Recuerdo su frase cada vez que traigo a mi mente los tremendos abusos de los derechos humanos en épocas recientes: Entre ellos las guerras que devastan Irak y Afganistán, la guerra contra Yemen por parte de Arabia Saudita, uno de los regímenes más brutales del mundo árabe, la destrucción de Siria con miles de civiles inocentes muertos, hasta la desatada en Libia, por mencionar solo unos pocos casos.

En esos momentos de desánimo, me gusta visitar uno de los muchos barrios en las afueras de Manhattan, donde el cambio de ambiente hace maravillas en mi estado de ánimo. Uno de mis lugares favoritos es la playa llamada Brighton Beach, una comunidad en Coney Island, en Brooklyn, a la que acudo asiduamente en subterráneo. Especialmente en verano voy a este paseo marítimo donde, sentado frente al mar, siento mis energías renacer con la brisa salada proveniente del mar.

Cuando el tiempo está destemplado, tengo por costumbre visitar uno de los tantos negocios étnicos que abundan allí y me deleito observando la variedad colorida de sus infinitas artesanías hasta que mi apetito me impulsa hacia algunos de los coquetos y revisitados restaurantes para disfrutar de una comida diferente de la que habitualmente comparto con Silvia Inés en casa.

Además, esta zona tiene la particularidad de estar poblada en gran parte por inmigrantes judíos que llegaron desde la ex Unión Soviética a partir de la década de 1970 y cuya afluencia continúa hasta hoy en día. Hace años, el área fue apodada “la pequeña Odessa”, debido a que muchos de sus residentes eran oriundos de esa ciudad ucraniana que el poeta Aleksandr Pushkin definió como “la más europea de las ciudades rusas”. A propósito, recuerdo la agradable sorpresa que se llevó un amigo -a quien invité a cenar a uno de los restaurantes de Brighton- cuando cayó en la cuenta de que la mayoría de los parroquianos que nos acompañaban, provenían justamente de Odessa, la ciudad natal de sus padres.

Más recientemente, nuevas oleadas de inmigrantes se han unido a los rusos -vietnamitas, armenios, turcos, mexicanos y paquistaníes- lo que lo convirtió en un barrio aún más cosmopolita. Es hacia esa playa adónde suelo converger cuando las lecturas de las noticias son desalentadoras y me abruman. Entonces, abordo el subterráneo y después de casi una hora llego a otro mundo.

La última vez que lo hice, hace unos pocos días, mientras estaba sentado frente al mar en la playa de Brighton, con poca gente alrededor por lo relativamente frío de la jornada, una mujer joven llegó con su hijo y se sentaron cerca de mí. Me llamaron la atención y empecé a observarlos. Por su ropa y su forma de hablar no tuve dudas de que ella era de origen ruso. Ella, más que proponerle, le ordenó a su hijo que juegue en la arena. El niño parecía feliz jugando con una pelota. De repente dejó la pelota. Se vio atraído por una línea de hormigas indiferentes que se movían a lo largo de la arena. Resueltamente fue hacia ellas, las tomó en un puñado y, una por una, las aplastó con su mano.

Su madre, que hasta entonces había estado tejiendo en silencio, dejó a un lado su labor de punto, llamó a su hijo, le puso su mano en el hombro y, en voz baja y con un fuerte acento extranjero, lo increpó en tono severo: “No hagas eso nunca más. Nunca se lastima a nadie, ¿me oyes? ¡Nunca se lastima a nadie, ni siquiera a estas pequeñas hormigas!”

El niño miró a su madre con una mezcla de miedo y sorpresa. Luego abrió el puño y poco a poco dejó caer las hormigas muertas en la arena, una tras otra. Luego, con sosiego, la mujer lo tomó entre sus manos y le dio un beso. Una amplia sonrisa se dibujó en la cara del pequeño, quien, regocijado, la abrazó con todo lo que sus menudas fuerzas le permitieron. Este episodio, aparentemente intrascendente,  me mostró, de manera inesperada, que algunas de las más simples y sin embargo más profundas lecciones de la vida se pueden aprender desde el alba de la niñez.

Tomar cualquier arma, agredir, hacer cualquier guerra, matar, necesitan de un puño cerrado… invariablemente. Como lo cerró el niño de las hormigas. Desarmarnos, respetar al prójimo, construir la paz, amar la vida, requieren de una mano abierta, limpia y tendida… inexorablemente. Como deduje de la lección que la joven madre rusa, sin haberlo advertido, me acababa de dar.

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