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Muertes oscuras

La muerte aparece en conversaciones, libros, obras de arte y películas, pero el momento de morir raramente es presenciado, ni siquiera por los médicos que nos atienden y deben verificar nuestra muerte.

Doctor David Aaron Kessler

Comencemos, para entrar en materia, por un caso del que tuve referencias fidedignas, incluso escritas, y que sirvió para que los compañeros que estaban de salida me alertaran acerca de la sana duda que todo profesional de la medicina debe tener ante la muerte, sobre todo cuando somos nosotros los que debemos certificar sus causas.

Mientras realizaba el servicio médico social en la provincia de Oriente, Cuba, en los años 70, conocí del caso de un anciano que había muerto varios años antes, alrededor de 1964 o 1965, aparentemente de una hemorragia cerebral; y un médico joven e inexperto, como casi todos nosotros en ese entonces, había expedido, previo somero examen físico del cadáver, sin llevar a cabo una necropsia (por no considerarla necesaria) el correspondiente certificado de defunción corroborando este diagnóstico.

Pues bien, al desatarse una disputa familiar por unas parcelas de tierra, algún dinero y unos animales, propiedad heredable del anciano de marras, el asunto escaló al extremo de tomar cartas en el asunto la policía, y decretar la fiscalía una exhumación del cadáver. Y sí, una vez llevado a cabo el auto jurídico, se confirmó la hemorragia cerebral, que debe haber sido muy abundante, pero no producida por un accidente vascular aterosclerótico como se creía sino por un clavo de línea, un polín, de unos diez centímetros de largo que penetraba por la región occipital (cubierta la cabeza plana del objeto metálico por el pelo) y permanecía, como testigo acusador, dentro del cráneo del occiso.

Eso, sin lugar a duda, había sido en su momento una muerte oscura, en realidad un asesinato, aunque al inocente galeno que llenó el certificado inicial de defunción ni se le pasó por la mente semejante acontecimiento. ¿Por qué? Porque en su inexperta candidez, creyó lo que vio y lo que le contaron: «Hombre anciano con años de padecer enfermedades reconocidas, y bien documentadas, entre ellas la hipertensión arterial, una buena familia campesina compuesta por gente sana y dedicada al trabajo duro, un entorno rústico pero amistoso y socialmente respetable, una armonía familiar aparentemente sin fisuras, en fin, lo ideal… para equivocarse y meter la pata».

Y de muertes así, oscuras, extrañas, sospechosas, sin explicaciones claras y definidas, o con muchas posibles explicaciones contradictorias, no concordantes, está llena la azarosa historia de la humanidad.

¿La historia, y solo la historia?

Escojamos, entre muchos posibles ejemplos históricos, un caso de muerte oscura bastante bien conocido por la tradición, pero muy mal documentado. El de Alejandro el Grande, quizás el general más brillante de la historia.

El príncipe macedonio Alejandro III, nacido en Pela un día impreciso del 356 ANE, hijo del rey Filipo II y de Olimpia de Epiro, se educó militarmente con su padre, un tipo duro y obstinado decidido a hacer de Alejandro un buen guerrero a como diera lugar, y con los mejores generales que servían a este. Intelectualmente su formación corrió nada más y nada menos que de la mano de Aristóteles. ¿Cuántos podrían presumir de un maestro así? Todo esto, unido a su valor personal y su don natural para el mando y el pensamiento táctico y estratégico, lo convirtieron en el hombre que conquistó casi todo el mundo conocido de la época antes de cumplir 32 años.

Las batallas de Gránico (334 ANE), Issos (333 ANE), Gaugamela (331 ANE), la Puerta Persa (330 ANE) e Hidaspes (326 ANE), que dirigió y ganó con ejércitos de muy reducidas dimensiones (comparado con el de sus oponentes, a veces 1 a 10) se siguen estudiando hoy en día en las escuelas militares de todo el mundo.

Pero además de un gran general, Alejandro fue un político y legislador de altura. Y también un diplomático que supo (y pudo) en ocasiones poner sus gustos sexuales a un lado para establecer alianzas necesarias.

Vivió a la carrera, contra reloj, como diríamos hoy. Tenía el presentimiento (y las predicciones de los oráculos) de que moriría joven, y estando en el palacio de Nabucodonosor II, en Babilonia, y faltando aproximadamente un mes para cumplir los 33 años, Alejandro se enfermó de muerte. Sus soldados desfilaron para verlo por última vez. Un premio y un adiós a la gloria, un asomarse al insondable abismo del futuro.

Según un cronista de la época Alejandro murió con el sol (alrededor de las cinco de la tarde, como los grandes toreros). ¿Lo envenenaron con estricnina, arsénico o raíz de heléboro (que en dosis pequeñas era también una medicina), lo mató la Fiebre del Nilo (una encefalomielitis viral endémica transmitida por mosquitos que sigue haciendo estragos hoy en esa zona), la fiebre tifoidea o la malaria, murió de una leucemia aguda o de extenuación por una vida de excesos sin freno, tuvo el alcoholismo algo que ver en su fallecimiento o lo mató una vieja herida de saeta en un pulmón, o quizás fue una pancreatitis aguda producida por comer y beber en demasía o las toxinas y bacterias patógenas de las aguas del río Styx, enviadas desde Macedonia, con alevosía, para que no volviera?

Que por inventar teorías se ha llegado a plantear que Alejandro, aburrido de una vida de glorias sin par, tomó la decisión de suicidarse, o ésta otra, un poco más razonable que nos habla de que sus generales, preocupados al verlo demasiado enfermo, lo mataron para que muriera todavía en su plena belleza de héroe griego.

Todas esas y unas cuantas hipótesis más pueden haber sido las causas de su fallecimiento, pero lo cierto es que tenía enemigos y rivales a montones y muchos beneficiarios de su herencia política y de poder territorial. Hecho que complicó él mismo al declarar, cuando le preguntaron, que su inestable imperio lo heredara el general más decidido y más fuerte (los historiadores modernos discuten esto, pero lo cierto es que los antiguos lo repetían como un mantra). Estamos, y todo indica que seguiremos estando, como al principio. No sabemos qué car… mató a Alejandro de Macedonia en la flor de su juventud y su poder. Y parece ser que continuaremos sin saberlo.

Echemos ahora un vistazo a la historia como cuento.

La mitología del Rey Arturo fue una parte muy importante (Ivanhoe y Robin Hood fueron las otras) de mi descubrimiento adolescente de la literatura medieval. La maravillosa ciudad de Camelot, ese castillo en la colina que deslumbró a los Kennedy; la invencible, y cantadora, espada Excalibur atrapada en su piedra y que solo un elegido, Arturo, podría sacarla; el caballero Lanzarote del Lago; el poderoso y espiritual Santo Grial, la copa de la Ultima Cena, y su permanente búsqueda; el gentil Sir Percival; la peligrosa y bella Hada Morgana y el también poderoso y siempre distante mago Merlin; la Tabla Redonda, esa especie de ONU de los caballeros andantes; el diestro Sir Gawain; Uther Pendragón, padre de Arturo; la bellísima y enamoradiza reina Ginebra; Sir Galahad; la misteriosa e inencontrable Isla de Avalon; Igraine, la Reina Madre; la Dama del Lago, siempre lista a recibir de vuelta, en su mano blanca que emergía de las aguas, la espada Excalibur; Tristán e Isolda y tantos otros íconos relacionados con el amable, justo, e improbable Arturo de Bretaña.

Iconos que tocaron también la imaginación de artistas como William Shakespeare, J.R.R. Tolkien, Isaac Albéniz, Robert Bresson, Thomas Malory, Richard Wagner, Harold Foster, Rosalind Miles, Walt Disney, Geoffrey Chaucer, Mark Twain, Lord Tennyson, Jorge Luis Borges, Gustave Doré, John Steinbeck, T.S. Eliot, José Zorrilla, Dante Gabriel Rosetti, Thomas Mann, Chrétien de Troyes y W.B. Yeats por mencionar a solo unos pocos de los hombres de letras, músicos, compositores, pintores, grabadores, cineastas y poetas que le han cantado con sus obras.

Pero… ¿vivió realmente en la Bretaña un rey llamado Arturo? Y si vivió. ¿Cómo murió?

La discusión acerca de la primera pregunta no corresponde a este breve ensayo. En cuanto a la segunda la mayoría de las leyendas artúricas plantean que fue su propio hijo, Mordred, procreado con el Hada Morgana, el que lo mató, al tiempo que Arturo lo mataba a él, durante la mítica batalla de Camlann.

Pero no olvidemos que otras sagas cuentan que Arturo, ya viejo, se retiró con sus penas a la Isla de Avalon, y allí murió muchos años después. Pero… hablamos de penas. Pues sí, porque Ginebra, la adorada esposa de Arturo, se fugó con Lanzarote, dejando al rey desolado y algo peor, humillado. Y Morgana, media hermana de Arturo y a su vez madre de Mordred, tampoco se llevaba muy bien con él que digamos, razones todas para que la muerte de Arturo no fuera todo lo clara que nos gustaría que fuera.

Maldita y siempre atravesada historia, como dice un amigo mío. Dejemos estar en paz al buen Rey Arturo, que prefiero recordarlo así, caballeroso, heroico e invencible, como en mis lecturas adolescentes.

Después de esta incursión al mito volvamos a la realidad pura y dura.

Es verdad que la palma de las muertes históricas oscuras se la llevan los gobernantes, los políticos, los legisladores y los guerreros, pero las artes y la cultura no se mantienen siempre a un lado, ¡qué va! Los ejemplos sobran. Pero de eso hablaremos la próxima semana.

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