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Alejandro Varderi

Narrativa olímpica catalana (I)

Quiero centrarme aquí en la novela urbana catalana de los años ochenta, y dentro de ella en un grupo de narradores que publicaron a finales de aquella década sus primeros textos, dibujando el perfil de la Barcelona entre tradición y modernidad, que alcanzaría su clímax con los juegos Olímpicos de 1992, de los cuales se cumplen ahora 30 años. Novelas que si bien pueden considerarse esfuerzos de juventud, abrirían la discusión en torno al lugar de la generación nacida en los años sesenta dentro del panorama literario. Una generación, a caballo entre la España de la transición democrática y la normalización lingüística, que los fanatismos provenientes del nacionalismo a ultranza han tergiversado, manipulando a la gente y creando un ambiente de gran intolerancia lingüística, social y racial dentro de Cataluña.

“Los grupos de jóvenes cultos son adorables porque son desgarradores”, apuntaba Pier Paolo Pasolini en un artículo inédito publicado por el suplemento Culturas (11/5/88), refiriéndose a la juventud nacida de padres antifascistas y comunistas. “¿Pero qué pueden hacer con su refinamiento y su cultura?”, proseguía. “Los hijos deben pagar por la culpa de sus padres”.

Esta situación de pesimismo, de pérdida y de naufragio que marcó la vida y encendió también el descontento de la generación anterior de autores catalanes, agudamente retratada en las novelas de Montserrat Roig y en los textos del muy ácido Terenci Moix, de alguna manera escapó a las necesidades y expectativas de la generación de los ochenta, que se rebeló contra aquella máxima ateniense y transformó el desperdicio de talento, del cual hablaba Pasolini, en el motor que movilizaría su escritura.

Toni Cucarella (1959), Rafael Vallvona (1960), María Jaén (1962) y Jaume Capó (1964) son cuatro exponentes de tales reflexiones; y trazaron el contorno de ese sector informe nacido en las postrimerías de una España que, parafraseando a Antonio Machado, moría, y creció en la que bostezaba al despertar de la larga pesadilla franquista. Generación gap a quien la culpa no perseguía más y frecuentaba los clubes de moda entonces, como el Otto Zutz y el Nick Havana, campeaba entre la casa de toda la vida en Blanes y el nuevo piso en Playa de Aro, permanecía desempleada; o esperaba una oportunidad para hacerse con sus quince minutos de fama como quería Andy Warhol, mientras trabajaba de “nueve a dos en unos grandes almacenes donde vendía modelos pret-à-porter para señoritas en la temporada alta, y sostenes y bragas en época de rebajas hacia los meses de julio y febrero”, según Jaume Capó en Trànsit (1987). “Hacía de conserje en una escuela de efe pe llena de heavies borrachos de quince años, y niños de doce que huelen cola compacta y Imedio para parar un carro”, de acuerdo con Rafael Vallvona en Fora de joc (1987). O caminaba interminablemente por los pasillos de la facultad —“Aquel edificio descuidado que cobijó nuestras ilusiones de jóvenes”, volviendo a Capó.

El “joven postmoderno metropolitano”, del cual hablaba Vallvona, para quien el futuro no existía más allá del año 92, el presente se vivía desde una pose de controlada rebeldía y el pasado era una oscura película de Luís García Berlanga. Y es que al ver caminar por la Rambla de Catalunya o por el Passeig de Gràcia, con las bolsas de “Torrens” y “Carol”, a aquellos jóvenes vestidos por Toni Miró y Roser Mercer, que vivían en lugares remodelados del Barri Gòtic o compartían esos gigantescos pisos de l’Eixample, completamente redecorados y con una botella de cava y la línea de coca siempre a punto sobre un piano de cola blanco; parecería que la ciudad de Nada (1945) de Carmen Laforet y La Plaça del Diamant (1962) de Mercè Rodoreda nunca hubiera existido.

Amorrada al piló (1987) de Maria Jaén que resultó un éxito de ventas el año de su publicación, inauguró la serie de la Editorial Columna, donde estos autores encontraron eco y de cierta manera abrió camino al resto. Escrita, como los demás libros del grupo, con un lenguaje directo y estructurado en escenas cortas usando la técnica cinematográfica del close-up, la novela gira en torno a la relación de pareja, desde la sensualidad y el erotismo casi pornográfico que una mujer, Marta, y sus diversos amantes esgrimen en un cambio constante de cama y escenario. Y donde otra mujer asesina a su amante en el instante del coito, muy en la línea del film El imperio de los sentidos (1976) de Nagisa Oshima.

Todo ello, llevando a los personajes por ese principio de incertidumbre antes sí mismos y los otros, que constituye la modernidad como saco roto del deseo, donde todo cae y todo cabe y nadie sabe ni de dónde viene ni hacia dónde va: “La chica lo sorprendió agradablemente. Ni por un momento él hubiera imaginado que aquella moza que se insinuaba a través del micrófono a medianoche, fuera del tipo que entre los veinte y los veintidós, sufren la metamorfosis y cambian de piel, para dejar de ser progres y convertirse en modernas sin saber en qué consiste la manida modernidad (…). Lo que marcaba la pauta de comportamiento de un gran sector de jóvenes eran las nuevas tendencias musicales, plásticas, literarias, y especialmente de los nuevos usos en el vestir”.

Posición esta que, por estar tan desenfadadamente expuesta —Marta actúa su sexualidad a través de un programa de radio, tanto delante como detrás del micrófono—, carece de secreto como clave para definir lo erótico en términos de Georges Bataille, pero al mismo tiempo guarda la imagen del peligro, y al fin y al cabo la conciencia de la muerte que la mujer enarbola, espejeando la película Matador (1986) de Pedro Almodóvar, y que el mismo Bataille considera imprescindible para dejar surgir el erotismo en contraposición a lo pornográfico.

Sauna (1987), la segunda novela de Jaén, retoma la idea de la sexualidad ligada a la muerte, pero dejando que sea el hombre quien esta vez juegue con la posibilidad de hacerla desaparecer a ella o al rival, y con la complicidad de su propia madre, tal cual solía ocurrir en las historias de amor entre samuráis: “¿Qué harías si quisiera matarte de verdad? —Y continuaba ahogándola con fuerza, con el otro brazo le agarraba los dos brazos y con el cuerpo la oprimía contra el lavabo. La tenía inmovilizada. Completamente. —Me quedaría quieta y te dejaría hacer. Solo te miraría a los ojos. Nunca podrías olvidar mi mirada. Te perseguiría siempre”.

Y si en la película de Almodóvar el amor se fragmenta en sus distintas acepciones —pasión, celos, complicidad, fuga, destrucción— en un marco sentimental cuyo exceso ralla en lo kitsch —recordemos, por ejemplo, el encuentro entre la pareja de amantes asesinos en la habitación donde ella guarda los recuerdos de las corridas de toros de él—; el libro de Jaén condensa los significados del sentimiento bajo la figura del despecho, en un entorno más estilizado y a la vez doméstico —la cocina barcelonesa— y con un detalle neorromántico, la magdalena proustiana. “Mientras mojaba las magdalenas en la leche”, él estructura el recuerdo de las infidelidades de ella y estudia las alternativas para asesinarla.

En su actualidad olímpica, Sauna recogió la zona nostálgica de una generación que, además de los Talking Heads, escuchaba a Bob Marley y a Janis Joplin —“una vez en la cocina, empezó a llorar mientras comía un yogurt de fresa, caducado desde hacía ocho días”— o cortaba un tomate pensando en algún amor, tal cual veremos en la segunda parte de este artículo.

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