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Nacidos sin Permiso para Ser

Una de ellas es una diva con deseos de ser madre, encarcelada en el caparazón de una neoyorquina feminista: asume sin pudor la responsabilidad que conlleva el cuerpo; igual como si fuese el genio de Las Mil y Una Noche, ella cumple todos sus deseos y siquiera roza la lámpara. Como debe ser  — dice ella —  ¡¿quién va a esperar por genios con este clima?! Si quieres un orgasmo ¡genératelo!

La otra, su amiga, la contempla en silencio. Nació tímida; tanto que, en protesta a su timidez fue expulsada del coro de la escuela: tal eran los nervios que la invadían al escuchar a otros niños cantar que no emitía nota alguna. Lectora frecuente de Julio Cortázar, una tarde sentenció que no mantendría relación alguna con un hombre al menos que éste fuese capaz de dedicarle la siguiente frase:

«Lo que me gusta de tu cuerpo es el sexo. Lo que me gusta de tu sexo es la boca. Lo que me gusta de tu boca es la lengua. Lo que me gusta de tu lengua es la palabra».

La Diva Feminista le asegura que si espera por un hombre que aprecie su inteligencia, su himen iniciará un proceso de restitución: tejerá la piel inutilizada lentamente hasta devolverla a su origen. ¡Van a reembolsarte la virginidad!  —grita La Diva, desesperada— ¡volverás a tus orígenes en otro contexto! ¡serás lo más cercano a un republicano conservador!

Su amiga no carece de deseos, por el contrario está deseosa de tener sexo a cantidades tales que siente como su cuerpo es poseído por un grupo masivo de hormigas dalinianas que brotan de sus manos y vulva producto de su imaginación. Dicen que Dalí pensaba que los genios no deben reproducirse, y ella padece de ideas semejantes; pero, ¿qué pensaría si comprobase que Salvador era impotente tal como lo aseveró Amanda Lear?

Y al sentarse, La Amiga Selectiva cruza las piernas ahorcándolas entre sí, puede que así logre evitar que el deseo se le escape.

La tarde había pasado sin mayor eventualidad: las dos amigas extendían su despedida hasta el despegue, prometiendo reencontrarse a fin de año. Habían reído a carcajadas e inmediatamente después, sin justificar motivos, sus ojos — como esponjas — almacenaban lágrimas hasta cargarse. Así son las mujeres feministas: retienen el llanto, cargan cajas sin esfuerzo aparente, no admiten que les paguen la cuenta y detestan a los niños gritones, al menos de la boca para afuera. Tan reprimidas como las más conservadoras, las feministas  — por su parte —  silencian al ser vulnerable en su interior.

La “revirginizada” ya en su departamento, en pijama y abrazada a su perro, atiende el teléfono. Al otro lado, la Diva Feminista reaparece nauseabunda: sus palabras ahogadas en alcohol absoluto la convencen de ir ¡inmediatamente! al W Hotel. Entusiasmada, anuncia que un grupo de judíos millonarios le ofrecen champagne y un jacuzzi en la suite presidencial.

La Amiga espera pacientemente en el valet parking del costoso hotel, cuando una larga melena bofetea el viento al pasar. Es La Diva que, sin percatarse de su llegada, intenta mantener el paso sin detener el latinizado movimiento de sus curvas. Su amiga hace señas con las manos; los hombres del vale parking la dirigen hasta el vehículo entre risas.

¡Ésos judíos pichirres!… cuando le dije que te había invitado, dejaron de servir champagne — gritó La Diva, y trancó la puerta del automóvil de un sólo manotazo.

La Diva siente fascinación por defender al indefendible e insultar a cualquier nacionalidad o individuo que esté ganando la batalla, que sea poderoso; como una católica recién sacada del Nuevo Testamento, su compromiso es con el “pobrecito”.

Ella asegura que necesita alimentarse o vomitará, así que, luego de estacionarse, caminan hacia algún restaurante que esté abierto después de la medianoche. Repentinamente, al otro lado de la acera, La Diva visualiza su entrada a la discoteca más concurrida de Miami. Levita entre los automóviles en movimiento, dejando atrás su volumen de alcohol y cualquier rastro de sueño o hambre.

Las dos vestidas pesimamente para la ocasión, con un vestuario playero y caras completamente lavadas. El lugar, en cambio, rodeado por una multitud de hombres y mujeres listos como si de una alfombra roja o pasarela se tratase. Todos midiendo, al menos, un metro ochenta. Artistas, rubias y sus siliconas, extranjeros intercambiando acentos: la larga melena rosaba hombros sin distinciones. Acercó su boca a Paris, a México, recorrió los países árabes con sus manos; les susurraba al oído que la ayudaran a entrar al lugar. Dejó caer su celular, su amiga la encuentra en el suelo sosteniéndose, cual koala a un tronco, de la pierna del hombre más atractivo de Florida (por supuesto, no era soltero). “La Tímida” suelta carcajadas ahogadas y extiende su brazo para alzarla.

Después de dos horas y media, todas las lenguas han sido habladas. La Diva, plagiando el gesto típico de los italianos, se atrevió a decirle a un romano que “¡jamás viviría en Roma!¡Me harté de ver piedras antiguas!”. Eso no la privó de acceder al lugar. Un joven ofreció hasta $400 para que ambas entraran. Sus tacos o plataformas de corcho parecían elevarse por encima de la multitud. Como un altar para la adoración de una divinidad, en una concurrida celebración religiosa, La Diva recostó el dorso sobre los hombres hasta ser llevada al interior de la discoteca.

Las dos amigas acceden al sitio seguidas por un eco de aplausos y de ¡hurras!

Bailaron hasta empaparse en sudor y bebieron sin tener un centavo en los bolsillos.

Entre ellas se respira respeto y complicidad. Ambas se reconocen libres frente a sus complejos y peculiaridades. Sus dedos nunca emiten juicios negativos, únicamente apuntan a la dirección donde la otra tropieza para evitar su caída.

Todos, de una u otra forma, nos encarcelamos bajo nuestros calificativos. A ratos nos atrevemos a salir del caparazón, solos o acompañados. Rindo adoración a quienes logran acceder a sí mismos, y no temen ser vistos.

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