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El mundo como problema (Parte II)

Decíamos que el tiempo es una de las categorías interpeladas por la crisis antropológica de nuestra modernidad gaseosa. Ciertamente. Los judíos tenían una concepción del tiempo vinculada al ser, por tanto atendían al futuro. Los griegos, por el contrario, concebían el tiempo desde el estar, de modo que miraban al presente. Con la llegada de la Cristiandad, Occidente osciló entre dos concepciones del tiempo: una absolutista, que lo concebía como un todo en sí mismo (cuyo máximo representante fue Newton), y otra relativa, según la cual era el producto de la relación intelectualizada de partes sucesivas (llevada a su máxima expresión por Leibniz), es decir, o bien el tiempo era una realidad independiente de todas (objetiva), o bien era un orden de sucesiones entendido como tal desde el alma (subjetivo).

Kant se encargaría de sintetizar ambas en un complicado sistema que quedaría como base de la concepción moderna del tiempo: este es una forma de intuición a priori. No es del todo absoluto ni relativo, lo cual lo alinea con la concepción agustiniana del tiempo en cuanto que paradoja. Con el siglo XX llegaría la radical concepción heideggeriana del tiempo como trascendencia de todo problema filosófico sobre el ser. En tal sentido, la temporalidad no sería la esencia del tiempo en tanto que realidad mundana, sino la temporalización del hombre preocupado por su modo de ser en el mundo, el Dasein. El tiempo no moldea esta temporalidad del hombre, sino a la inversa, por tanto ya no tiene sentido seguirse planteando la cuestión del tiempo como  recuerdo (pasado), percepción (presente) y anticipación (futuro).

Otra concepción del tiempo en Occidente que, aunque desarrollada en el siglo XIX, impacta ampliamente durante el siglo XX es la del materialismo dialéctico, que asume el mundo como materia en movimiento, y dicho movimiento tiene lugar en el tiempo y el espacio, por consiguiente estos son condiciones necesarias para que la materia exista. Cuando preguntamos a un gerente por su idea del tiempo, no nos responderá en clave de Heidegger, sino de Marx y Engels.

Sin embargo, nuestra percepción occidental del tiempo también está en crisis, y no solo porque durante las últimas dos décadas la cuestión del tiempo haya cedido protagonismo en las tertulias intelectuales a otros problemas filosóficos. Más allá de los discursos filosóficos, las personas se hacen una concepción del tiempo y esta termina por convertirse en un aire de época, que no dista poco de parecerse finalmente a una categoría de pensamiento. Para mí, en este punto, importa poco si esta categoría de pensamiento está o no suscrita por la Academia. Aquí podemos apreciar una primera arista de la crisis, que podría estar dirigiendo su índice acusador hacia quienes hacemos vida en las universidades: ¿cuánto de lo que pensamos desde la Academia está finalmente impactando la vida cotidiana de las personas?

Noto que la concepción popular del tiempo en nuestro gaseoso Occidente pareciera no pocas veces ser una síntesis entre la concepción escolástica y el materialismo dialéctico: el tiempo es la duración del ser (escolástica), y esta duración es la que hace posible que el mundo sea (materialismo dialéctico). Por consiguiente, la actual concepción que la gente tiene del tiempo es fenoménica, es más un devenir que un ser o estar. Pero este devenir no es esencial, sino accidental, accesorio, incluso cosmético, y por tanto es el pareciendo de la máscara, no el rostro. Nuestra temporalidad, para rescatar la concepción heideggeriana del hombre angustiado por su modo de ser, ya no es más la temporalidad del ser, sino del parecer (advierto que este es mi modo particular de ver el problema).

La apariencia, como tal, es un problema filosófico apasionante. Nuestro contemporáneo modo de ser en Occidente es un ser-en-apariencia. Quizá por ello Vargas Llosa se haya decantado por este tema en su último ensayo. Podría pensarse que este parecer es un modo pobre del ser hoy por hoy. Pero la verdad es que la apariencia es un modo del ser, un modo complejo, ciertamente, pero que invita a iniciar el viaje para traspasar la máscara y llegar al rostro. Para decirlo de otro modo, nuestros jóvenes, principalmente, viven un modo de ser mucho más complejo que el de sus ancestros, un modo de ser, quizá, propio de la inmensa crisis antropológica que vivimos, un modo de ser en crisis para sobrevivir al tránsito en la niebla, lo cual supone un ser auténtico que espera por su desocultamiento.

Y a este modo de ser-en-apariencia corresponde una concepción del tiempo también muy compleja, que aún no logramos desentrañar. Esta temporalidad del devenir, por no suponerse temporalidad del ser ni del estar, implica la fractura de la sucesión pasado-presente-futuro para asumir una simultaneidad de presentes que la tecnología comunicativa favorece enormemente. La plasticidad temporal con que nuestros jóvenes asumen su temporalidad comienza a ser una ruptura drástica del modo homogéneo en que habíamos concebido el tiempo hasta ahora. Y de esa relación ser-tiempo, habrá de surgir necesariamente una nueva manera de pensar el mundo.

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