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New York, New York

No puedo ocultar que el solo nombre de New York, o Nueva York, como nos enseñaron en la escuela, despertaba de inmediato en mí una fascinación difícil de controlar.

El gigantismo de la ciudad era evidente en casi todo lo que hablaba de ella y estaba al alcance de mi mano, desde postales enviadas por viajeros amigos de la familia hasta cómics ambientados allí, pasando por folletos de viaje, revistas y otras especies.

La imagen que tengo fija en mi memoria no puede ser otra que la del perfil agudo y altísimo de rascacielos que parecen querer dominar el celeste lenguaje de las nubes.

No fue hasta 1999 que tuve la oportunidad de visitar la ciudad por primera vez. La visita me sirvió no solamente para confirmar mi fascinación y hacerla perenne; fue también útil para descubrir las razones que convierten a una ciudad en una experiencia única, más allá de su propia historia y su audaz arquitectura.

Primera comprobación. Hay una Nueva York que se divisa de manera horizontal, con los ojos siguiendo el ritmo, el ángulo, el campo visual de la caminata. Es decir, hay una Nueva York que tiene vista a las multitudes. Pero existe otra, distinta, que debe ser mirada hacia arriba, aún a riesgo de torcerse el cuello o resentir alguna cervical.

Probablemente hay ciudades que son capaces de despertar la indiferencia del viajero, pero este no es el caso, lo puedo asegurar. Y es que pocos lugares en el mundo pueden ofrecer tanto y en tan grandes cantidades a quien se interne en ella. Museos, casas históricas, plazas, un parque que es cortésmente proporcional a la inmensidad urbana que lo rodea, en fin.

Y como si nada de esto bastara, hay otras imágenes de la ciudad que nos vienen también mediatizadas por el lenguaje, las artes visuales, el cine y el teatro. Nueva York es también la ciudad que inmortalizó García Lorca con esa extrema sensibilidad vanguardista que logra un complejo retrato de la ciudad; es también la que puso frente a nuestros ojos Woody Allen en su inolvidable y melancólica Manhattan; es Gordon Matta-Clark ideando un restaurante refugio para artistas; es Susan Sontag pensando en el destino del hombre; es Robert Mapplethorpe indagando en la fotografía; es el escenario de ese milagro musical llamado jazz latino y por supuesto mucho más.

Mi última parada en la Gran Manzana fue en el año 2008. Una escala de dos días rumbo a Providence, Rhode Island. Fueron cuarenta y ocho horas dedicadas a caminar sin descanso, a reconocer lugares que permanecían vivos en mi memoria como Washington Square, escenario vivo de una estupenda novela de Henry James o recorrer lugares míticos como el Birdland, el teatro Apollo o el Blue Note, tres lugares sin los cuales una parte significativa de la historia de la música no sería la misma. Fue en esa ocasión que me encontré frente a un rincón insospechado: las estatuas de Bolívar, San Martín y José Martí en uno de los varios accesos de Central Park. Una sensación algo encontrada y tensa, por la postergación que sufren algunos asuntos migratorios, pero también un sentimiento de sorpresa y asombro que hace de NY algo inacabable.

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