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esteban ierardo

Navigator, una odisea medieval dentro del mundo moderno

I

Hace muchos años nos impactó una película del cineasta neozelandés Vincent Ward: Navigator. Una odisea medieval. La ficción de un viaje de un grupo de campesinos medievales al final del mundo, que no es otra cosa que una ciudad moderna. Una odisea para salvar a una aldea de la peste negra. Hoy vivimos entre la resignación y la atención puesta en los celulares. Pero el encuentro de nuestro tiempo con el mundo medieval nos devuelve algo de una épica espiritual perdida.

La película une temporalidades aparentemente separadas. Por un viaje en el tiempo, el pasado medieval confluye en lo moderno. Un tiempo surreal; algo que también, con sus particularidades propias puede encontrarse en Julio Cortázar (El otro cielo, o Todos los fuegos el fuego); Alejo Carpentier (Viaje a la semilla), o Jorge Luis Borges (El jardín de senderos que se bifurcan).

II

Es 1348. La edad media. La peste negra devasta grandes regiones de Europa. En una aldea de Cumbria, Inglaterra, se teme la llegada de la guadaña que mata. Es necesario hacer algo para buscar una salvación, para lograr que la Muerte siga de largo.

En este horizonte se inicia Navigator. Una Odisea Medieval (Navigator, a medieval odyssey, 1988), del neozelandés Vincent Ward, realizador también de Más allá de los sueños (What dreams may came, 2003), con Robin Williams, y El mapa del corazón humano (The map of the human heart, 1992). El film consiguió el premio Award, una suerte de Oscar del cine australiano. Navigator ofrece un convincente relato de índole histórica y fantástica a la vez.

La aldea amenazada vive del cobre en las minas. Y los campesinos acuerdan una estrategia salvadora. Deben entregar una ofrenda a cambio del favor divino; deben acometer una odisea; un acto de especial valor; una acción heroica y religiosa. Sólo así Dios intervendrá y hará que la peste se desvíe.

El hombre medieval vive en su lugar de origen. En condiciones normales no viaja. Es sujeto sedentario. Sólo se convierte en homo viator para una peregrinatio. Por ejemplo, la peregrinación de Santiago de Compostela. Otro viajero medieval es el caballero; el jinete que, enfundado en su armadura y sus aventuras, visita ciudades, castillos, atraviesa bosques. Hace la guerra o el amor. O saquea, mata y viola. Pero el caballero andante pertenece a una minoría. El hombre común, el campesino, el aldeano, solo se entrega a un gran viaje, a una aventura colectiva, en la primera cruzada, en 1094, cuando Pedro el Ermitaño convoca a miles, muchos descalzos, a caminar hasta el Santo Sepulcro en Jerusalén.

Los aldeanos en Cumbria no viajan. Sólo uno de ellos, Connor (Bruce Lyons) se lanza a la aventura extramuros. La curiosidad por conocer lo que pasa en el mundo exterior, lo mueve al viaje, más allá del horizonte. Al volver a su hogar le advierte sobre lo que trae la peste: enfermedad y locura frente a la que poco o nada se puede hacer. La muerte que baila, riéndose, entre pilas de cadáveres.

La vuelta de Connor abre un cántico coral, uno de los aciertos de la musicalización de la película, de tonos medievales, que consigue Davood A. Tabrizi.

El regreso de Connor alegra a su esposa Linnet, y a su hermano, el niño Griffin (Hamisch McFarlane). El niño encarna el rol de guía vidente, del hipersensible visionario. Mediante sueños, accede a imágenes de lo desconocido.

En el comienzo del film, Griffin hunde sus piernas en el agua de un río. Desde allí, ve el futuro. Sus visiones lo convierten en el elegido para guiar a los aldeanos en un gran viaje. El viaje que será una ofrenda.

Arno, un aldeano jovial y de parados cabellos, recuerda una historia. En una mina hay un pozo especial. Si se deja caer allí una piedra ésta llegará, tarde o temprano, hasta el extremo opuesto de la Tierra. Allí se levanta una iglesia, la más alta de la cristiandad. Durante su travesía, Connor escuchó que esta gran catedral se alza en el Oeste.  Entonces, los aldeanos deciden su ofrenda: llegar hasta esa iglesia, y colocar en lo alto de ella una cruz fundida con cobre de Cumbria. Tal vez entonces la aldea se salve.

Y el niño se desploma abruptamente; rueda en su visión. Todo parece ocurrir ahora dentro del relato de un sueño. En una fría e invernal noche en Cumbria se descubre el pozo del que hablaba Arno. Arrojan allí una antorcha encendida. El viento la apaga. Griffin cree que esto es una señal de que el camino hacia el otro extremo del mundo está cerca. Perforan una pared; del otro lado está el túnel, el umbral, el portal, que lleva a la iglesia especial, a la gran catedral, la más alta y más lejos. En el fin de todo.

Los aldeanos cavan. Sudan. Cavan los viajeros. Griffin. Connor. Arno. Searle. Martin. Y el simpático gordo Ulf, que se promete llevar una pequeña Virgen hasta el otro lado del mundo.

En una cavidad que muestra el cielo nocturno que late afuera, la muerte pasa con su trompeta, delante de la luna llena. El ser de la guadaña está por iniciar su ataque. Es necesario apurar el viaje. No queda mucho tiempo.

El esfuerzo por la demolición da sus frutos. El túnel que encuentran solo puede estar debajo de las grandes ciudades; solo allí, hay túneles subterráneos aclara Connor. Y al final de un pasillo semioscuro, un haz de luz ilumina una escalera. Con asombro y temor, los viajeros suben los peldaños.

Al salir a la superficie, descubren un lugar maravilloso, dónde todo es luz. Esta debe de ser la ciudad celestial.

Aquí, en finis terrae (en el fin de la tierra) seguramente se alza la iglesia más alta. Martin piensa que todo cobra sentido: la Tierra es un plano con dos caras. De un lado está el mal, el lugar del cual proceden, con la aldea y la amenaza de la peste; del otro lado debe de estar el bien. Aquí, en la ciudad. La ciudad de Dios.

El túnel se convierte en entrada al tiempo fantástico de la simultaneidad. El pasado no se aleja del presente, es simultáneo con él.

En la ciudad moderna los hombres medievales realizarán su odisea. Para avanzar, deben orientarse en un laberinto. Deben encontrar la gran iglesia. Entonces, Searle le demanda a Griffin que los guíe con sus visiones.

Connor ahora también se convierte en el audaz, en el que se adelanta. Avanza entonces sólo y explora lo desconocido. Se impone preparar la cúspide de la iglesia. Horrorizado, esquiva grúas que caen como bocas feroces. Luego, viaja aplastado sobre el frente de un tren veloz.

Los otros aldeanos llegan a una fundición. Su aspecto extravagante les hace creer a unos obreros metalúrgicos, a unos «herreros», que son monjes. Los recién llegados despiertan sorpresa. Simpatía. Los “herreros” aceptan fundir el cobre que traen del otro extremo del mundo para construir la cruz. La cruz de la gran ofrenda para poner en el vértice de la iglesia más alta.

Y a los visitantes medievales les es revelado que la iglesia está del otro lado de un puerto. Y junto a un caballo blanco, cruzan en una barcaza una bahía. Las aguas se estremecen. Searle cree que el mal respira cerca. Entonces, emerge el mal: un submarino nuclear. Y Griffin, luego, al buscar a Connor, en una calle se deslumbra ante las imágenes sincronizadas de numerosas pantallas televisivas que muestran un águila que cae sobre su presa.

Griffin descubre en sus visiones la silueta de la gran catedral. Entreve la escalera que lleva hasta el campanario, en lo más alto. Borrosamente, ve a alguien que cae. Luego, encuentra la iglesia. Los otros viajeros también llegan al templo, mediante la ayuda de los obreros de la metalurgia. Connor sube por una escalera.  Griffin también. El niño lo alcanza y reemplaza. La cruz sube primero por una cuerda mecánica que han traído los «herreros»; y, luego, por el propio esfuerzo de Griffin.

Mientras tanto, en el tiempo medieval, la peste ataca con la luna llena. La luna recoge con una bolsa la muerte, y en el amanecer dejará caer su mortal contenido sobre la aldea. Y el alba está cerca. Hay que entregar la ofrenda antes del amanecer.

Y la noche está a punto de exhalar su última bocanada de estrellas. Entre livianos tapices de nubes, el sol sube, como un puño naranja e hirviente. Y el niño encastra la cruz en la cúspide.

Y Griffin cae.

Cae.

Era el destinado a caer…

Y las campanadas empiezan a sonar…

El sonido de las campanas anuncia el regreso al punto de partida, al tiempo medieval. En la aldea escuchan las campanadas, en el amanecer. Pronto se sabrá si la peste invade o no la aldea.

Y la peste pasa de largo.

Todos ríen y danzan. Griffin festeja y juega, como lo que es, un niño. Searle se pregunta si el viaje fue real. Connor asegura que todo fue un gran sueño. ¿Acaso lo vivido con el niño visionario no ha ocurrido realmente, entonces? Pero, en ese caso, ¿cómo la aldea se ha salvado?

III

En Navigator lo medieval es siempre presentado en blanco y negro; el color muestra lo moderno. El sonido, las campanadas, unen, lo mismo que antes el túnel, los dos tiempos de la historia.

En el viaje dentro de la ciudad moderna se repite la típica travesía medieval de los mirabilia (Cosas admirables o maravillosas). Los viajes medievales asumen un carácter maravilloso como lo subraya Claude Kappler, en «Viaje, cuento, mito», en Monstruos, demonios y maravillas a fines de la edad media (Madrid, Ediciones Akal).

Los viajes de la edad media combinan así la descripción realista con las pinceladas fantásticas. Basta con recordar la Relación de viaje del fray Odorico da Pordenone. De 1318 a 1330 el monje fray Odorico de Pordenone viaja por Asia y Tíbet. En su narración, lo aparentemente natural o real se confunde con lo fantástico. O las aventuras marítimas de San Brandan, que descubre islas maravillosas en un mar salpicado de criaturas fantásticas.

Y la visión de una ciudad futura para los viajeros medievales podría hacernos meditar en una experiencia perdida para el hombre moderno: el asombro ante lo inesperado, desconocido y extraordinario. En nuestra vida diaria, estamos demasiados acostumbrados a un mismo entorno de cosas o seres. Nada nos estimula a imaginar algo fuera de nuestras referencias ordenadoras.

Para acercarnos a la emoción de los aldeanos viajeros dentro de una gran urbe moderna, quizá debiéramos imaginarnos trasplantados a una ciudad futura, dentro de cinco siglos. En esta situación fantástica, tal vez recuperaríamos algo de la percepción de lo real como sitio de lo inesperado o inimaginable, de lo indescriptible o extraordinario.

Lo medieval que se manifiesta de forma fantástica dentro de la urbe moderna le confiere así la ciudad actual una dimensión de aventura y épica al convertirse en escenario de la odisea de los humildes que intentan comunicarse con lo divino.

IV

Y el viaje en Navigator revive yambién el valor de los signos y el sacrificio

En el mundo antiguo o medieval los signos revelan una trama secreta, oculta. En el universo hay símbolos y señales que permiten entrever el futuro o descifrar una voluntad divina. Carlo Ginzburg, en Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia (Barcelona, Gedisa), explora el significado de los signos y su interpretación mediante oráculos y adivinaciones en el mundo antiguo.

Al regresar Connor de su viaje, Linnet le recuerda su angustia cuando, durante su ausencia, vio un perro que sangraba por la nariz; lo cual podía ser un signo de mal agüero; y los sueños de Griffin, también manifiesta Linnet, están poblados por signos.

Desde una creencia ancestral, para conseguir el beneficio divino, se debe dar alguna ofrenda. La relación con la divinidad no es de amor desinteresado, cómo el postulado por Meister Eckhart en el siglo XIII, o Spinoza en el siglo XVII, sino un dar dones y ofrendas a cambio de bienes espirituales.

En apariencia, la ofrenda que los aldeanos entregan son la cruz y su viaje heroico. Pero más profundamente lo ofrendado es un sacrificio. El sacrificio del niño visionario. Griffin muere dos veces. En el viaje, muere al caer desde lo alto de la iglesia. Luego, al regresar, en su hogar, morirá por la peste. Será la única víctima de este mal en su aldea. Por su sacrificio los otros se salvan.

El niño adquiere el virus letal por contagio de Connor, su hermano, quien sabía de su contaminación; por eso buscaba mantenerse a distancia. Pero en el viaje dentro de la ciudad celestial, Griffin se acerca demasiado. El contagio se produce entonces como inicio de la posterior muerte-sacrificio del niño. Y dentro del viaje también Connor encuentra su cura. Mágicamente, se libra de la peste.

La integración sueño-realidad, y la alteración del tiempo convencional, son recursos habituales del género fantástico; son parte de su recurrente deconstrucción de lo dado. Pero el matiz particular que le agrega Navigator es lo fantástico como medio de recuperación de lo místico-religioso medieval dentro de una ciudad moderna.

V

En la mentalidad arcaica, que subsiste en el mundo rural medieval, los elementos naturales (agua tierra, fuego, aire) sostienen una cosmovisión simbólica. En Navigator  puede encontrarse un simbolismo de los elementos naturales también. La tierra es lo subterráneo, los pozos, las cuevas. Allí se encuentra el túnel que permite el pasaje al otro lado. La tierra es lo cercano y conocido, pero también lo lejano, los confines, un lugar otro, sagrado. El más allá.

Y el aire, como viento, es lo que apaga la antorcha, vehículo del fuego, que cae repetidas veces en el pozo que lleva al otro extremo del mundo. Y también, en la gran ciudad Connor le recomienda a Searle oler en el aire el olor de la fundición donde debe ser fundida la cruz. El viento, el aire en movimiento, lo ayudará.

El agua es lugar del origen de la vida y del misterio. Lo líquido es también comunicación con el más allá. Rodeado de agua, Griffin se entrega a sus primeras visiones del futuro y de una cruz luminosa. En el agua concluye la aventura, con el niño visionario y la cruz resplandeciente hundiéndose en el río. Y dentro de la ciudad moderna, Griffin y los otros aldeanos cruzan un espacio de agua para después encaminarse hacia la gran iglesia.

El viaje medieval al futuro en una ciudad moderna como una simbólica de elementos, y como encuentro con lo celestial. Pero ese viaje es también entre visión de lo infernal. Lo subterráneo, el pozo que lleva al más allá de la ciudad extraña, como lo atestigua la creencia ancestral, y como se repite en el film, es entrada al infierno. Luego de escuchar el relato de Griffin, Arno conjetura que todo lo narrado no fue quizá una historia celestial, sino «una visión del infierno».

La mirada medieval ve lo que el propio hombre moderno no reconoce, o lo que ya acepta como parte «natural» de su cotidianidad. La ciudad moderna, bella y poderosa por un lado, convive también con lo monstruoso de su “encierro infernal”. Y lo infernal de lo moderno se relaciona también con un comentarista que, en la televisión, habla de la era nuclear, del peligro de la destrucción atómica, que se conecta con el submarino nuclear que se les aparece a los viajeros medievales. El submarino y sus misiles, posibles mensajeros de un apocalipsis.

Y en los televisores que ven los asombrados viajeros de la edad media un águila cae sobre su presa; la imagen seguramente de la depredación que unos siempre ejercen sobre otros.

VI

Otra dimensión de la odisea campesina en Navigator puede ser comprendida mediante un paralelo con la literatura de Tolkien.

En su labor de profesor de filología en Oxford, durante la corrección de unos exámenes, Tolkien encuentra un papel en blanco. Una pregunta sin contestar. En la blancura asoma por primera vez la cabeza de un hobbit, uno de los seres diminutos que luego pueblan la comarca, en la Tierra Media. Como revela en una entrevista, la raza de Frodo se inspira en los campesinos ingleses de la edad media. Como en el caso de los campesinos medievales, el mundo de los hobbits es su tierra cercana. Por eso, su travesía hacia lo lejano y desconocido revela las potencialidades heroicas de los pequeños habitantes de la Comarca, que se entregan al viaje hacia el tesoro protegido por el dragón en El hobbit, o hacia las tierras de Mordor en El señor de los anillos. El heroísmo viajero de los hobbits es afín al de los aldeanos en Navigator; es el heroísmo del hombre común frente al habitual monopolio de lo heroico por los héroes tradicionales de la espada o el intelecto.

Dentro del círculo de los humildes héroes, sobresale el heroísmo de Griffin, el niño héroe y visionario, que hace recordar a Taliesin, el niño vidente de la tradición céltica galesa, al que se le atribuye el famoso poema donde se narra una mítica batalla de los árboles que luego inspiró a Shakespeare su caminante bosque de Birnam, en Macbeth.

Lo visionario en el niño se manifiesta también como orientación en el espacio más allá de los sentidos corrientes. Cuando Griffin y Searle se hallan perdidos, el niño se cubre con una venda y, entonces, con ojos invisibles, se orienta hacia la gran iglesia.

La relación entre la niñez y la sabiduría tiene sus antecedentes en la mitología céltica o hindú, o en la creencia en Jesús como divino niño. En la edad media, no existe aún la figura del niño como sujeto de una experiencia con cualidades propias. El reconocimiento de la especificidad de la niñez comienza recién en el siglo XVIII. El romanticismo destaca la afinidad entre la percepción infantil, y el sentido mágico y misterioso de la existencia.

El heroísmo en Navigator es demolición de límites, exploración de un orden sobrenatural, descubrimiento de una geografía mágica en un más allá. Y también es recuperación de las potencias sensitivas del niño, de Griffin.

Y el viaje heroico se ha cumplido. El viaje, la cruz y el niño, eran la ofrenda de una odisea medieval, de la edad media que se proyecta dentro de nuestro mundo moderno para devolverle algo de épica y trascendencia,

El niño, muerto, vuelve al agua. Su féretro flota en un río. Griffin, el niño, vuelve a un lugar tan profundo, como sus visiones.

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