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Andreina Montes

Naturaleza viva, tierra muerta

Si pudiera describir mi infancia en Venezuela lo haría con una palabra: ¡abundancia!

En un libro de Amélie Nothomb leí éste pasaje que, refiriéndose a una isla insignificante del Pacífico, no pude evitar extrapolar a la Venezuela de mis ancestros:

“En Vanuatu hay comida por todas partes. Nunca hemos tenido que producirla. Extiendes las manos y en una te cae un coco y en la otra un racimo de plátanos. Te metes en el mar para refrescarte y no puedes evitar recoger espléndidos caracoles, erizos, cangrejos y pescados de refinada carne. Si paseas un poco por la selva, donde hay demasiados pájaros, te sientes obligado a hacerles el favor de llevarte de sus nidos sus excelentes huevos. Las hembras ganaderas tienen demasiada leche, ya que ellas también están sobrealimentadas, y nos suplican que las ordeñemos para liberarse de ella”*.

¡Cuanta abundancia! Es casi una apología a la Venezuela pre-industrial cuyos indígenas se saciaban de inagotables frutas y proteínas y todo esto, sin coste alguno.

En Vanuatu, como en Venezuela, la naturaleza se encarga de todo: ella es la que provee. Ella es la única ama de casa capaz de saciar no sólo el apetito, sino la complacencia y los antojos de sus habitantes. ¿Por qué entonces nos alejamos de ella? ¿Por qué nos resulta hoy tan absurda la idea de ir a buscar nosotros mismos aquellos alimentos que nos provee nuestro ecosistema inmediato y que, además, nos nutren realmente de acuerdo a nuestra necesidades calóricas?

El venezolano es un experto en rendirle homenaje a su naturaleza, al tiempo que desprecia su tierra. Más de una vez me he sorprendido escuchando a un venezolano diciendo «las playas más bellas», «la cascada más alta», «las mujeres más bellas»; pero nunca he escuchado a alguno decir «la tierra más fértil», «la cosecha más productiva», «los frutos más diversos». ¿Por qué ocurre esto? Por una razón muy sencilla: la naturaleza se hereda, la tierra se trabaja.

Lo que hace a un país una nación rica no es la magnificencia de sus recursos, sino el esfuerzo y la labor que sus hombres han invertido en ellos. La riqueza de un país radica en el producto de su trabajo.

 

El (des)precio de la comida

Recuerdo que durante mi última visita a Venezuela me impresionó la proliferación de personas obesas, tan criticadas en Estados Unidos. En un viaje a la costa, la cantidad de hombres pero, sobre todo, de mujeres paseándose en bañadores diminutos que apenas cubrían sus inmensas proporciones, me impresionó.

En mi ignorancia, aquel desmesurado aumento de masa corporal se debía a la excesiva ingesta de carbohidratos, fieles compañeros de la dieta venezolana. Por estar juzgando apresuradamente, en esa misma playa fui víctima de una intoxicación causada por un pescado contaminado. Una vez en el hospital local, el médico me informa que mi diagnostico muestra un nivel exorbitantemente bajo de glóbulos blancos, defensores del sistema inmunológico. En realidad, yo estaba desnutrida y no lo sabía.

Me parecía tan absurdamente irónica aquella situación: Yo, viviendo en uno de los países más ricos del mundo, me encontraba visiblemente subnutrida mientras que todos a mi alrededor estaban notoriamente sobrealimentados. La razón: la abundancia que disfrutaban los venezolanos se me antojaba absolutamente injusta comparado a lo que, a duras penas, prolifera a los pies de los Alpes.

Tomando en cuenta que Suiza es un país tremendamente estéril con un inclemente invierno de hasta siete meses, las opciones a la hora de comer productos locales son muy limitadas y dependen de la temporada. Lo único que se produce todo el año son cebollas, col, apios, remolachas, rábanos, repollos, patata y zanahorias. En lo que a las frutas respecta, Suiza encabeza la lista de países menos fructíferos, en el sentido literal de la palabra: con una topografía poco apta para el cultivo de frutas, la única fruta que se cosecha en Suiza durante todo el año son manzanas, pero en 19 tipos diferentes (!). El resto de las frutas de temporada, exceptuando las fresas y algunos frutos del bosque, son costosamente importadas y visiblemente crudas.

Aunado a ello, el suizo promedio no come carne –porque es muy cara–, ni pescado –porque no hay mar–. Esto parece una exageración pero la carne y el pescado en Suiza parecen estar destinados a aquellos que logran hacerse con un sueldo mínimo considerable o a ocasiones especiales en las que se inauguran las barbacoas con la llegada del sol. Con todo esto, no es de extrañar que en Suiza no exista la cultura de buen comer, y mucho menos del derroche.

Fue entonces debido a mi ajustado presupuesto de estudiante que mi dieta era tan débil como mi economía. Allí, mi dieta se reducía a comer los mismos granos, verduras y hortalizas del huerto local. Todo lo que provenía de mi país yo, difícilmente lo podía costear: un mango 5 francos suizos, una lechosa 6,50.-, 1/2 Kg. de carne 12.-, 200 Gr. de mejillones 23.-. Total: saque Usted la cuenta.

Sin embargo, de regreso en Venezuela, no tardé en remarcar que las costumbres alimentarias de mi entorno habían cambiado y poco tenían que ver con lo que yo más extrañaba: No era el pabellón, ni las cachapas, ni las hallacas lo que se servía en las ferias de comida de los mega centros comerciales. Ahora eran el sushi, el tabule, las paellas y las hamburguesas -al mejor estilo americano- las que se imponían en la moda gastronómica del venezolano. Una vez más, lo “exótico” llevaba la batuta de nuestros paladares.

Lo opuesto a lo que ocurría en Venezuela, es difícil de encontrar. Lo cierto es que Venezuela ya no está para “exotismos”. Los pueblos que han ganado los campeonatos de estómagos vacíos son hoy potencias mundiales que han aprendido de sus penurias. China, Rusia, Francia y Alemania son sólo algunos ejemplos de civilizaciones que han entendido que el hambre no conoce exotismos y que se han atrevido a comer lo incomible, hasta refinar sus técnicas culinarias.

“Todos los pueblos tienen algo en común: Y es que tarde o temprano han conocido la aterradora lección del hambre”.

Ahora es el turno de Venezuela de aprender la lección, lamentablemente.

Es lastimoso ver cómo Venezuela se ha desentendido de su único verdadero recurso: la tierra. En Venezuela los agricultores decidieron deliberadamente darle la espalda a la tierra y apostar por la importación, acrecentando así su rentabilidad, pero renunciando a lo único que es capaz de salvar a Venezuela de la crisis alimentaria: la producción nacional.

Miles y miles de hectáreas de tierras fértiles yacen improductivas producto de la mala planificación de las «intervenciones» (para no decir apropiaciones) no remuneradas de vastos terrenos antes dedicados a la producción de granos y hortalizas. A esto se le suma la falta de maquinaria agrícola y, sobre todo, la falta de incentivos, ya que los precios de venta de hortalizas y legumbres son ridículos comparados a sus elevados costes de producción.

La caída del precio del barril representa una pérdida enorme en las finanzas del Estado, pero la mayor pérdida se encuentra en el sector agrícola.

Si mañana Suiza cayera en la trampa del “socialismo mágico”**, se vería ella también destinada a comer lo único que su tierra produce sin esfuerzo: patatas y manzanas. Al menos, podemos consolarnos con que Venezuela dispone de vastos ríos, tierras fértiles, abundantes mares y de temperaturas privilegiadas dispuestas a proveer la complacencia de sus desahuciados habitantes.


*Amélie Nothomb (2004): Biographie de la faim, Paris: Albin Michel.

**Tomado del título de la película «El Ocaso del Socialismo Mágico» de Michele Calabresi

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