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esteban ierardo

Napoleón, mortal, Dios, y de vuelta mortal

En una pintura clásica, un hombre de espaldas, con los brazos cruzados, con sombrero de dos picos, uniforme y espada, contempla el mar. Medita en sus glorias pasadas. Es Napoleón, en la isla de Santa Elena, en la que fue exiliado. Allí murió el 5 de mayo de 1821.

En estos tiempos, la guerra desatada de nuevo aniquila la vida inocente, perfora con una bala final a un soldado tras otro, de todos los bandos. Masacra la espera de una humanidad mejor. Y muestra, a las claras, la autoridad de algunos líderes sobre la vida y la muerte. Como todos los de su clase, Napoleón practicó ese poder más allá de lo necesario. Por eso, especialmente hoy, el emperador francés representa las jaurías de las batallas que destrozan la vida que pudo crecer y florecer. Napoleón y la ambición imperial, el deseo de avanzar y conquistar, aun cuando las fronteras estuvieran bien protegidas y sin riesgo. En esos casos, cuando se quiere conquistar y alimentar el «deseo de ser grande», siempre se inventa el peligro de un ataque inminente. En la sed de dominio por la fuerza de la agresión (distinta al derecho de la legítima defensa), se cultiva el íntimo desprecio de la vida ajena, la ausencia de límites para el sacrificio masivo de los humanos.

André Castelot, en su importante biografía de Napoleón, escribe que, en una ocasión, el pequeño corso a duras penas escapó de una localidad en el sur de Francia donde numerosas madres querían agarrarle para vengar a sus jóvenes hijos innecesariamente sacrificados en sus guerras de agresión.

Hoy Napoleón nos recuerda lo que los poderes tienden a ocultar: todo sueño de vuelo imperial finalmente termina aplastado por una fuerza mayor, o por la mera erosión del tiempo y la muerte invencibles. Y la percepción histórica escucha, después, lo que realmente sonó en las trompetas imperiales: no acordes gloriosos sino el grito de hombres y mujeres anónimos, desamparados y solitarios, víctimas trágicas de la violencia organizada.

En la historia, toda realidad negada termina por mostrarse. Las máscaras que tapan, a la larga, se deshacen.

El Napoleón que se creyó, y así fue visto por muchos, como liberador y gran estratega, al mismo tiempo fue el prototipo del líder para el que aun la vida de los propios solo tenía el valor de ser arcilla para modelar las criaturas de su desesperada ambición.

Napoleón nació en Ajaccio, Córcega, en 1769. En el ejército, hizo carrera durante la Revolución Francesa. Las luchas entre Robespierre y Danton, y las guillotinas del terror jacobino, derramaron sangre. Confusión. Caos. Pero, ya como jefe militar, la conquista del norte de Italia y de Roma (y su saqueo), lo colmó de prestigio. Después, consumó el golpe de estado del 18 brumario. Acción que impuso el Directorio. Así se convirtió en Primer cónsul de la República, en 1799. Luego, cónsul vitalicio. Desde entonces, su nombre creció a la altura de un dios pagano.

En 1793, el rey Luis XVI fue guillotinado. Pero ese magnicidio no fue el fin de la monarquía. Unos pocos años después, el gran corso revivió la realeza. En el museo del Louvre impresiona el gran lienzo de Jacques-Luis David que inmortaliza la coronación de Napoleón como emperador en la catedral de Notre Dame, el 2 de diciembre de 1804. El momento en el que el nuevo monarca se coloca a sí mismo su corona después de arrebatársela al papa Pío VII. Auto-coronación como metáfora del sujeto que se hace a sí mismo. Gesto del que se sentía como un nuevo emperador romano. Y en su trono lo acompañó su primera esposa, la Emperatriz Josefina.

En 1798, Kant escribió El conflicto de las facultades, texto sobre el entusiasmo de la intelectualidad ante los ideales de la Revolución Francesa. Esta buena recepción despertaba confianza en un progreso moral. El rechazo de la tiranía. El festejo por la libertad. Pero luego el genio kantiano se decepcionó. La lucha por el poder, más que la transformación revolucionaria, seguía siendo el centro de la acción política. Al fin de cuentas, Napoleón manifestó: “una revolución es una opinión con bayonetas”. Entonces, restauró la esclavitud en las colonias francesas, como Haití, que había sido abolida en 1794; al tiempo que creyó que su voluntad de crear un imperio se justificaba para llevar los ideales revolucionarios a todas partes.

Por eso, luego de convertirse también en Rey de Italia en 1805, gracias a sus ejércitos bien dirigidos, puso a Europa en sus manos por casi una década. De todos modos, sus inquietudes civilizadoras tenían una dosis de realidad: disolvió el feudalismo; promovió la nobleza de mérito; alentó el liberalismo económico, las artes y la educación; y las leyes: el código napoleónico o Código civil francés, en cuya redacción colaboró con real conocimiento jurídico. Acaso su máximo legado, modelo luego de textos constitucionales. Y disfrutó los descubrimientos científicos durante la expedición a Egipto en 1798, que trajo la piedra de la Rosetta, ahora en el Museo Británico, pieza clave para la traducción de los jeroglíficos por Jean-François Champollion.

Movido por su admiración hacia un Napoleón que idealizaba como liberador de Europa, en 1803, Beethoven le dedicó la Tercera sinfonía, llamada Heroica. Pero, según la leyenda, luego de autoproclamarse emperador, el músico alemán borró la dedicatoria y se lamentó de que lo que realmente quería el gran corso “era elevarse más alto que los demás y convertirse en un tirano”; y “tirano Bonaparte” le llamarán las monarquías, o el “Ogro de Ajaccio”, o “el Usurpador Universal”.​

El general emperador encendió el fuego de cañones y cargas de caballería. En muchas batallas, derrotó a la Tercera coalición en su contra, y luego una cuarta, dirigida por Gran Bretaña, y con Rusia, Suecia, Austria, Sajonia y Prusia como aliados. A fuerza de estrategia, combate y muerte prevaleció en Marengo, Ulm, el gran hito de Austerlitz, Jena, Friedland, Wagram… Conquistó el reino de Nápoles; disolvió las Provincias Unidas y creó el reino de Holanda; finiquitó el agonizante Sacro Imperio Germánico y estableció la Confederación del Rin; invadió Portugal, y España, donde coronó a su hermano José como rey; impulsó el bloqueo continental a Inglaterra como preparación para su invasión nunca consumada, en parte por la derrota que el almirante Nelson le infligió a su flota en la batalla de Trafalgar, en 1805. Para 1812, su imperio había alcanzado su máxima extensión: alrededor de 3 000 000 de km2, y más de 96 millones de habitantes.

En 1648, terminó la devastadora Guerra de los Treinta Años, guerra de religión entre católicos y protestantes. La lucha derramó un ácido asesino que mató a millones. Al final, en el Tratado de Westfalia se acordó que la paz se mantendría si cada país aceptaba sus fronteras naturales, si se renunciaba al deseo de ir más allá para evitar romper el equilibrio. El llamado orden westfaliano en la política internacional. Luego, en 1795, Kant publicó la Paz perpetua, su sueño de una confederación de países bajo un gobierno mundial. Bajo la ascendente filosofía de la Ilustración, Kant propuso la superación de los conflictos desde el diálogo y la racionalidad. Pero las guerras napoleónicas evidenciaron la ilusión de ese sueño. Mostraron la clara distancia entre las propuestas filosóficas y los acuerdos diplomáticos y la realidad.

La caída napoleónica empezó en las tierras del zar ruso, Alejandro I.

En su ambición imperial, la Grand Armeé de Napoleón, de más de 650000 soldados, invadió Rusia en 1812. Primero, fue la batalla de Borodino, evocada con letra precisa por Tolstoi en La guerra y la paz. Una victoria a medias. Luego, la toma de una Moscú incendiada. Y después llegó la fuerza del destino: el General Invierno y los cosacos. Y como observa André Castelot, en su biografía napoleónica, al fin de la campaña “los últimos caballos murieron de hambre. Y no bien caía el animal, un tropel de hambrientos se arrojaba sobre él”, para comer su hígado. Solo 27 000 hombres regresaron de la fatídica aventura rusa.

Y luego la derrota en Leipzig, en 1814; la abdicación en Fontainebleau; el primer destierro en la Isla de Elba; los llamados Cien días y el regreso arrollador a París; una nueva campaña; la renovación del sueño imperial. Y Wellington, los ingleses, los prusianos, y la derrota final en Waterloo, en 1815. Y la restauración de los Borbones. Los fusilamientos de sus bravos mariscales Ney y Murat. Y, al final, el destierro en la isla de Santa Elena, en el sur del Atlántico, bajo la vigilancia de una guarnición inglesa a cargo del comandante Hudson Lowe.

En una carta, el emperador vencido se quejaba al gobierno británico por haberlo enviado a la roca de Santa Elena. Luego, en 1955, el odontólogo sueco Sten Forshufvud, experto en química y toxicología, estudioso bonapartista, al leer las memorias del ayudante de cámara Louis Marchand, que permaneció con Napoleón hasta su muerte, creyó reconocer en el relato de su agonía final, los síntomas del envenenamiento por arsénico. El propio Napoleón denunció una conspiración para matarlo. En su testamento incluido por Alexander Dumas en una biografía que le dedicó, además de recordar a su última esposa María Luisa de Austria, y de velar por la suerte de su hijo, Napoleón II, afirma: “muero prematuramente, asesinado por la oligarquía inglesa…”. Y en la carta en la que le reprocha a Gran Bretaña su maltrato, agrega: “he sido asesinado lentamente, con alevosía y premeditación”.

Los restos de Napoleón ahora en Los inválidos, en París, conservan el misterio.

La personalidad compleja del emperador fue adorada por los románticos como individualidad heroica. Hegel lo ponderó como instrumento del espíritu de su tiempo, y quien podría convertir a Alemania en un Estado moderno. Otros, como lo recuerda Paul Jonson en Napoleon: A peguin Life, le reprocharon su condición de dictador tiránico, y las más de 3 millones de muertes que sus guerras provocaron.

Y no debe olvidarse al Napoleón intelectual, interesado por las matemáticas, el arte y las ciencias. El que confiaba en el cálculo y la reflexión, no en la intuición, para ensayar sus estrategias letales. Y que confesaba, según sus propias palabras apuntadas por Gastón Bouthoul y Manuel Ortuño en su Antología de las ideas políticas, que «a mí me gusta el poder, pero me gusta como artista”.

Producto de su tiempo de batallas campales, Napoleón aún sorprende por su vida singular: de un oscuro corso en la gran París a emperador. Y, luego, impotente prisionero en una isla remota. Acaso una metáfora misma del poder: el líder que juega a ser dios en su apogeo y que, en su caída, descubre que siempre fue un mortal, desesperado y solitario.

Y que todo poder es vencido, al final, por una fuerza mayor.

 

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