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Narrativa gay venezolana: el otro lugar de la escritura

Si algo ha logrado nuestra contemporaneidad, es perfilar una literatura que había quedado oscurecida por los grandes gestos y gestas de los escritores modernos. Augusto Roa Bastos, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes; autores doblegándose bajo el peso de una obra excesiva, no del exceso, con visos totalizantes que descarta la ambigüedad, ironía, artificialización, sentido del humor y de lo diferente que las obras concebidas desde el otro lugar de la escritura contienen.

Y es que si algo ha logrado la postmodernidad ha sido desviar la atención hacia los márgenes desde donde habla, ya no el erudito, el político o el diplomático, sino las voces otras que buscan justamente su lugar en la escritura. Voces que aquellos autores no privilegian; pues aun cuando surgieron en un momento cuando la estética del pop se apropia de la cultura popular, la mujer empieza a hacerse un espacio en la historia, y los homosexuales luchan por sus derechos, los textos son generalmente antifeministas, homofóbicos y negados a la diferencia.

En esta contemporaneidad la otredad, es decir, lo que había quedado relegado en los márgenes del sistema patriarcal, ha pasado a un primer plano. De ahí que me interese fundamentalmente la manera como se ha ido abriendo espacio en el ámbito hispano, una literatura mucho más porosa y abierta, en la cual ha quedado inscrito el proyecto de determinados narradores venezolanos.

Autores continentales como Reinaldo Arenas, Severo Sarduy, Manuel Puig, Luis Zapata y Evelio Rosero Diago forman parte de esta dinámica, mediante escrituras que considero sugerentes por su capacidad de armar un discurso inter(s)(t)ex(t)ual, de tejido del cuerpo del lenguaje y del lenguaje del cuerpo, sin jerarquizar los lenguajes, sino expresándose indistintamente a través de lo epistolar, lo ensayístico y lo narrativo; a partir de lo femenino y lo femenino; acudiendo al teatro y al cine; manifestándose desde el yo y desde el yo del otro sobre un margen que el autor desvirtúa y el hablante transgrede, liberándose de la especificidad de cánones, escuelas y costumbres.

Dentro de tal estética, se inscriben los narradores venezolanos, Isaac Chocrón, Francisco Rivera, José Balza, Marco Antonio Ettedgui, John Petrizzelli y Boris Izaguirre, entre otros. En sus obras, se destaca el impacto de la cultura popular desde el pastiche tecno-tropical, donde se sincretiza el imaginario hispanoamericano y el reciclaje de la plusvalía en los países industrializados; pero no con una visión apocalíptica, de rechazo y escapismo al sistema, sino apropiándose de este mediante la parodia, el ingenio y la carnavalización. El resultado es un producto que no solo sintetiza ambas realidades, sino las subvierte, reinterpreta y abre hacia múltiples lecturas. Ello nos permite rodarnos de la periferia a los centros, donde se genera una zona de lucha y resistencia en la cual se ubican estas voces. Y aquí es necesario destacar que, si bien menos visible que la de los hombres, la obra de ciertas autoras venezolanas contemporáneas como Dinapiera Didonato, Yolanda Pantin y Ana Teresa Torres, igualmente explora el deseo, desde y hacia lo femenino, con erudición y agudeza, dentro de la estética de otras hispanoamericanas como Eve Gil, Lucía Guerra, Sylvia Molloy y Cristina Peri-Rossi.

Isaac Chocrón (1930-2011), dramaturgo, ensayista y narrador, vivió también en los Estados Unidos como estudiante y diplomático, habiendo quedado ligado a Nueva York de por vida. Quizás su novela más emblemática, dentro de la otra escritura, sea Pájaro de mar por tierra (1972), donde nos encontramos con Miguel, un joven que decide escapar del trópico caraqueño y radicarse en Nueva York; pero no para hacerse con una identidad sino para deshacerse más bien de ella o, mejor dicho, de lo poco que había acumulado en sus diecinueve años de existencia. A partir de la llegada del protagonista a Manhattan, Chocrón empezará a llenar con las versiones de los otros, el lugar del yo que Miguel-Micky va vaciando mientras pasa por ellos. De la prostitución en Times Square, a su relación con Frank y su mariage blanc con Tina; y de ahí al desencanto con la ciudad, el regreso a Caracas donde conocerá a Gloria, la única mujer sexualmente atractiva para él, y su desaparición en las costas de Aruba sin dejar rastro alguno.

Francisco Rivera (1933), por su parte, en Voces al atardecer (1990) aborda una serie de historias, en la Caracas de los años setenta y ochenta, fluctuando por todas las posibilidades del deseo, en ambientes cultivados donde abundan las referencias al high art, mediante personajes que se mueven con soltura de la periferia a los centros. Múltiples sexualidades para dominar al otro, desde la otredad de la escritura. Y ninguno de sus personajes utiliza tan efectivamente este poder como Bela, el joven diletante en cuya androginia reside la facultad de atraer todas las voces que lo nombran. Con él entra además en la literatura venezolana la figura del transexual, que Rivera desarrolla paralelamente a sus personajes exclusivamente homosexuales.

Igualmente, José Balza (1939) utiliza en sus “ejercicios narrativos” una pluralidad de recursos técnicos puestos al servicio de una escritura permeable donde confluyen todos los estratos de la sociedad venezolana, todos los paisajes, todas las edades. En Largo (1968), por ejemplo, donde Adriano necesita adoptar el rol del amante activo para desear a otro hombre, si bien acaba dejándose penetrar por el amado. Ello, como alegoría de la estrategia del autor para describir la dirección de su sexualidad y la del otro indistintamente, y donde la forma envuelve al fondo sometiéndolo poéticamente. De manera similar, en Medianoche en video: 1/5 (1988), Balza hace uso de una mirada que no discrimina sino funda. Aquí la descripción de un club de sexo en la capital, se fusiona con la selva del sur, desde la voz de un locutor de radio que describe a un escultor “ligado al río y al sol, venido a la ciudad porque quizás confundía los edificios con las grandes torres pétreas de Guyana”; o de un doctor recordando al hombre que desea, ubicado “en la vasta ciudad moderna, pero también en un remoto rincón de los montes andinos”.

John Petrizzelli (1956) pasó, como Chocrón, parte de su formación en Nueva York donde estudió cine y escribió textos narrativos y guiones cinematográficos. Su documental Tí@s (2014), presentado en Manhattan durante el reciente Festival de Cine Venezolano, explora las relaciones entre sobrinos y tíos homosexuales o transexuales en la Venezuela de hoy. Ello, acudiendo a la mirada camp, el gesto kitsch y, por supuesto, a la memoria de quienes vivieron en la sombra del pasado siglo una sexualidad más aceptada actualmente, si bien menos reconocida legalmente que en otros países del continente. Su libro de relatos Negro lógico (1976), igualmente acude al pasado, la dislocación temporal, lo fragmentario y la experimentación, a fin de crear áreas de sentido donde quedan atrapados instantes de la modernidad, desde las voces de personajes que buscan crearse una identidad portátil, que les permita deslizarse sin tropiezos entre culturas y sexualidades múltiples.

Marco Antonio Ettedgui (1958-1981), desde 1979, cuando estudiaba Comunicación Social en Caracas, empezó a mostrar textos corporales en espacios públicos y privados donde combinaba un uso desenfadado del lenguaje con sus ya formadas teorías acerca del cuerpo del artista como obra de arte. Aquí las sexualidades alternativas y la cultura popular se imbricaron en textos dables de favorecer una pluralidad semiótica, donde el placer y el deseo siempre fueron múltiples. Múltiples niveles de significados dables de expandir el lenguaje, hasta conformar un mapa cuyos fragmentos se descomponían lentamente. Su fuerte personalidad y poder seductor hicieron de él un imán que atrajo a muchos artistas, admiradores, fans, afectos y amantes hacia su radio vital, profesional y creativo. Es por ello que tuvo una relación intensa y profunda con muchos creadores que compartían sus intereses y participaban de sus lecturas dramatizadas y eventos en vivo, parcialmente inspirados en la androginia de ciertos clubs neoyorkinos de aquellos años como Studio 54 y The Mudd Club.

Boris Izaguirre (1964) también pasó por Nueva York en sus años de estudiante, dedicándose después a la narrativa, la crónica periodística y los guiones de telenovelas que le han llevado a triunfar dentro del mercado hispano intercontinental. Entre sus novelas, El vuelo de los avestruces (1991) y Azul petróleo (1998) son quizás las más representativas dentro de la literatura escrita desde el lugar otro. En ellas, el narrador celebra las incongruencias y sinsentidos, surgidos de la interacción entre lo “sublime” de las clases altas venezolanas y lo “grotesco” de la situación del pueblo. Se produce así un contrapunteo constante entre esnobismo y rudeza, que las preferencias sexuales permean, nivelando comportamientos y democratizando estratos.

Izaguirre articula además un sujeto homosexual, a caballo entre Hispanoamérica y España, puesto a espejear el flujo trasatlántico de tantos jóvenes buscando una sociedad más abierta, donde puedan explorar abiertamente su sexualidad y, en caso de desearlo, casarse y fundar una familia como cualquier pareja heterosexual del continente. Esto, a fin de celebrar la explosión de la diferencia y desafiar la intolerancia con que el establishment criollo, todavía en este nuevo milenio, fiscaliza, impone y somete, a quienes osan salir de los estrechos límites donde las intransigencias y el machismo constriñen el otro lugar, no tanto de la escritura, sino de la vida misma.

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