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“Musarañas”. Religión y violencia en la España franquista (II)

El poder de lo masculino dentro de la familia se refrenda en la película Musarañas, dirigida por el español Juanfer Andrés y el mexicano Esteban Roel, con las apariciones del padre muerto en momentos clave para humillar a su hija. La primera vez, acusándola de no haber ido al cementerio a ver a la madre, fallecida de parto al concebir a Nia. La segunda, prohibiéndole salir a la calle por estar de luto. Y la tercera, achacándole su incapacidad para seducir a un hombre, pudiendo entonces reafirmar su poder sobre ella tanto mental como físicamente.

Y si Montse es propiedad del padre, esta pretende que Nia lo sea de ella; si bien la hermana menor, nacida con la primera generación de mujeres puestas a desafiar las estructuras patriarcales, no está dispuesta a ser esclava ni del Señor ni de Montse. Por eso tira bajo la cama el crucifijo y se vuelve contra la mayor, no solo alegórica sino realmente cuando, con Carlos, entra en la diégesis una presencia masculina de carne y hueso.

El joven y atractivo vecino del piso de arriba la descubre dormida en el rellano, tras una pelea con la hermana, y la cubre con una manta, quedando indeleblemente impresa en él cual una imagen de belleza que lo seduce instantáneamente. Pero la intervención de Montse desviará la acción hacia lo monstruoso, cuando lo convierta en su presa al tocar a la puerta buscando ayuda, como consecuencia de haberse caído por las escaleras. Abre y, al verlo sangrar, la cierra rápidamente; no tanto por la sangre sino por el sexo del intruso. Aunque al mirar un cuadro sobre la pared cercana, donde se observa a Jesucristo auxiliando a un necesitado, vuelve a abrirla y lo encuentra inconsciente en el suelo.

Aquí, el influjo de la religión sobre Montse, su temor al hombre y su comportamiento violento llegan a un punto álgido, al haber ella encontrado en Carlos a la presa que necesitaba para potenciarlos. De hecho, el resto del film girará en torno al joven, inmovilizado en una cama por su pierna rota y la morfina que le administra con la comida para mantenerlo drogado. Solo la presencia de Nia, acompañándolo y reconfortándolo sin sospechar las maquinaciones de la hermana, lo mantendrá alerta e impedirá que sucumba completamente a los propósitos de esta, inmersa en un pavor atávico, pero estimulada sexualmente por ese obscuro objeto del deseo.

Horror y lujuria se aunarán, entonces, a su rivalidad con respecto a Nia por las atenciones del prisionero, quien la llevará a estrechar los lazos psicológicos entre placer y muerte, no desde el orgasmo como la “pequeña muerte” de Georges Bataille, tal cual habría querido, sino desde una “fijación erótica” onanista deslastrada, no obstante, de las memorias del padre, al descubrirle una feminización que había permanecido enterrada bajo el trauma.

“Con Carlos me siento como una mujer normal”, le confesará a Nia, aun cuando la indiferencia del hombre y su acercamiento a la hermana desencadenarán al animal que habita en ella. Esas musarañas o “pequeños roedores que escarban largas cuevas bajo la tierra, lejos de los demás animales. Son de costumbres solitarias y algunas tienen glándulas venenosas para inmovilizar a las presas más grandes”, tal cual definirá la voz en off de Nia, una vez que el ciclo de espanto y crimen se haya cerrado.

Al verse excomulgada, es decir, imposibilitada para fundirse con el cuerpo y la sangre del amado en una profana eucaristía, Montse saldrá de su madriguera y desencadenará las memorias traumáticas, aletargadas bajo el efecto de la morfina que también ella consume para anestesiar el horror, sumergiéndose en una cruzada contra lo masculino y sus admiradoras. Una de ellas será víctima circunstancial del espanto: la novia de Carlos quien, al enterarse por Nia de que este se encuentra en su casa, irá a buscarlo; si bien Montse la asesinará apenas entre a la habitación del prisionero, y luego empezará a descuartizarla para esconder sus restos en las paredes del apartamento tal cual hizo con sus otros fantasmas, en una implosión temporal donde se entremezclan los sucesos y se confunden los sentimientos.

Ello, espejeando el film de Don Siegel The Beguiled (1971) que los cineastas reconocen como una de sus influencias; en el modo como lo femenino arma un cerco de rivalidades, celos y deseos en torno a lo masculino atrapado en su filigrana, y que acaba siendo sacrificado para permitirles a ellas reclamar su subjetividad a fin de sobrevivir a la destrucción. La inmolación del objeto de deseo garantiza entonces la preservación de un espacio libre de intrusiones masculinas, en el cual sentirse seguras para seguir cuidando de sus miedos más íntimos producto del acoso de un otro voraz y aniquilador.

Ese otro, en la raíz del dolor y los desequilibrios de Montse, tendrá aquí un peso específico mayor, al ser el padre mismo el culpable del abuso. Un abuso, del cual hubo además un fruto que también fue sacrificado, engrosando la lista de cuerpos empalados cuyas manos como las de las alucinaciones de la protagonista de Repulsion (1965) de Roman Polanski, parecieran surgir de las paredes para reclamarla.

Carlos, por su parte, intentará escapar del cerco donde yace cautivo psicoanalizando a su carcelera, en un monólogo donde le descubre el rol que el fanatismo místico tiene en su imposibilidad para verbalizar el daño. El shock de verse cara a cara consigo misma en el espejo del otro, y en presencia de Cristo observándola desde un retrato en la pared, rompe las cadenas que la hacían prisionera de sí misma, y le dan la fuerza para contarle a su hermana los porqués del pánico al hombre y de su imposibilidad para cruzar el umbral de aquel apartamento convertido en tumba.

La escena de la confesión, también presidida por un retrato pero de los padres, dará sentido a las pistas que la diégesis ha ido dándole al espectador a lo largo del film. El encuentro de la verdad tendrá la densidad de otras confidencias entre hermanos, en lo que al encuentro sexual con el padre respecta, como la de Pablo y Tina en La ley del deseo (1986) de Pedro Almodóvar. Aquí, sin embargo, no se desplegará desde la monotónica develación de Tina, cuya transexualidad vino motivada por la necesidad de agradar al padre en su papel de amante consensuada, sino desde el drama de la violación del progenitor, al él “confundir” a Montse con la esposa —algo que Laberinto de pasiones (1982) del mismo Almodóvar enfocó desde la irrisión y el exceso en el personaje de Queti.

“La muerte de mamá lo cambió todo. Cambió a papá. Enfermó de amor. Se empeñaba en recordarla en cada detalle, en cada cosa, en cada persona; especialmente en su hija mayor, que cada día se parecía más a la esposa y me confundía con ella”, le confiesa Montse a Nia, desde una lucidez producto de la conversación con Carlos sobre la verdad, y de la agudización de los sentidos como consecuencia de haber sido víctima de aquel inenarrable terror. Pero al rebelarse para revelarse, Montse logra romper las cadenas psicológicas que la sujetaban sumisamente al padre, tras haber acabado con la sujeción física cuando lo envenenó al darse cuenta de que empezaba a interesarse peligrosamente por Nia.

Este crimen quedará finalmente expiado, una vez Montse lo haya verbalizado ante la hermana quien, espeluznada, romperá los símbolos de conformación a su suerte impuestos a la mujer del franquismo, con quien no se identifica dado el aún inarticulado feminismo de su generación, y abrirá los sepulcros ocultos tras las paredes buscando exponer abiertamente lo furtivo y clandestino del comportamiento de su progenitor en, entre otros espantos, el cadáver del hijo producto de aquella profanación.

“Abusó de mí durante años. Yo te leía pasajes de la Biblia para que te durmieras pronto y no escucharas lo que ocurría en mi habitación”, prosigue Montse, acabando de demoler las últimas inseguridades de Nia, y afirmándola en su resolución de liberar a Carlos de un encierro hecho más nauseabundo por el drama aireado a pocos pasos del cuarto donde permanece inmovilizado. Algo que el film abordará mediante la lucha entre dos modos de entender lo femenino, en su relación con lo masculino, dentro de las directrices del cine de género como vía de escape para liberar la voz que había permanecido reprimida por el hombre.

En tal sentido, la de Montse se escuchará desde el único lugar donde podía escucharse durante el franquismo, es decir, la casa en conexión con el Estado, cuya intolerancia se reafirmaba en la mujer al someterla al control patriarcal. Pero al aniquilar al padre, ella se apropia de su voz, desvirtuando la imagen ideal de feminidad según la cual debía negarse a sí misma para poder sentirse plena; y, por ende, desafía, desde ese hogar-cárcel, los dictados del régimen, simbolizado por un progenitor tan devastador como el régimen mismo.

La de Nia, por su parte, se escuchará desde la calle, de la cual se ha apropiado mediante una mirada que, siguiendo la de las mujeres nacidas con la postguerra, ya no percibirá como la de su hermana el afuera desde la protección de unas cortinas, sino que se identificará con quienes, teniendo una manera más abierta de mirar, han dejado la ventana para bajar a la calle a fin de rebelarse contra los dictados del patriarcado tanto dentro como fuera de la casa.

Al rescatar a Carlos de su encierro y, tras una violenta pelea con Montse, lograr sacarlo de la casa, Nia ganará igualmente el control sobre sí misma que, desde la desaparición del padre, estaba en poder de la hermana. La última secuencia, donde los jóvenes sellan con un beso el agradecimiento de tenerse y ella entra a la casa para consolar a Montse, signará la desaparición del terror y la ruptura con el pasado, quedando el final abierto para que sea el espectador quien responda, desde el lugar de sus propios prejuicios y ansiedades, a los interrogantes aquí planteados con respecto al futuro de los protagonistas.

Como el documental de Alejandra Sánchez, Agnus Dei: cordero de Dios, la película de Juanfer Andrés y Esteban Roel describe las consecuencias de largo alcance para la víctima del abuso infantil, y expone las disfuncionalidades de instituciones puestas a ejercer un férreo control social sobre las voluntades de los más débiles. Iglesia, Familia y Estado constituyen aquí un trinomio triplemente devastador para las protagonistas pues les ha usurpado el derecho a ser, llevándolas a una espiral de violencia donde no solo el responsable, sino seres inocentes —la novia de Carlos, una clienta y su hija, el bebé producto del incesto— han sucumbido al fanatismo de los otros, llenando una página más en el catálogo de intransigencias con que, quienes detentan el poder, satisfacen sus turbias agendas. Ello, en una coyuntura histórica donde la Iglesia está siendo investigada, no solo por abusos sexuales sino por corrupción financiera; la Familia se desintegra entre los vapores tóxicos de relaciones viciadas; y, para hablar solo del caso español, las estructuras democráticas del Estado se hallan seriamente comprometidas por el incremento de los ultranacionalismos, populismos y separatismos como consecuencia de las intransigencias de los distintos sectores y agrupaciones políticas, culpables de manipular la voluntad de los ciudadanos.

Ante este panorama, el cine iberoamericano mantiene una posición crítica y combativa contra el statu quo, dentro de unos parámetros elásticos y flexibles donde todo cae y todo cabe y nadie sabe muy bien ni de dónde viene ni hacia dónde va, a la vista del proceso de disgregación reinante y la falta de perspectivas de futuro, especialmente para las nuevas generaciones. Algo que en Hispanoamérica se observa en los absolutismo políticos y la polarización social entre pobreza y riqueza extremas, llevando a muchos jóvenes a emigrar o caer en los submundos de la desesperación; y en España, gracias a la red de protección ofrecida por los servicios sociales y una economía mejor apuntalada, les permite postergarse en una situación de dependencia indefinida donde las responsabilidades del mundo adulto siguen estando en manos de sus mayores.

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