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El mundo como problema (Parte I)

La cuestión filosófica del mundo no es un tema novedoso. Pero su enfoque, para cada generación, sí lo es. En nuestro caso comprender y explicar el mundo que vivimos, y viviremos, supone la dificultad de inteligir una realidad vaporosa, en tránsito, en crisis. Para mí la cuestión es aún más enrevesada porque si discernir la realidad contemporánea es ya un ejercicio de complejidad racional, lo es tanto más, como escritor ficcional, inventarme una realidad colateral, puesto que ello supone el problema de escribir desde el mundo gaseoso que habito y pretendo entender.

Nuestro Occidente actual, que defino como un locus evanescendi (lugar de la esfumación), es una frontera difusa. Una frontera que ha ganado para sí el sfumato propio de sus categorías conceptuales. Una frontera de contornos atenuados. Un lindero inmerso en la niebla, cuya temporalidad entiendo como un tempus nebulae (tiempo de la niebla). Tiempo y espacio son categorías filosóficas que merecen un nuevo escrutinio en la vaporosa cultura occidental de hoy. No basta con dolernos de que las sólidas certezas del pensamiento occidental se estén licuando: la democracia, la familia, la religión, la razón, el derecho, el libre albedrío y la persona humana. El recuento analítico de la catástrofe no nos dirá dónde estamos y hacia dónde vamos, pero nos dará una idea de la magnitud del tránsito incierto. Veamos.

Occidente es una construcción ecléctica, producto de tres legados esenciales: el romano, el judeocristiano y el germano. El legado romano nos configuró la civilidad. La romanización de Occidente nos dejó la civitas, la ciudad, con su diseño jurídico y político. Esta es la romanidad con la que se toparía el legado judeocristiano en el siglo I d. C.

El tránsito hacia la Cristiandad latina no fue fácil: estuvo plagado de contrariedades. El Cristianismo, con sus raíces orientales –religiosidad judaica y racionalidad griega–, supuso una crisis para la romanidad. La cristianización de Occidente implicó la institucionalización del bien común romano, radicalmente transformado desde la perspectiva del ágape (el amor trascendido por la fe), y su impacto en la noción de persona humana.

El legado germano, desdeñado por algunos autores, no es menos relevante que el romano y el judeocristiano. La Reforma fue un aldabonazo en la casi sólida Cristiandad latina. En aquel lejano siglo XVI se sentaron las bases teóricas de lo que más tarde sería el acicate de la Revolución Industrial y sus sucesivas revoluciones tecnológicas: la relación entre el servo arbitrio de Lutero y el progreso material (no es casual que las naciones más prósperas económicamente sean mayoritariamente protestantes).

Pero el legado germano no se limita al impacto de Lutero en Occidente. Kant y Hegel siguen sirviendo de lindero en las modernas disputas filosóficas. Y no es posible entender al hombre contemporáneo y su crisis antropológica sin zambullirse en el concepto nietzscheano de Übermensch (superhombre) y sin estacionarse en la noción heideggeriana de Dasein (ser-en-el-mundo).

Pues bien, todo esto, más o menos, está haciendo agua. Las categorías fundacionales de Occidente atraviesan una crisis de obsolescencia. No son obsoletas, pero sí obsolescentes. No sería exagerado decir que Occidente, tal como lo hemos conocido, se está diluyendo en un largo sfumato cultural. Negar que estemos en medio de una crisis antropológica –solo equiparable a la del tránsito entre la romanidad y la Cristiandad, o a la del paso entre la Baja Edad Media y el Renacimiento– no nos eximirá del deber de pensar las categorías filosóficas que necesitaremos para el tránsito en medio de la niebla, hasta que esta se disipe y entendamos qué viene. Creo que los jóvenes serán de irremplazable abocamiento en esta tarea.

Son muchas las preguntas. ¿Cómo asumir la ruptura de transmisibilidad que deja en evidencia la pérdida de valores familiares, religiosos, culturales y ciudadanos? ¿Cómo dar frente a la percepción de que la democracia ya no es un sistema capaz de asegurar el bienestar de todos frente a las ambiciones de unos pocos? ¿De qué manera abordaremos el casi inabarcable catálogo de modelos de familia, algunos ni siquiera soportados por el marco de las leyes? ¿De qué modo asumiremos el libre albedrío bajo las formas sociales de una colectivización impuesta desde las más diversas esferas del pensamiento? ¿Cómo asumir la dignidad de la persona humana cuando a esta se la diluye en una masificación sin precedentes? ¿Cuáles serán las categorías jurídicas con las cuales haremos frente al nuevo ser-en-el-mundo? ¿Estamos seguros de que disponemos de las categorías de pensamiento suficientes para dar frente a esta crisis antropológica, y en su defecto, sabríamos cuáles fundar?

Por lo pronto, tenemos más preguntas que respuestas, y parece echarse mano del pragmatismo de aquella célebre frase de Armando Palacio Valdés: «Cuando bordeamos un abismo y la noche es tenebrosa, el jinete sabio suelta las riendas y se entrega al instinto del caballo».

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