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El mundo como problema (Parte III)

Otra categoría filosófica que hace agua en nuestra gaseosa modernidad es el espacio. La relación actual con el espacio dista de ser la que tuvieron nuestros padres y abuelos. Para ellos el espacio era una sucesión. Para nuestros jóvenes, lo mismo que el tiempo, el espacio es una simultaneidad como consecuencia de la tecnología. Los espacios virtuales que la informática nos propicia funcionan casi como espacios actuales, pues parto de la consideración de que ambos son espacios reales, dado que hablamos de realidad virtual para referirnos al mundo telemático.

Aludiré en este ensayo más al espacio como categoría metafísica, estudiada por la filosofía, y a nuestro modo de relacionarnos con él en el marco de la crisis antropológica que vivimos. Por tanto, obviaré los problemas propios de la física, la matemática y la cosmología actuales sobre el espacio-tiempo.

Desde que Kant entendió el espacio no como un concepto ni una cosa, sino como una intuición pura, las sensaciones, la experiencia en sí, se conforman a aquel, esto es, toman la forma del espacio. En otras palabras, el espacio es una forma a priori de todas las sensaciones: lo sensible se hace al espacio como el agua a un vaso. Nuestra experiencia humana se estructura, por así decirlo, en una propiedad mental que es el espacio. Esta concepción sería clave para el devenir de la noción de espacio más tarde, incluso hoy.

Nuestra relación con el espacio supone dos dimensiones complejas: el ser y el estar. Todo lo que es y está ocurre en un espacio y tiempo. Por tanto, al cambiar nuestro modo de relacionarnos con el espacio era de esperar que variara nuestro modo de ser y estar. La modernidad gaseosa de Occidente, entre las muchas categorías que ha vaporizado, ha sometido el espacio a esta suerte de sfumato cultural. En los países con menos apego tecnológico se vive menos, pero no hay manera de escapar a ello. Aun en la aldea más apartada de la civilización los modos de ser conformados a los nuevos relacionantes con el espacio son evidentes. La prisa es una, diríamos, cualidad de nuestra modernidad líquida-gaseosa. Por tanto, el estar en los espacios es evanescente. Podría afirmarse desde la perspectiva de Marc Augé que casi todo espacio es hoy un no-lugar.

Creo que vale la pena estacionarse un poco en la noción de no-lugar de Augé. Para el antropólogo francés un no-lugar es un espacio de tránsito y anonimato, en oposición al lugar antropológico, aquel que tiene significación vital para nosotros. Para Augé la distinción esencial entre uno y otro es la capacidad de definir un lugar como un espacio de identidad. Desde su punto de vista, mi casa sería un espacio antropológico porque construye mi identidad, en tanto que una autopista sería un no-lugar toda vez que no la modifica.

En mi opinión, quien determina cuán vinculado a la identidad está un espacio es el sujeto, esto es, de modo subjetivo, por tanto la categorización de un espacio como no-lugar /lugar antropológico es relativa y está vinculada a la conciencia del ser y el estar en dicho espacio, al Dasein en términos heideggerianos, o a la existencia en términos sartreanos.

Con frecuencia noto que mis estudiantes son incapaces de describir los espacios que durante cinco años de carrera universitaria frecuentaron. Aun más: les cuesta mucho sintetizar su experiencia académica a una palabra. Y si les pido que me digan algo sobre la historia de su alma mater, la respuesta no puede ser más desoladora. Ante estos datos yo me pregunto si la universidad para mis estudiantes es un no-lugar, porque se suponía que debía conformar su identidad. Ya sabemos que la respuesta a esta cuestión, como a tantas otras, es una escala de grises.

Lo cierto es que vivimos con tal prisa que nos relacionamos de un modo superficial y evanescente con los espacios en los que existimos. He notado incluso que las personas no reparan en ciertos detalles de las casas y oficinas que por años habitan, que se van de una empresa en la que trabajaron por décadas sin saber la historia de la misma, o que la memoria –vínculo con los espacios del ayer– es cada vez más frágil.

La simultaneidad espacial de que hablábamos al principio de estas líneas supone al cabo una fisura en la existencia y la identidad. Mucho de esa simultaneidad es multiplicidad de capas de un no-lugar. Nuestra actual generación de jóvenes occidentales muestra una creciente facilidad para el desarraigo, lo cual podría estar augurando modos de ser y relacionarse con el espacio que no conocíamos. Cada año miles de jóvenes cruzan decenas de fronteras, incluso sin los apremios políticos y económicos que antes condicionaban la migración.

La crisis antropológica de Occidente revela en el fondo el desplome de las categorías filosóficas que le habían dado fundamento. El sfumato del espacio no sería tan angustiante si no fuese una propiedad de la existencia. No hay otredad sin espacio. Por tanto, la evanescencia del espacio podría suponer, quizás, la esfumación del Otro que ocupa dicho espacio. Aun más: la otredad implica también otro espacio, distinto del propio, en el cual tiene lugar la revelación de nuestra humanidad. Aún es pronto para saber si el espacio de la otredad llegará a ser un no-lugar.

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