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Alejandro Varderi

Narrativa olímpica catalana (II)

El desenfado con el cual Maria Jaén trabajó el tema amoroso, lo recoge Toni Cucarella en su novela Cool: fresc (1987), narrada desde la óptica del cowboy urbano, el outsider quien no participa en la construcción de una España europea, ni con su trabajo ni con su presencia activa en la marcha de la ciudad. Se ciñe más bien al modelo del joven parado, envuelto en la maraña burocrática para cobrar el subsidio del INEM; quien dedica sus energías a la persecución infructuosa de su vecina por toda Barcelona, hasta terminar haciéndola suya desde la portada de un número de la revista Interviú, y vive realquilado con un primo maestro, prototipo del individuo radical de izquierdas en los sesenta.

Un personaje, transformado ya no en el ejecutivo o vendedor de bienes raíces de los ochenta, sino en un chulo que se monta un negocio de prostitución con la susodicha vecina, tan exitoso que marchan juntos a Bruselas para establecer una sucursal cerca de los cuarteles de la CEE: “¡A todas estas, sin un miserable mendrugo con que aplacar los retortijones de estómago que me inutilizaban el órgano! Y con más resignación que un santo mártir, a quien llevan por el pasadizo hacia la sala de torturas del sádico y cruel infiel, regresé a la cama, pues dicen que cuando duermes engañas al hambre y al miedo”.

Este héroe quijotesco, inestable, tragicómico, tan lejos del triunfador, del “héroe de piñón fijo”, como diría Fernando Savater, que en los años ochenta hacía diseño con el país, tiene su reflejo en el Horacio de El poeta (1988), segunda novela de Cucarella, ambientada no en Barcelona sino en Valencia. Horacio, a diferencia de los restantes personajes de estos autores, ya viene de experimentar la estabilidad; tras veinticinco años trabajando en la misma empresa, esta quiebra y se ve desempleado, pero con el tiempo ante sí para ser lo que siempre quiso, un poeta al estilo de los del Siglo de Oro. Aquí empieza su caída o salida del sistema, hasta terminar en un asilo regentado por monjas donde se atrincheran los últimos cultores del endecasílabo. Cucarella es, del grupo, quien mejor utilizó el humor negro, especialmente en las escenas del convento —termina casándose con sor Herminia y reintegrándose al engranaje social— muy en la línea de Entre tinieblas (1983) de Pedro Almodóvar.

Pero fueron Rafael Vallvona y Jaume Capó, quienes con Fora de joc y Trànsit respectivamente, ubicaron el mundo de Jaén y Cucarella en contexto, globalizándolo y perfilándolo al interior de Barcelona: “Inmediatamente después de pensar esto intento creerme que, en la ciudad, me divierto mucho. Pero no puedo engañarme tanto, ya tengo suficiente con tratar de subsistir cada día. La ciudad es un laberinto de horrores, lo que me jode es que no sé salir de él”.

Es pues el individuo quien, “fuera de juego”, transita la ciudad como ese centro odiado por J. L. Borges, porque contamina el pasado y el porvenir, y deja solo para vivir un presente que es justamente donde Carles, Laia, Neus, Tano (Fora de joc), y Antonio, Olga, Blai (Trànsit) depositan el desgarre pasoliniano para darle sentido a su vida. De ahí que todos sean precarios, sensuales y muchas veces estén, volviendo a Almodóvar, al borde del ataque de nervios; aunque siempre anclados, como los lugares por ellos frecuentados, en la modernidad aun cuando ninguno sepa muy bien qué es: “Y nos embarcamos todos en una discusión sobre la génesis, vida y muerte de la modernidad, postmodernidad, modernidad a secas, o modernismo, que dice Alex, tan pasado de rosca como siempre el pobre. Cada quien barre para su propia casa. Todos quieren definir a la tribu moderna a partir de sí mismos”.

Rafael Vallvona aborda la tribu moderna desde el ojo de Enric, quien aspira a ser el “fotógrafo de las nuevas culturas urbanas de Barcelona”, con un lenguaje también directo y atropellado, al estilo del norteamericano James McInerney. Y al llegar a este punto es interesante observar el interés de algunos autores en los de habla inglesa de su misma promoción —Tama Janovitz, Richard Ford, Tom Sharpe— cuya escritura carece de matices, y al decir de John Updike se ha vuelto tan “provinciana” como la generación a la cual se refiere: “La generación americana actual me sorprende por su estrechez de espíritu, por su falta de modulaciones” (Culturas 17/12/88), sostenía Updike, denunciando así la pobreza de lenguaje que contaminó la narrativa de aquellos años.

Un fenómeno al cual no escaparon los escritores aquí expuestos, por eso su estilo se constituyó en alegoría de la cultura que escribían; un híbrido donde se mezclaron la tradición europea y el culto a los Estados Unidos —la protagonista de Amorrada al piló, por ejemplo, sueña con un americano de Levi’s etiqueta roja que se la lleve a vivir a Nueva York— de una generación pensando entonces que “Catalunya es la California europea y la Barceloneta es la Jolla”, remarcó sagazmente Vallvona.

Jaume Capó resulta ser posiblemente quien con mayor agudeza retrató su generación desde tres perspectivas distintas: la de Antoni, joven homosexual y estudiante universitario sin mucho convencimiento, Olga, quien mecanografía tesis y cuida niños para sobrevivir y Blai, un gigoló empleado a medio tiempo en el departamento de ropa interior femenina de unos grandes almacenes.

Partiendo de la androginia preconizada por Virginia Woolf, Capó profundiza al interior de lo masculino y lo femenino indistintamente, y centra a cada personaje como prototipo de ese sector informe a los ojos del resto —especialmente de unos padres que vivieron su sueño de cambio “en una época inequívocamente rock, aunque fuera nacional y descafeinado”— aun cuando, a fin de cuentas, estén claros en seguir muy pronto la senda de sus progenitores: —¿Qué esperas de la vida? —Hombre. Lo mismo que todo el mundo, supongo. —Piensas llegar a primer ministro, rey, actor alcohólico o cosas parecidas. —Creo que no tanto. Lo que quiero es ganar dinero, por ahora. —¿Solo ganar pasta? —Ganar pasta, tener un buen nivel de vida. Poder darme mis caprichos, etc.”.

En síntesis, lo más interesante de la novela urbana catalana de los ochenta, independientemente de su valor puramente literario, fue su capacidad para reflejar el temblor de la generación joven de aquellos años. Temblor que superó el estadio de la droga, y evadió las preguntas acerca del más allá o la necesidad de un cambio político y una reestructuración social.

Ellos pasaban de todo. De todo, menos de la urgencia por conseguir un trabajo de verdad, aunque en su periplo los personajes participaran en un juego de resistencias a incorporarse al establishment laboral o literario y se postergaran en el pluriempleo o el paro. Jóvenes buscando tener una pareja fija, si bien las anécdotas muchas veces rodearan esta posibilidad, cayendo todos ellos en un sin fin de relaciones hasta llegar a la conclusión de Oscar Wilde, acerca de que lo fundamental en la vida no son apetitos sino deseos. Y en última instancia, ingresar a las esferas donde se es “decidido y habitual” por derecho propio y no por la circunstancia de ser aceptado en el Otto Zutz o el Nick Havana. Esos bares que pusieron a Barcelona a la par del diseño europeo más sofisticado, en los albores de los Juegos Olímpicos, y donde la ropa, el encanto, la superficie del sentido fueron, como la literatura que los escribió entonces, siguiendo a María Fernanda Palacios, “un traje que siempre les queda grande y apenas disimula sus cuerpos demasiado estrechos”.

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