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Nerón y mi abuela

A Nerón le dijeron que le temiera al número sesenta y tres, lo que no lo perturbó en sus delirios de su juventud e inmortalidad. Aquella edad que le parecían marcar en Delfos se le hacía lejanísima, tenía treinta años y la profecía entonces le concedería todavía el doble de tiempo para continuar una vida sibarita, de excesos o también de humildad y popularidad en el pueblo como otros historiadores más prudentes lo describen (aquella imagen de su indiferencia al fuego es quizás la composición más sospechosa). Sucede, ese mismo año por supuesto, aquella estocada donde Nerón decide suicidarse: sesenta y tres es la edad de quien ejecuta el golpe de estado. Todo esta ironía está condensada en un poema magistral de Cavafis.

Mi abuela topó con peor suerte, aquella pitonisa improvisada que se encontró en una plazoleta san josefina, no se sabía la astucia de la oniromancia, la de dejar algo no dicho como al infeliz Edipo. Le dijo llanamente que moriría a los sesenta y tres, lo que para un muchacha en uniforme de colegio era lo mismo que cuando le dijeron a Anaxoras que su hijo había muerto y este respondió sin perturbarse que era de esperarse: un hijo es mortal, como todos.

Supongo que la historia está llena de esas repeticiones que tienen mucho de sutil y poco de solemne, porque aquella profecía se volvió estrepitosa y vulgar cuando ella tenía, en efecto, sesenta y tres años. Andaba por una curva muy pronunciada cuando algo debió de errar, un mal movimiento o algo en el sistema de palancas del carro se estropeó, porque no logró frenar y el automóvil se dirigía a una baranda que asomaba al barranco. Le dio a la manivela una vuelta total hasta que derrapó hacia un soberbio paredón que la mandó dando dos volteretas mientras las ventanas se hacían añicos y el asfalto se le hacía cielo. Cuando llegó el golpe de la inercia, las bolsas de aire escupieron aquel talco que tantas veces da la apariencia de ser humo y la dejó suspendida en la ilusión de que aquella falsa profeta no le susurraba pero le gritaba en el oído que estaba muerta.

Pero no era ella, se había volcado en frente de una casa de conocidos y una mujer repetía su nombre en gritos de luto. Resultó con heridas menores, pero el altercado le dejó aquel sinsabor de que hace décadas le habían mentido y resignare al hecho de que, como Anaxoras, solo se puede estimar que la muerte le va a venir a los mortales y que a veces la realidad tiene simulacros fallidos de las profecías también erradas.

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